Las crónicas de Jackson Heights (Jackson Heights Chronicles)
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Las crónicas de Jackson Heights (Jackson Heights Chronicles)

Cuando no basta cruzar la frontera (When Crossing the Border Isn't Enough)

  1. 208 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Las crónicas de Jackson Heights (Jackson Heights Chronicles)

Cuando no basta cruzar la frontera (When Crossing the Border Isn't Enough)

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El padrino de Jackson Heights hace mucho más que arreglos de viajes desde su diminuta agencia escondida en un rincón del sector de Queens conocido como la Pequeña Colombia de Nueva York. Con frecuencia Fernando Padrón es la única mano amiga para miles de inmigrantes latinos. Entre sus diversos oficios están el de contador, buscador de empleos, generador de fondos y detective en busca de personas perdidas. Don Fernando es conocido por la prensa como el sepulturero de mulas, por la ayuda que presta a los familiares de muchos de los que mueren cuando se les revientan en sus estómagos las capsulas de drogas que transportan a los Estados Unidos. Esta colección de cuentos, basados en la vida real del autor, nos adentra en las apasionantes, conmovedoras y a veces trágicas experiencias de los inmigrantes que luchan por alcanzar el sueño americano.

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Información

Editorial
Atria Books
Año
2009
ISBN
9781439178218

1 La reina de las mulas

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Era una de esas tardes de agosto cuando el calor mezclado con la humedad forma una mezcla insoportable que cubre la piel con una capa extraña e innecesaria. La brisa solo existía en la imaginación. Hubiera sido demasiado pedirle a la pequeña y cansada unidad de aire acondicionado que enfriara la abarrotada oficina. Cada vez que abrían la puerta, se escapaba el aire frío, y entraba otra persona herida de calor.
El incesante entra y sale creaba un dinámico ruido de fondo procedente del chachareo de personas cuyos acentos reflejaban un amplio mosaico latinoamericano: ecuatorianos, salvadoreños, mexicanos, colombianos y hasta algún dominicano; más que una agencia de pasajes, aquello parecía una versión extramuros de las Naciones Unidas. Presidía el vaivén un hombre de aspecto bonachón, de sonrisa y mirada gentiles. Sentado tras un escritorio, que parecía hecho para una persona mucho menos voluminosa, Fernando Padrón mantenía el orden en medio de las veintitantas personas que aguardaban contándose historias personales unas a otras.
La puerta se abrió y veinte pares de ojos se clavaron en un chico alto, ligeramente desgarbado, de tez pálida y modales discretos que vestía con bermudas caqui, camisa blanca de algodón transpirada y pegada a la piel; del hombro le colgaba una vieja mochila de cuero tan usada como el de las sandalias del tipo que popularizaron los hippies en los años sesenta. Miró a todos lados, asintió con la cabeza y sin decir palabra o dudar, se dirigió al escritorio.
En silencio, todos apostaron que aquel recién llegado no vivía en Jackson Heights. Seguro que era un gringo perdido. Entretanto conjeturaban, el recién llegado avanzaba sin percatarse de la desorganizada fila de hombres y mujeres, que sabían exactamente detrás de quién estaba. Con cada zancada se desataban comentarios molestos. Después de todo, ellos habían llegado hacía horas y «éste, como si ellos no existieran». Ante la posibilidad de que los comentarios desencadenaran en una gritería, Fernando intervino; era un experto en calmar los ánimos alterados de algunos clientes.
Se echó hacia delante en la silla giratoria, y sonriente le preguntó en un inglés en el que se sentían los cafetales colombianos florecer: «Do you need help?». Ya detenido junto al escritorio, el muchacho chapuceó en español: «Vengo a pedirle ayuda. Soy estudiante de cine. Quiero hacer un film sobre las mulas».
La palabra trágica produjo una sensación de inquietud entre algunas de las mujeres que esperaban sentadas cerca del escritorio de Fernando. Como si lo hubieran ensayado, enderezaron las espaldas en los asientos, quedando rígidas, como a la espera de que ocurriera algo.
