Lolita
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Lolita

Vladimir Nabokov, Francesc Roca

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Lolita

Vladimir Nabokov, Francesc Roca

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La historia de la obsesión de Humbert Humbert, un profesor cuarentón, por la doceañera Lolita es una extraordinaria novela de amor en la que intervienen dos componentes explosivos: la atracción «perversa» por las nínfulas y el incesto. Un itinerario a través de la locura y la muerte, que desemboca en una estilizadísima violencia, narrado, a la vez con autoironía y lirismo desenfrenado, por el propio Humbert Humbert. "Lolita" es también un retrato åcido y visionario de los Estados Unidos, de los horrores suburbanos y de la cultura del plåstico y del motel. En resumen, una exhibición deslumbrante de talento y humor a cargo de un escritor que confesó que le hubiera encantado filmar los picnics de Lewis Carrol.

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Informations

Année
2006
ISBN
9788433928047

Segunda parte

1

Entonces empezaron nuestros prolongados viajes a lo largo y lo ancho de los Estados Unidos. No tardé en preferir a cualquier otro tipo de alojamiento para turistas los que proporcionaban los funcionales moteles: sus cabañas eran escondrijos limpios, agradables, seguros; lugares ideales para el sueño, la discusión, la reconciliación, el amor ilícito e insaciable. Al principio, mi temor a suscitar sospechas me hacía pagar gustoso el alquiler de las cabañas dobles, con dos habitaciones, cada una de ellas equipada con una cama de matrimonio. Me preguntaba para qué clase de cuådruple juego se había ideado tal disposición, ya que sólo una farisaica parodia de intimidad podía obtenerse mediante el tabique incompleto que dividía la cabaña o cuarto en dos nidos de amor comunicados. Con el tiempo, las posibilidades sugeridas por tan honesta promiscuidad (dos jóvenes parejas cuyos miembros cambiaban alegremente de cama, o un niño sumido en un sueño ficticio para ser testigo auricular de las sonoridades de la escena original) me hicieron mås audaz, y de cuando en cuando alquilaba una cabaña con dos camas o una cama y un catre, una celda paradisíaca, aunque no por ello dejaba de ser la celda de una cårcel, con persianas amarillas bajadas para que, al despertar por la mañana, tuviéramos la ilusión de estar en Venecia, en medio de un sol resplandeciente, cuando, en realidad, eståbamos en Pensilvania y llovía.
AsĂ­ pudimos conocer –nous connĂ»mes, para usar un tono flaubertiano– la cabaña de piedra, bajo enormes ĂĄrboles a la Chauteabriand, y la de ladrillo, y la de adobe, y la revocada con estuco, emplazadas en lo que la GuĂ­a del AutomĂłvil Club describe como terrenos «sombreados», o «vastos», o «ajardinados». Las cabañas de troncos, con acabados de nudoso pino, recordaban a Lo, a causa de su leve brillo pardo dorado, los huesos de los pollos fritos. Desdeñåbamos las sencillas cabañas de chillas enjalbegadas, que olĂ­an levemente a cloaca, o a otras cosas no menos deprimentes y desagradables, que no tenĂ­an nada de que enorgullecerse (excepto «buenas camas») y cuyas encargadas, siempre adustas, casi parecĂ­an esperar que rechazaras aquello que te ofrecĂ­an («... bueno, puedo ofrecerle...»).
