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La vida buena
ModeraciĂłn
«Tanto el vulgo como los cultos piensan que vivir bien
y obrar bien es lo mismo que ser feliz».
aristĂłteles
AsĂ empieza uno de los tratados de Ă©tica mĂĄs conocidos de la historia, la Ătica a NicĂłmaco de AristĂłteles. Con la convicciĂłn de que la vida feliz y la vida buena âo, como decĂan los filĂłsofos griegos, la vida virtuosaâ, son lo mismo.
AristĂłteles fue un filĂłsofo realista si lo comparamos con PlatĂłn, que pensaba que vivimos en un mundo en el que solo conocemos sombras de una realidad que estĂĄ mĂĄs allĂĄ de nuestro alcance inmediato, constituida por grandes ideas como el Bien, la Verdad, la Belleza. AristĂłteles fue realista y sistemĂĄtico: se propuso enseñar cĂłmo aproximarnos a un bien alcanzable, el autĂ©ntico fin de la vida humana. EscribiĂł mĂĄs que ningĂșn otro sabio griego sobre lo que en la jerga filosĂłfica denominamos «filosofĂa prĂĄctica»; a saber, la Ă©tica y la polĂtica. Es ahĂ donde formula el principio de que el fin (o el bien) del hombre es ser feliz y cuanto haga en esta vida va dirigido a tal fin. Lo que no implica que siempre acierte en el empeño de encontrar lo mejor. AristĂłteles advierte que el bien no se consigue viviendo de cualquier manera ni procurando satisfacer cualquier tipo de deseo. Lo que la Ă©tica enseña, precisamente, es a seleccionar los deseos y separar los que nos convienen para vivir bien de los inconvenientes. Dicho de una forma mĂĄs acadĂ©mica, el ser humano debe aprender a distinguir entre varios tipos de bienes, tres en concreto: los bienes del alma, que son los primeros, los mĂĄs importantes, internos a la persona; los bienes del cuerpo, como la salud y la belleza; y los bienes externos, como la riqueza, la nobleza o el Ă©xito. Todos contribuyen de algĂșn modo a conformar una vida buena, pues sin salud, sin belleza ni prosperidad, sin dinero ni reconocimiento pĂșblico, serĂĄ mĂĄs complicado ser buena persona. Pero si no hay virtud y solo hay salud, belleza y prosperidad, difĂcilmente habrĂĄ felicidad.
Las observaciones de AristĂłteles son las de un aristĂłcrata que pertenece a los estratos mĂĄs nobles de la sociedad, por lo que carece de preocupaciones materiales. AristĂłteles dedicĂł parte de su vida a vivir con el rey de Macedonia, Filipo, y con el hijo de este, Alejandro, del que fue tutor durante unos años. Cuando regresĂł a Atenas, enseñó en el Liceo, entre otras materias, la Ă©tica y la polĂtica. Aunque hay que precisar para ser rigurosos que la palabra «ética» (ethikĂ©) como tal no fue usada por AristĂłteles. El nombre fue adjudicado a los cursos que dio en el Liceo, recopilados luego como libros de Ă©tica (Ătica a NicĂłmaco, Ătica a Eudemo). AllĂ es donde se establecen las ideas bĂĄsicas para la reflexiĂłn sobre los fines de la existencia humana, ideas que vinculan la vida feliz a la Ă©tica o vida virtuosa.