Fernando también sintió una cierta incomodidad; para evitar que la conversación se produjera exenta de algú;n viso de privacidad, le hizo un gesto al muchacho, indicándole que se sentara frente a él en la silla que dejaba libre un peladito, a quien Fernando a un sólo golpe de teléfono, le había gestionado un empleo madrugador en una panadería uruguaya de Corona, para que pudiera hacerse responsable de la inminente paternidad que había descubierto.
Sin creerlo del todo, el muchacho se sentó con medio torso encorvado sobre el escritorio, tratando de crear un espacio de mayor privacidad. El repentino silencio le dijo que los que le rodeaban estaban concentrados en enterarse de qué se trataba su visita. Ladeando la cabeza, Fernando se inclinó hacia delante de manera que entre ambos transformaron el área de trabajo en un improvisado confesionario.
Antes de iniciar la conversación pensó: «Otro más»; a cada rato aparecía un cineasta deseoso de documentar la historia de los colombianos que llegaban a Nueva York convertidos en una valija letal y de los muchos que perdían la vida cuando una bolsita de coca se reventaba en los intestinos. Invariablemente, los quiméricos cineastas desaparecían junto a sus grandiosos proyectos y sueños de ganar el Osear por la «mejor película extranjera». El interés por el drama de los latinos desaparecía de la misma manera que despertaba: de sopetón.
—¿Qué sabe usted de las mulas?—Fernando le preguntó al flaco que sonreía con ansiedad.
—Un amigo colombiano de mi barrio me contó de una novia de él que era un mula. Yo piensa que esta es una increíble historia, quiero filmar cómo ellos vienen de Colombia a Queens—le contestó el gringo en un español casi correcto.
—¿Y por qué vienes a mi oficina?
—¡Porque todos dicen que usted es el alcalde de Jackson Heights! Todos en el barrio dicen que usted ayuda mulas, vivos y muertos—dijo en voz demasiado baja para evitar que le escucharan.
—Bueno … ¿y qué puedo hacer por ti, entonces?—le preguntó Fernando, y dejó escapar un suspiro.
—No pido mucho, sólo quiera que usted me deja venir a su oficina a observar, usted ser persona muy importante en Jackson Heights, yo creo que puede ser un carácter central en mi historia. Todo lo que pido es su permision para quedarme aquí, observar y tomar notas.
Hacía tiempo que Fernando sabía que le resultaba imposible negarse a ayudar a una persona después que se sentaba frente a él en su escritorio; no había favor que no concediera, ni problema que no tratara de resolver. El muchacho le pareció simpático casi de inmediato. Por otra parte le agradaba la idea de contribuir en una película que contara alguna de las historias que tan bien conocía.
Le parecía que era importante que la historia del sufrimiento de su pueblo trascendiera los confines del barrio; era importante que se conociera en todo el país, y para lograrlo debía hacerlo alguien que pudiera llegar al gran público. Una película, por más que fuera hecha por un estudiante, sonaba como algo que podía lograr ese objetivo. Fernando le contó a Matt Schneider—que así se llamaba el estudiante de cine—lo que era harto conocido en Jackson Heights e ignorado por el mundo: que la coca que esnifan en los lujosos baños corporativos, entre trago y trago en los relampagueantes clubes, les había llegado a ellos en el tibio vientre de una aterrada mula.
Los casos que llegaban a él eran los de los perdedores, los que yacían frígidos y despanzurrados. «Sin embargo»—le confió a Matt que escuchaba atento, sin saber si sacar la libreta o confiar en su memoria—, «una vez conocí a una vencedora, una de las mulas que entregó las cápsulas, cobró su plata y empezó su vida desde cero en Nueva York. No es comúnn encontrarse a alguien así, estar vivo significa ser berraco y ser prófugo para siempre. Si se logra disfrutar del dinero hay que estar al cuidado del vicioso enjambre de soplones que hay por los bares, los pollos-a-la-brasa, por cada rincón de la Pequeña Colombia».
Se echó hacia atrás y miró a su alrededor, asegurándose de que los curiosos no alcanzaban a oír el murmullo con que le dijo a Matt: «Y si bien no es comú;n enterarse de que alguien ha sido mula;a, menos lo es que esa persona cuente su pasado». Pausó, cerrando los ojos, dijo a modo de susurro: «Pero Ángela, claro, no es como las demás …».