Nous connĂ»mes (y nos lo pasamos en grande) el supuesto encanto de sus nombres, repetidos una y otra vez: todos esos Moteles del CrepĂșsculo, Elegantes Cabañas, Moteles de la Colina, Cabañas con Vistas sobre el Pinar, o sobre la Montaña, o sobre el Horizonte, Moteles Ajardinados, Verdes Prados, el Motel de Mac. A veces habĂ­a algo especial en su descripciĂłn; por ejemplo: «Los niños son bienvenidos; se admiten mascotas.» (TĂș eras bienvenida, Lolita; tĂș, mi mascota, eras admitida.) Por lo general, todos tenĂ­an duchas cubiertas de azulejos, con una infinita variedad de alcachofas y otros artilugios dispensadores de agua, pero con una caracterĂ­stica, nada laodicense, en comĂșn: la propensiĂłn, cuando funcionaban, a echar de repente sobre ti un chorro ardiente como el infierno o gĂ©lido como el hielo, dependiendo de que tu vecino mĂĄs cercano hubiera abierto el grifo del agua frĂ­a o de la caliente, lo que bastaba para privarte de uno de los componentes esenciales de la ducha que tan cuidadosamente habĂ­as equilibrado. Algunos moteles tenĂ­an un cartel colocado encima del retrete (sobre cuya cisterna se apilaban a menudo las toallas, sin demasiado respeto por la higiene), en el que se pedĂ­a a los huĂ©spedes que no tiraran a la taza basura, latas de cerveza, cartones de leche ni reciĂ©n nacidos muertos; otros tenĂ­an avisos enmarcados y protegidos por un cristal en los que, por ejemplo, informaban acerca de posibles actividades recreativas (EquitaciĂłn: Es frecuente ver bajar por la calle Mayor a jinetes que vuelven de un romĂĄntico paseo a la luz de la luna. «¥Es frecuente verlos pasar a las tres de la mañana!», exclamĂł, burlona, la nada romĂĄntica Lo).
Nous connĂ»mes los diversos tipos de encargado de motel: el criminal reformado, el profesor jubilado, el comerciante fracasado, entre los hombres; las variantes maternal, pseudoaristocrĂĄtica y de madama de burdel, entre las mujeres. A veces, en la noche monstruosamente caliente y hĂșmeda aullaban trenes con agudeza lacerante y ominosa, mezclando la energĂ­a y la histeria en un solo alarido desesperado.
EvitĂĄbamos las casas que alquilaban habitaciones a turistas, parientes campestres de las funerarias: eran anticuadas, cursis, no tenĂ­an duchas en las habitaciones, los deprimentes dormitorios estaban pintados de blanco y rosa y tenĂ­an tocadores la mar de escenogrĂĄficos, y habĂ­a por doquier fotografĂ­as de los hijos de la propietaria en todas las etapas de su vida. Pero de cuando en cuando me rendĂ­a a la predilecciĂłn de Lo por los hoteles «de verdad». Ella escogĂ­a en la guĂ­a (mientras yo la magreaba en el automĂłvil, parado en el silencio de un camino misterioso, sazonado por el crepĂșsculo) algĂșn alojamiento junto a un lago, profusamente recomendado y que ofrecĂ­a toda clase de cosas magnificadas por el haz de luz de la linterna que proyectaba sobre ellas –agradable compañía, tentempiĂ©s entre las comidas, barbacoas al aire libre–, pero que evocaban en mi mente odiosas visiones de malditos estudiantes de secundaria con sudaderas y mejillas como ascuas apretadas contra las de Lo, mientras el pobre doctor Humbert, sin abrazar otra cosa que sus dos masculinas rodillas, enfriaba sus almorranas sobre el cĂ©sped mojado. Asimismo, eran una gran tentaciĂłn para Lo las «posadas coloniales», que, ademĂĄs de su «atmĂłsfera agradable» y sus ventanas que daban a impresionantes panoramas, prometĂ­an «cantidades ilimitadas de manjares exquisitos». Los recuerdos que atesoraba del principesco hotel de mi padre me impulsaban a veces a buscar su equivalente en el extraño paĂ­s que recorrĂ­amos. Pronto me sentĂ­ decepcionado; pero Lo seguĂ­a en pos del aroma de comidas exquisitas, mientras que lo que realmente me emocionaba –por motivos no exclusivamente econĂłmicos– era leer junto a la carretera anuncios tales como: HOTEL DEL BOSQUE. Niños menores de catorce años gratis. Por otro lado, me estremezco al recordar cierto