Volvamos al argumento principal: todos, cultos e incultos, piensan que ser feliz y obrar bien es lo mismo. Lo que distingue a los sabios de los ignorantes es que aquellos saben dĂłnde se encuentra la felicidad: «Sobre lo que es la felicidad discuten y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios». Incluso una misma persona tiene opiniones distintas al respecto segĂșn cuĂĄl sea su situaciĂłn concreta: si estĂĄ enferma, dirĂĄ que la felicidad estĂĄ en la salud; si es pobre, pondrĂĄ la felicidad en la riqueza; si es ignorante, añorarĂĄ el saber que no tiene. No somos iguales, anhelamos bienes de distinto tipo. El bien «se dice de muchas maneras», una de las frases canĂłnicas de AristĂłteles. Por eso no es inteligente querer definir el bien en general, como quiso hacer PlatĂłn, convirtiĂ©ndolo en una idea de la que los bienes percibidos por los seres terrenales son escaso y pĂĄlido reflejo. AristĂłteles parte de la experiencia que le dice que los bienes que las personas buscan son tan variados como la vida que le toca vivir a cada uno.
No obstante, aunque el bien de cada persona sea distinto, e incluso cambie de sentido, debido a las circunstancias de la vida, lo que a AristĂłteles le parece indiscutible es que, hagamos lo que hagamos, intentamos estar bien con nosotros mismos, ser felices. Podemos equivocarnos en la bĂșsqueda, pero lo que pretendemos es vivir mejor de lo que vivimos. Querer ser feliz es, pues, el fin mĂĄs perfecto, el que se busca por sĂ mismo. Al tratar de concretar algo mĂĄs en quĂ© puede consistir ese bien Ășltimo, el filĂłsofo ve la necesidad de distinguir los tipos de bienes referidos hace un momento: los del alma, los del cuerpo y los externos. Y, aunque los dos Ășltimos sean necesarios para poder buscar los bienes del alma, hay que convencerse de que son estos, los del alma, los Ășnicos que permiten hablar con propiedad de una vida feliz.
Esta distinciĂłn de bienes le permite al filĂłsofo distinguir lo que, a su juicio, es la funciĂłn propia y exclusiva del ser humano, aquella que no comparte con los seres vivientes, plantas o animales, que se limitan a sentir, a crecer, a nutrirse y a reproducirse. AdemĂĄs de sentimientos y necesidades fisiolĂłgicas, el ser humano tiene razĂłn y lenguaje, lo cual hace posible una actividad especial, propia de la vida no solo vegetativa y sensitiva, sino racional. Es en la realizaciĂłn de dicha actividad racional donde se cumple la funciĂłn humana de vivir bien y obrar bien. La razĂłn orienta a la persona y le indica cĂłmo debe actuar para vivir mejor y acercarse a la felicidad. Los animales no humanos tienen instinto, en algunos casos, similar a esa actividad racional, pero no alcanzan el desarrollo racional y lingĂŒĂstico que puede lograr el hombre.
A partir de dicha premisa, la doctrina aristotĂ©lica sobre la Ă©tica consistirĂĄ en explicar cuĂĄles son las virtudes que ha de adquirir la persona para llevar una vida buena. La lista es extensa y pone de manifiesto el retrato de lo que caracteriza al buen ciudadano que vive en la Atenas del siglo IV a. C. Servir a la ciudad es la forma mĂĄs excelente de vivir para el individuo que estĂĄ en condiciones de hacerlo. Dedicarse al bien de la polis es un fin superior que dedicarse a un bien individual, sencillamente porque «el todo es mayor que las partes», y el bien de la colectividad serĂĄ un bien mayor. Las virtudes que deben configurar la manera de ser del ciudadano son varias, pero tienen un denominador comĂșn, que es la moderaciĂłn, lo que AristĂłteles denomina «el justo medio». Ser valiente, temperante, justo, prudente, magnĂĄnimo, generoso significa aprender a encontrar el tĂ©rmino medio entre el exceso y el defecto. Pongamos un solo ejemplo: ser valiente es buscar el tĂ©rmino medio entre la cobardĂa y la temeridad. El ejercicio de la virtud supone constancia, hĂĄbitos y esfuerzo, el esfuerzo de una vida entera.