Tras unos segundos de silencio, Matt se le acercó y le sopló en el oído: «¿Ángela, quién es Ángela?».
«Si te interesa, regresa mañana en la tarde, y te cuento más. Ahora tengo que volver a la realidad del día … Estas personas llevan horas esperando que las atienda».
A la noche siguiente, Matt regresó, y esperó pacientemente hasta que Fernando despachó al último cliente. Entonces se acomodaron uno frente al otro para repasar la vida de una mula que sobrevivió. Con la mirada perdida, Fernando rememoró acerca de Ángela: del mito y de la mujer …
Ángela Quiñones sí que ganó en grande, tanto que se había convertido en leyenda entre los narcos: una especie de Robin Hood de las mulas. Hay decenas y decenas de anécdotas que a los narcotraficantes cincuentones les encanta contar. Vaya usted a saber cuáles son verdad y cuáles son inventadas.
Apenas contaba con dieciocho años cuando mintió acerca de su edad para hacer su primer viaje; claro que a sus nuevos empleadores poco les importaba si tenía nueve o noventa, mientras tragara la carga allá, y la cagara acá con puntualidad. Por lo tanto, ¿qué importancia tenía poner dieciocho o vientiún años? De todos modos el pasaporte había que hacerlo «a la medida».
A puras cachetadas, la vida la había avispado mucho más que a la mayoría de los que le doblaban la edad; tanto que aprovechó el trámite del pasaporte para inventarse un nuevo nombre, dejando atrás quién sabe cuántas cosas—un hogar violento, hambre, abusos—para comenzar de nuevo en Nueva York, gracias al bendito fruto de su vientre. Los viejos narcotraficantes se regodeaban contando cómo, durante su carrera profesional, acumuló más viajes que ninguna otra mula;a y hasta que varias mulas juntas también.
Aunque ninguno de sus colegas veinteañeros creyera las historias, ellos juraban haberla conocido; decían que en sus ojos negros se veía una insondable determinación, la expresión de alguien decidida a no dejar que nadie en esta vida le hiciera una mala pasada.
Una vez estuvo a punto de que la detuvieran en el aeropuerto John F. Kennedy, pero un amigo aduanero corrupto logró desviarla segundos antes de los temidos rayos X.
A diferencia de otras mulas exitosas, Ángela no se gastó sus ganancias en borracheras y largos fines de semana. Tampoco metió la nariz en la coca, que tantas veces engulló en dosis mortales envueltas en condones. Siguió viajando, apostando contra las leyes de la probabilidad, cargando las venenosas cápsulas en su experto y encallecido estómago, y guardando plata en el banco con fines de retirarse.
Hasta un día que le tocó: una bolsita se le reventó. ¿Mito o realidad? Vaya usted a saber. El Cojo Cabrera—un matón retirado, a quien uno de los jefes locales le pagaba porque era como un tío postizo, que alguna vez de niño lo fue a buscar a la escuela—aseguraba haber estado en el apartamento de la calle ochenta y cuatro la mañana que Ángela llegó a entregar su carga. Tenía la cara verdosa, la frente gélida y sudada: señales de peligro mortal. Cabrera juraba y requete juraba que Ángela se metió en el baño de donde salió al rato y le puso frente a los ojos una cápsula rota.
Cabrera terminaba el cuento explicando que ella siempre llevaba a mano una poderosa dosis de laxante dentro de una botellita de jugo de frutas. Saber que las cosas podían salir mal en cualquier momento, y estar lista para reaccionar en el acto, fue lo que la mantuvo viva durante tantos años de abnegado servicio.
Agotado con los recuerdos contados en voz alta, Fernando bebió café helado de la taza que había comprado horas antes camino a su oficina. Dijo a modo de despedida: «Dejemos esto para otro momento». Matt insistió en que le permitiera regresar para ver cómo manejaba el día a día. Fernando lo autorizó, y el estudiante de cine regresó religiosamente durante el resto del verano.
Llegaba en silencio, saludaba cortésmente, y sin comprender los chistes que se hacían, se sentaba en un rincón que fue transformando en propio: a un lado de la silla, la vieja mochila llena de bolígrafos, recortes de periódico, la socorrida libreta de apuntes, alguno que otro libro y una botella de agua.