presunto hotel de «alta categorĂ­a», en un estado del Medio Oeste, que anunciaba «neveras siempre bien provistas, que le permiten asaltarlas a medianoche para darse un atracĂłn» y donde, sorprendidos por mi acento, inquirieron los apellidos de soltera de mi difunta esposa y mi no menos difunta madre. ÂĄUna estancia de dos dĂ­as allĂ­ me costĂł ciento veinticuatro dĂłlares! ÂżY recuerdas, Miranda,17 aquella «ultraelegante» cueva de ladrones donde daban cafĂ© gratis por la mañana y salĂ­a agua helada por los grifos, y donde no admitĂ­an a menores de diecisĂ©is años (nada de Lolitas, por descontado)?
No bien llegĂĄbamos a uno de los sencillos moteles de carretera –que se convirtieron en nuestro asilo habitual–, Lolita ponĂ­a en marcha el ventilador elĂ©ctrico o me inducĂ­a a que echara una moneda en la radio, o leĂ­a los avisos y me preguntaba lloriqueando por quĂ© no podĂ­a cabalgar por algĂșn sendero recomendado, o nadar en la piscina local de tibia agua mineral. Casi siempre, con aquel aire cansino y hastiado que cultivaba, caĂ­a postrada y abominablemente deseable en una butaca de muelles roja, o en un canapĂ© verde, o en una tumbona de tela a rayas con reposapiĂ©s y dosel para protegerse del sol, o en una silla de tijera, o en cualquier otra silla de jardĂ­n bajo una sombrilla, en el patio, y necesitaba horas de persuasiones, amenazas y promesas para conseguir que me prestara durante algunos segundos su cuerpo de miembros morenos en la reclusiĂłn de aquella habitaciĂłn de cinco dĂłlares, hasta que se le ocurrĂ­a entregarse a cualquier diversiĂłn y dejaba de lado mi humilde goce.
Mezcla de ingenuidad y engaño, de encanto y vulgaridad, de deprimente malhumor y optimista alegrĂ­a, Lolita podĂ­a ser cuando querĂ­a una chiquilla exasperante. En realidad, no estaba preparado para sus accesos de aburrimiento, que tanto tiempo nos hacĂ­an perder, sus achuchones impulsivos y apasionados, sus actitudes de abandono (piernas abiertas, aire ausente, ojos apagados), sus bravuconadas (una especie de difusas payasadas que consideraba muy «duras», segĂșn los cĂĄnones de un muchachote pendenciero). Mentalmente, la consideraba una chiquilla de lo mĂĄs convencional; tanto lo era, que llegaba a resultar desagradable. El almibarado hot jazz, los bailes de salĂłn –en especial, la cuadrilla–, las copas de helado mĂĄs imponentes y empalagosas que quepa imaginar, los programas musicales y las revistas de cine ocupaban, sin duda, los primeros lugares en la lista de sus cosas preferidas. ÂĄSabe Dios cuĂĄntas de mis monedas de cinco centavos alimentaron las insaciables gramolas de los bares y restaurantes donde comimos! TodavĂ­a me parece oĂ­r la voz nasal de aquellos seres invisibles que le cantaban serenatas, gentes con nombres como Sammy y Jo y Eddy y Tony y Peggy y Guy y Patti y Rex, asĂ­ como las canciones sentimentales que estaban entonces de moda, todas tan similares a mis oĂ­dos como los diversos helados que gustaba de comer Lo a mi paladar. Dolly creĂ­a con una especie de fe celestial en todo anuncio o consejo aparecido en Movie Love o Screen Land («Starasil seca los granos» o «Chicas, procurad no llevar los faldones de la camisa por encima de los tejanos, pues Jill dice que queda fatal»). Si un cartel decĂ­a junto a la carretera ÂĄVISITAD NUESTRA TIENDA DE RECUERDOS!, debĂ­amos visitarla, debĂ­amos comprar sus curiosidades indias, sus muñecas, sus alhajas de cobre, sus dulces de zumo de cacto. Las palabras «novedades y recuerdos» la hechizaban igual que las mĂĄs cadenciosas melodĂ­as. Si un letrero en un cafĂ© ofrecĂ­a BEBIDAS HELADAS, Lo se dirigĂ­a automĂĄticamente hacia allĂ­, aunque las bebidas estaban heladas en todas partes. Lo era el destinatario de todos los anuncios: el consumidor ideal, el sujeto y objeto de cada engañoso cartel. Y Lo intentĂł patrocinar –sin Ă©xito– sĂłlo aquellos restaurantes donde el sagrado espĂ­ritu de Huncan Dines18 hubiera descendido sobre las supuestamente coquetonas servilletas de papel y las ensaladas coronadas de requesĂłn.