En resumen, y para no desviarnos del tema en el que estamos, a juicio de AristĂłteles son cuatro las ideas que se articulan en la consideraciĂłn de la vida feliz como el bien al que el ser humano aspira. La primera y definitoria, si se puede decir asĂ, de la vida feliz, es que esta consiste en actuar de acuerdo con la virtud, que es la actividad racional, especĂfica del ser humano. La segunda, que los bienes mĂĄs materiales, los del cuerpo y los externos, son necesarios para poder esmerarse en la vida virtuosa. Estamos en el siglo IV a. C., muy lejos aĂșn del reconocimiento de valores como la igualdad de derechos. AristĂłteles no tiene escrĂșpulos en excluir de esa vida que para Ă©l es la vida feliz a quienes tienen que ocuparse en menesteres viles como son trabajar para sobrevivir o estar al servicio de las personas libres. No entran en su idea de felicidad ni los esclavos ni las mujeres. La tercera idea es la del justo medio como definiciĂłn de virtud. La vida feliz tiene que ver con la moderaciĂłn de los deseos, con el conocimiento de la medida que evita los excesos, con eso que llamamos prudencia, capacidad de discernir la acciĂłn mĂĄs conveniente en cada caso. Finalmente, la cuarta idea que transmite la Ă©tica aristotĂ©lica es que el bien individual se consigue cuando se busca al mismo tiempo el bien colectivo. A saber, que la Ă©tica bien entendida tiene que ser tambiĂ©n polĂtica. Que la bĂșsqueda de la felicidad personal es indisociable del empeño en la felicidad colectiva.
Comenta Bertrand Russell en La conquista de la felicidad que «la doctrina del justo medio no es interesante». Pero, añade, es una teorĂa verdadera puesto que trata del «equilibrio entre el esfuerzo y la resignaciĂłn». Quiere decir con ello que la felicidad no nos viene dada porque hayamos nacido con suerte, aunque la suerte sea un dato importante (AristĂłteles lo subraya); la felicidad es una conquista. DependerĂĄ en parte de las circunstancias que nos rodean y que no siempre dependen de nosotros, pero sobre todo depende de uno mismo. LlegarĂĄ un momento, varios siglos despuĂ©s de las enseñanzas griegas, en que esa conquista, la bĂșsqueda de la felicidad, serĂĄ proclamada como un derecho universal. Hoy corresponde a los poderes pĂșblicos de los estados de derecho esforzarse en poner las condiciones que hagan posible para todo individuo conquistar la felicidad. Aun asĂ, estamos lejos de conseguir esas garantĂas. Lo veremos en otro capĂtulo. QuedĂ©monos por ahora con la idea de que, desde el principio de los tiempos, al plantearse los primeros filĂłsofos quĂ© debemos hacer para ser felices, se fijan, efectivamente, en las circunstancias materiales en las que se desenvuelve la vida de cada uno, pero la tesis que van a defender por encima de todo es que la felicidad es un compromiso y una conquista personal. Si unos lo consiguen mĂĄs que otros no es porque estĂ©n mĂĄs dotados para conseguir ese fin, sino porque son mĂĄs sabios. La clave de la vida buena o de la felicidad estĂĄ en el conocimiento.
Si la clave estĂĄ en el conocimiento es porque el ser humano es ignorante de entrada y si no lo remedia lo serĂĄ toda la vida. Intentar ser feliz equivale a superar la ignorancia, algo que estĂĄ âmejor, deberĂa estarâ al alcance de cualquier persona, pero que, aunque la oportunidad se dĂ©, puede ser inĂștil si uno no sabe aprovecharla. Decir que el arte de vivir es un aprendizaje supone aceptar que somos seres limitados, que somos contingentes, no todo depende de nosotros, y el porvenir es incierto. A pesar de asumir esa limitaciĂłn, existe un arte de vivir, es posible aprender a vivir bien. La virtud de la prudencia, que para los griegos es la sĂntesis de todas las virtudes, se cultiva practicĂĄndola, es un saber prĂĄctico que no consiste en someterse a una serie de consejos pusilĂĄnimes, sino en pensar antes de decidir quĂ© hacer en cada caso, acostumbrarse a aplicar la regla de la acciĂłn correcta.