Desde su privilegiado rincón observaba todo lo que pasaba, capturando la espontaneidad de los sucesos en apuntes detallados que hacía en su libreta de espiral. El día en que una angustiada madre vino a pedir ayuda para encontrar al hijo, que aparecería muerto en un par de días, evitó mirarla, para que no se cohibiera y él poder enriquecer las notas del día con sus lágrimas, sus palabras entrecortadas, su terror; la «autenticidad del momento»—su «reality moment»—, según definiría más tarde, entre cervezas, con sus amigos de la facultad de cine de la New York University.
Fernando lo ayudó para que le permitieran conversar con varios presos de Rikers Island, visitar la morgue, entrevistarse con los dueños de dos funerarias del barrio y con el vicecónsul colombiano. Le mostró las cartas de familiares destrozados porque sus jóvenes se habían ido sin decir nada, y que Fernando les había enviado de vuelta a Colombia, según el caso, en un ataúd o en un ánfora del tamaño de una caja de zapatos.
Algunas noches, tras cerrar la oficina, Fernando aceptaba tomarse una cerveza y contarle historias de mulas, aunque sabía que lo pondrían de un humor depresivo y que más tarde demoraría en dormirse; pero siempre aflojaba porque el zalamero Matt insistía. Fue durante esas sesiones que Matt logró llegar al fondo del misterio que envolvía a Ángela Quiñones.
Se decían tantas cosas, pero Fernando era el único que las había escuchado de su propia boca. Sólo con él, Ángela se animó a liberar el torrente de confesiones, recuerdos y aventuras guardadas en su corazón durante años de silencio, de vida decente, de esfuerzo por cumplir con las apariencias en el suburbio anglo de Nueva Jersey, donde se refugió, lejos de los ciudadanos de la Pequeña Colombia que conocían su rostro y su vida anterior.
Ángela y Fernando se conocieron en medio del caos desatado el 11 de septiembre del 2001. Con la ciudad traumatizada, los barrios latinos sufrían además del dolor, la paranoia de una posible deportación. Fernando había pasado la noche en la oficina que estaba repleta de gente histérica, que comentaba los ataques a grito pelado; de madres desesperadas que entraban a pedir ayuda para encontrar a sus hijos y de muchos otros que no querían regresar a la aterradora soledad de sus habitaciones rentadas.
Temprano en la mañana del día 12, después de dormir un rato sentado ante su escritorio, Fernando decidió comenzar a organizarse para ser efectivo en dar ayuda a quienes la necesitaran. Se calculaba que los muertos podrían llegar a diez mil. Con el corazón apretado, se preguntó: «¿Cuántos me tocarán a mí: diez, veinte, cien?». Pensó que tal vez pronto habría que recolectar dinero para repatriar restos hacia varios países.
Salió de su meditación en el primer momento de silencio en veinticuatro horas, cuando miró afuera y enfocó una figura esbelta encaminándose hacia él con pasos decididos. La mujer no sobrepasaba los cincuenta años, pero lucía tan bella como debió haber sido a los veinte; los ojos negrísimos, el suave rostro sin maquillar enmarcado por cabellos negros que resaltaban la delicadeza de su nariz fina y largas pestañas. Fernando estaba seguro de que nunca la había visto, semejante aparición era imposible de olvidar. Vestía un traje de lino negro, sencillo y elegante, adornado con un collar de perlas; del hombro le colgaba una cartera Chanel. Recta la espalda, firme la voz al decirle:
—Usted es Fernando Padrón—expresó, sin titubeos en la afirmación.
—Para servirle—musitó Fernando, contemplándola absorto, como a una escultura en un museo.
—Soy Ángela Quiñones. He venido a ayudar en lo que haga falta.
Al oír el nombre, Fernando abrió los ojos más de lo que hubiera querido; sintió que muchas de las historias del bajo mundo que había escuchado se le agolparon en la mirada. A Javicho, el ex convicto que empleó cuando cumplió su sentencia en Rikers Island, le encantaba repetir los fantásticos cuentos que circulaban allí sobre Ángela Quiñones. Hasta ese momento nunca se había detenido a pensar si era un personaje de la vida real o de ficción, pero lo cierto era que frente a él tenía a Ángela Quiñones extendiéndole la mano derecha en la que llevaba un anillo de esmeralda.