Por aquel entonces aĂșn no se le habĂ­a ocurrido a ninguno de los dos el sistema de soborno monetario que habrĂ­a de producir terribles estragos en mis nervios y su moralidad no mucho despuĂ©s. RecurrĂ­a a otros tres mĂ©todos para someter y dulcificar –no mucho– el vivaz temperamento de mi pubescente concubina. Pocos años antes, Lo habĂ­a pasado un lluvioso verano bajo los legañosos ojos de la señorita Phalen, en una granja destartalada de los Apalaches que habĂ­a pertenecido a algĂșn gruñón Haze en un pasado remoto. SeguĂ­a en pie, entre los prados cubiertos de una espesa capa de hierba, al borde de un bosque sin flores al final de un camino siempre enlodado, a treinta kilĂłmetros del villorio mĂĄs cercano. Lo recordaba aquella incĂłmoda casa, la soledad, los viejos pastizales siempre embarrados, el viento y los grandes, casi ilimitados, espacios abiertos con una enĂ©rgica aversiĂłn que torcĂ­a su boca e hinchaba su lengua entrevista. Y era allĂ­ adonde la habĂ­a amenazado con exiliarse junto a mĂ­ durante meses y años para recibir mis lecciones de francĂ©s y latĂ­n, a menos que cambiara «su presente actitud». ÂĄCharlotte, estaba empezando a comprenderte!
Lo, una niña inocente, en el fondo, chillaba «¥No!» y asĂ­a frenĂ©ticamente mi mano, que sujetaba el volante, cuando, para cortar sus arrebatos de malhumor, cambiaba de sentido en medio de la carretera y le insinuaba que nos irĂ­amos directamente a aquella morada oscura y lĂșgubre. Pero cuanto mĂĄs avanzĂĄbamos hacia el Oeste y mĂĄs nos alejĂĄbamos del Este, menos tangible se hacĂ­a mi amenaza, por lo que debĂ­ recurrir a otros medios de persuasiĂłn.
Ente ellos, la amenaza del reformatorio es el que recuerdo con el mĂĄs hondo gemido de vergĂŒenza. Desde el principio mismo de nuestra relaciĂłn tuve la lucidez suficiente para comprender que debĂ­a asegurarme su total cooperaciĂłn a fin de mantener secreta nuestra aventura, a fin de conseguir que esa actitud se convirtiera, por asĂ­ decirlo, en una segunda naturaleza para ella, por mĂĄs aversiĂłn que pudiera sentir hacia mĂ­, y a pesar de cualesquiera otros placeres que mi Lo pudiera codiciar.
–Ven, besa a tu viejo –le decĂ­a, por ejemplo–, y deja de poner esa cara de pocos amigos. En otros tiempos, cuando yo era todavĂ­a el hombre de tus sueños [el lector advertirĂĄ, sin duda, los esfuerzos que hacĂ­a por hablar en la lengua de Lo], te desmayabas al oĂ­r los discos de cierto Ă­dolo, nĂșmero uno del pĂĄlpito y el sollozo, que os tenĂ­a chifladas a ti y a tus coetĂĄneas. [Lo: «¿A mis quĂ©? ÂĄHabla en cristiano!»] Ese Ă­dolo tuyo y de tus amigas se parecĂ­a, segĂșn tĂș, al amigo Humbert. Pero ahora no soy mĂĄs que tu viejo, el mejor de los padres, que proteje a su niña, la mejor de las hijas.