AutarquĂa
«Que el hombre no se deje corromper ni dominar por las cosas exteriores y solo se admire a sĂ mismo, que confĂe en su ĂĄnimo y estĂ© preparado a cualquier fortuna, que sea artĂfice de su vida».
séneca
Si, como defiende AristĂłteles, la felicidad es comportarse de acuerdo con la virtud moral, es fĂĄcil concluir que ese propĂłsito no es de suyo muy agradable, no es placentero, pues las virtudes se adquieren con discernimiento y esfuerzo y obligan a controlar el deseo. A AristĂłteles no se le oculta este inconveniente. Al contrario, le dedica casi la totalidad del Ășltimo capĂtulo de la Ătica a NicĂłmaco. De entrada rechaza el antihedonismo, piensa que buscar el placer es positivo, aunque se resiste a identificar sin mĂĄs la felicidad con el placer. El problema que se le plantea al relacionar felicidad y placer es un problema insoluble, lo sigue siendo aĂșn para nosotros. Es el siguiente: cĂłmo convencernos de que el esfuerzo y el control intelectual de deseos en principio incontrolados puede llegar a ser agradable y hacernos felices. De no ser asĂ, ÂżquĂ© puede tener que ver la felicidad con todo ello? No podemos decir que la respuesta aristotĂ©lica es del todo satisfactoria. Es mĂĄs acadĂ©mica que prĂĄctica. AristĂłteles resuelve la aparente disparidad entre felicidad y placer por la vĂa conceptual, negando que los placeres corporales, los que no provienen del intelecto, que es la parte mĂĄs excelsa del ser humano, sean superiores a los que proporciona la inteligencia. Algunos placeres no son perfectos porque la Ășnica perfecciĂłn es la que puede proporcionar el intelecto.
Quienes agarran mĂĄs el toro por los cuernos y tratan la cuestiĂłn desde una perspectiva mĂĄs cercana a lo que se vive como una paradoja irresoluble son los estoicos. La filosofĂa de las llamadas escuelas helenĂsticas âbĂĄsicamente, estoicos y epicĂșreosâ pretende ser mĂĄs Ăștil para la vida de lo que lo eran las largas disertaciones de PlatĂłn o de AristĂłteles. No les falta una teorĂa ni una visiĂłn general de la naturaleza, de la que extraen sus propuestas normativas sobre el comportamiento humano. Pero lo que les preocupa por encima de todo es poner la teorĂa al servicio de las inquietudes del hombre concreto. SĂ©neca escribe un librito titulado De vita beata, que no es un gran tratado sobre la felicidad, sino una serie de observaciones y directrices para evitar lo que solo es motivo de infelicidad en la vida humana. Lejos de pasar por alto la oposiciĂłn entre el placer y la virtud que ya habĂa atormentado a AristĂłteles, SĂ©neca la aborda de entrada y sin remilgos. «TambiĂ©n el alma tiene sus placeres», afirma en la lĂnea de lo dicho por su predecesor, pero reconoce que ser bueno no siempre es placentero ni la vida mejor es la mĂĄs agradable. El mensaje ahora es: no hay que practicar la virtud porque se espere de ella algĂșn placer; a la virtud hay que acostumbrarse a quererla por sĂ misma y, en todo caso, el placer, si se da, se darĂĄ por añadidura.
Los filĂłsofos estoicos son duros a la hora de reconocer verdades difĂciles de aceptar, no se enredan en especulaciones que el vulgo considera inĂștiles o hueras. Parten de la premisa a su juicio indudable de que la filosofĂa tiene que ser un «arte de vivir», para lo cual hay que conocer y aceptar antes que nada las limitaciones humanas. Conocerlas y aceptarlas, porque es evidente que venimos a este mundo no solo para gozar, sino ta...