A partir de esa mañana, Ángela trabajó a su lado durante los próximos dos meses, sin parar, sin pedir nada, ni quejarse. Congeniaban tan bien como equipo, que Fernando sentía que habían estado juntos toda la vida, olvidando momentáneamente los años que llevaba solo, atrincherado detrás de su escritorio. Hasta una vez imaginó el cartel sobre la puerta cambiado por «Angela y Fernando Travel».
Durante esos dos meses, ella venía todos los días: sentada a su lado en la diminuta oficina, hacía llamadas internacionales, gestionaba donaciones, arreglaba entierros; contactaba a la policía, a la morgue, a los hospitales. En otras palabras, era una versión femenina de él mismo. La única diferencia es que ella era la fuente secreta—porque así lo exigió—de las enormes cantidades de dinero que gastaban en repatriar muertos, en traer desde Colombia y Ecuador a un par de familiares de heridos graves, e incluso en alimentar todos los días a las decenas de voluntarios del barrio que pasaban quince o dieciocho horas al día trabajando en la oficina. Fernando tuvo que jurarle a Ángela que nunca le diría a nadie de dónde salía la plata.
A pesar de trabajar codo a codo durante esos meses, el ajetreo nunca le permitió el tiempo para sondearla acerca de su pasado, del origen de su riqueza; no tuvo tiempo para corroborar que ella era la mítica Ángela Quiñones.
Su intuición y sus años de rozarse con la mafia lo hacían inclinarse hacia el lado del sí, sobre todo cuando pensaba en la gran fortuna que ella evidentemente tenía. Su corazón idealista no quería creerlo del todo, no quería admitir la posibilidad de un pasado turbio en esa mujer que tanto admiraba, que se había convertido en una clase de heroína para él y para toda la comunidad latina. Además, al fin y al cabo, un nombre como ese no era tan raro, y era más que probable que la reina de las mulas viviera ahora bajo un nombre falso, si es que aún estaba en el vecindario y no se había mudado quién sabe dónde.
Una noche cerca de las once cuando terminaron una lista de la gente del barrio que había sido despedida de sus trabajos en el bajo Manhattan, Ángela suspiró agotada y dijo: «Lo que daría por tomar algo fresquito, Fer …», con el tono cariñoso que había ido creciendo entre ellos gracias a lo mucho compartido. «La barra del Natives debe de estar abierta», ofreció él y, juguetón, le bromeó: «A menos que los bares de Queens ya sean para ti muy poca cosa».
—No, Fer, ya hace años que no voy a bares … ni de aquí, ni de ningún lado—respondió con un dejo de melancolía que a Fernando le aceleró el pecho.
—¿Y eso?—la pregunta salió como quien no quiere la cosa, pero sus oídos de psicólogo aficionado habían detectado allí una confesión a punto de aflorar.
—Es que no puedo ponerme «alegre» en pú;blico, ¿me entiendes? Vaya uno a saber qué puedo terminar diciendo y delante de quién.
Seguro de que sabía exactamente a qué secreto inconfesable se refería, Fernando evitó preguntárselo. Le ofreció, con humildad y con cierta vergüenza de que ella pudiera pensar que estaba tratando de seducirla, pasar por la bodega a comprar unas Coronas, y encaminarse a su apartamentito de solterón, para relajarse de tanto trabajo y charlar en confianza un rato.
«¡Hace cuánto no me tomaba una cervecita con un buen amigo!», dijo ella tras sacarse los tacones y estirar las esbeltas piernas sobre la mesita delante del sofá. Su voz tenía un tono de soledad enraizada que a Fernando le pinchó el pecho, recordándole la suya propia. Ni siquiera estaba seguro cuándo había sido la última vez que alguien lo había visitado en su cueva de oso, en esa habitación y media a la que volvía sólo para dormir, y de la que inconscientemente huía todas las mañanas poco después de despertar. Ni cafetera tenía, prefiriendo tomarse el café del desayuno en la bodega de la esquina mientras conversaba con Mateo, el tendero dominicano.
«¿Dónde están tus amigos?», le preguntó, lo más ino...

Índice

  1. Cover Page
  2. Title Page
  3. Copyright Page
  4. Dedication
  5. Índice
  6. Introducción
  7. 1. La reina de las mulas
  8. 2. Los inseparables
  9. 3. «You Are Here»
  10. 4. Colecta para entierro
  11. 5. Línea 7: Parada Roosevelt Ave
  12. 6. Víctimas
  13. 7. «Big Brother»
  14. 8. 13 de noviembre: los ángeles y Adrián
  15. 9. Lucy
  16. 10. Contra las probabilidades
  17. 11. Un nuevo inicio
  18. Agradecimientos