ȴMi chĂšre DolorĂšs! Quiero protegerte, querida, de las horribles cosas que les ocurren a las niñas en las carboneras y los callejones sin salida, y, ÂĄay!, comme vous le savez trop bien, ma gentille, hasta en los bosquecillos llenos de flores y durante el que se supone que ha de ser el mĂĄs puritano de los veranos. Cueste lo que cueste, serĂ© tu tutor, y, si eres buena, espero que un tribunal legalice esta situaciĂłn en fecha no lejana. Pero olvidĂ©monos, Dolores Haze, de la llamada terminologĂ­a legal, terminologĂ­a que acepta como correcto el concepto “cohabitaciĂłn lujuriosa y lasciva”. No soy un psicĂłpata, un delincuente sexual que se toma indecentes libertadas con un niño. El violador fue Charlie Holmes; yo soy el terapeuta, lo cual es bastante mĂĄs distinguido, y merece ser destacado. Soy tu papaĂ­to, Lo. Mira: este libro que tengo entre las manos es un manual cientĂ­fico acerca del comportamiento de las niñas. Escucha lo que dice, querida. Cito: “La niña normal...” Normal, tenlo en cuenta. “La niña normal”, repito, “suele mostrarse ansiosamente deseosa de complacer a su progenitor. Intuye en Ă©l al precursor del deseado, y escurridizo, hombre de su vida. [ÂĄLo de “escurridizo” es muy logrado, por Polonio!] “La madre sensata”, y la tuya lo habrĂ­a sido, de haber vivido, “debe alentar el compañerismo entre padre e hija, consciente”, disculpa el estilo sentimentaloide, “de que la niña conforma sus ideales romĂĄnticos y masculinos mediante una asociaciĂłn con el padre.” Ahora bien, ÂżcuĂĄles son las asociaciones que cita –y recomienda– ese libro? Vuelvo a citar: “Entre los sicilianos, las relaciones sexuales entre padre e hija se dan por sentadas, y la niña que participa de tales relaciones no es mirada con desaprobaciĂłn por la sociedad de que forma parte.” Soy un gran admirador de los sicilianos, excelentes atletas, excelentes mĂșsicos, hombres excelentes y rectos, Lo, y grandes amantes. Pero no nos vayamos por las ramas. El otro dĂ­a leĂ­mos en la prensa el escĂĄndalo provocado por un delincuente sexual de mediana edad que se declarĂł culpable de quebrantar la ley de Mann al trasladar a otro estado a una niña de nueve años con propĂłsitos inmorales, sean Ă©stos cuales fueren. ÂĄQuerida Dolores! No tienes nueve años, sino casi trece, y no te aconsejarĂ­a que te considerases como mi esclava en este viaje a travĂ©s del paĂ­s, y deploro la ley de Mann, entre otras cosas, porque se presta a procaces juegos de palabras,19 la venganza que se toman los Dioses de la SemĂĄntica contra los incultos y reprimidos filisteos. Soy tu padre, y hablo en cristiano, y te quiero.
»Finalmente, veamos quĂ© ocurre si tĂș, una menor, eres acusada de tener relaciones sexuales con un adulto en un respetable establecimiento hotelero, y denuncias a la policĂ­a que te raptĂ© y violĂ©. Supongamos que te creen. Una menor que permite que una persona de mĂĄs de veintiĂșn años tenga acceso carnal con ella, hace que su vĂ­ctima incurra en lo que legalmente se denomina violaciĂłn o sodomĂ­a en segundo grado, segĂșn la tĂ©cnica empleada. La pena mĂĄxima es de diez años de cĂĄrcel. AsĂ­ que me envĂ­an a la cĂĄrcel. De acuerdo. Voy a la cĂĄrcel. Pero ÂżquĂ© te ocurre a ti, huerfanita mĂ­a? Bueno, eres mĂĄs afortunada que yo. Pasas a depender del Departamento de Bienestar Social, lo cual me temo que no resulta demasiado prometedor. Una severa matrona, del tipo de la señorita Phalen, pero mĂĄs rĂ­gida aĂșn, y sin su aficiĂłn a la bebida, te quitarĂĄ el lĂĄpiz de labios y tus bonitos vestidos a la Ășltima moda. ÂĄSe acabĂł para ti el ir adonde quieras y cuando te plazca! No sĂ© si conoces las leyes relativas a los niños abandonados, incorregibles, delincuentes o que, por carecer de familia, tienen como tutor al Estado. Mientras yo me aferro a los barrotes, a ti, afortunada niña abandonada, te enviarĂĄn a cualquiera de los siguientes establecimientos penitenciarios, mĂĄs o menos iguales: el correccional de menores, el reformatorio, el centro de prisiĂłn preventiva de menores, a la espera de que el j...

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