El poder oculto de la amabilidad
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El poder oculto de la amabilidad

Lawrence Lovasik, Gloria Esteban Villar

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El poder oculto de la amabilidad

Lawrence Lovasik, Gloria Esteban Villar

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Aprender a ser amable no esconde secretos mágicos ni complicados. Solo exige prestar una mayor atención a las cosas que se hacen y a cómo se hacen. Este libro enseña a detectar los malos hábitos en el trato con los demás, a vencer la avaricia, la ira, el juicio negativo o la impaciencia. Todo ello exige un mínimo esfuerzo diario, practicando la caridad cristiana mediante pequeños detalles: aprender a hablar y a corregir con amabilidad, dar buen ejemplo, fomentar el buen humor, etc. Lawrence G. Lovasik (Pennsylvania, 1913-1986), hijo de padres eslovacos y el mayor de ocho hermanos, fue ordenado sacerdote en 1938. Tras completar sus estudios en Roma y desarrollar una labor misionera en zonas industriales de carbón y acero en Estados Unidos, fundó en 1955 la congregación de las Hermanas del Divino Espíritu. Dedicó la mayor parte de su vida a predicar retiros espirituales. Es autor de numerosos libros, donde ahonda de manera especial en la necesidad de la oración y la Eucaristía, y en el poder transformador de la gracia.

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Informazioni

Anno
2014
ISBN
9788432144028
Edizione
1
Argomento
Filosofía

PRIMERA PARTE

ADQUIERE UNA ACTITUD AMABLE

1. PRACTICA LOS FUNDAMENTOS DE LA AMABILIDAD

La medida del amor de Dios es darlo todo y afecta a las más hondas potencias del alma: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente»[1].
La medida del amor al prójimo es el amor a uno mismo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»[2].
Quizá estas cuatro breves palabras, como a ti mismo —que con demasiada frecuencia solemos pasar por alto—, susciten en ti ciertas dudas. Debes amar a los demás en la misma medida en que te amas a ti: como si el prójimo fueras tú. Este amor es espontáneamente amable.
Cuando eres amable, los demás ocupan tu lugar. El amor a ti mismo se transforma en generosidad.
En Dios, la amabilidad es el acto de la creación y el constante sostenimiento del mundo en la existencia. De la amabilidad divina brotan, como de un manantial, la fuerza y la bondad de toda la amabilidad creada.
Ser amable significa, además, acudir en auxilio de otros cuando necesitan ayuda, si está en tu mano prestársela. Esa es también la obra de los atributos de Dios con sus criaturas. Su omnipotencia está siempre supliendo nuestras escasas fuerzas. Su justicia corrige constantemente nuestros falsos juicios. Su misericordia es un continuo consuelo para las criaturas que sufren nuestra falta de amabilidad. Sus perfecciones acuden incesantemente en ayuda de nuestras imperfecciones. Eso es la Providencia Divina[3].
La amabilidad es nuestra imitación de la Divina Providencia. Para ser perfecta y permanente, debe imitar conscientemente a Dios. Si te modelas a imagen de Jesucristo, desaparecen la aspereza, el rencor y el sarcasmo. El verdadero intento de ser como Jesús es ya una fuente de dulzura en tu interior que se derrama con una gracia natural sobre todo lo que tocas.
Con todo el mundo estamos obligados a ser no solo amables, sino particularmente amables. No hay amabilidad si no es particular. Su atractivo reside en que es justa y oportuna, y se practica individualmente.
La amabilidad lo suaviza todo. Hace florecer las aptitudes vitales y las llena de su fragancia. Se parece a la gracia divina: confiere al hombre algo que ni la persona ni la naturaleza son capaces de ofrecer. Le da lo que necesita, o lo que —igual que el consuelo— solamente otra persona puede dar. Y el modo en que lo da es ya de por sí un regalo mucho mayor que lo que da.
El impulso secreto que hace actuar a la amabilidad es un instinto que constituye la parte más noble de ti. Se trata de la huella más innegable de la imagen de Dios que recibimos en el principio. La amabilidad nace del alma del hombre: es la nobleza del hombre, un ser más divino que humano.
LA AMABILIDAD SE ADELANTA A LAS NECESIDADES Y LOS DESEOS DE LOS DEMÁS
La solicitud te lleva a atender un deseo o a satisfacer una necesidad antes de que nadie te lo pida. No esperas a que el otro manifieste qué es lo que quiere: tú detectas qué necesita y satisfaces amablemente su muda petición.
Cuando respondes a una petición expresa del prójimo, puede que lo hagas porque no quieres parecer antipático, o porque te sientes incapaz de resistirte a su insistencia, o porque de ese modo confías en quitarte de encima cuanto antes un incordio. Pero, si de verdad eres solícito, el amor te inspira buenas ideas, te habla del deseo del prójimo y te urge a darle cumplimiento. Solo interviene el amor que hace realidad ese deseo. Por eso, la solicitud es un acto de caridad aún más hermoso que la simple disposición a servir al otro.
La solicitud te impide ser negligente en la caridad, ya que la pone en acción. Es una lucha constante por obrar el bien por iniciativa propia. Cuando —con mayor o menor renuencia— respondes a una petición, sigue existiendo el riesgo de que vuelvas a caer en la indiferencia.
La solicitud es una manifestación fascinante de la caridad. Hay algo divino en ella. La mayoría de los dones que Dios nos concede los recibimos sin haberlos pedido. Mucho antes de que el hombre cayera en el pecado, Dios tenía previsto llamarlo a compartir su felicidad eterna. Mucho antes de ser capaces de elevar nuestro corazón en oración, Él nos creó, nos redimió y nos santificó. Dice san Juan: «En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que recibiéramos por él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Queridísimos: si Dios nos ha amado así, también nosotros debemos amarnos unos a otros»[4]. La solicitud causa una felicidad mucho mayor que la mera disposición a servir. Un regalo que es el resultado de una petición expresa casi siempre pierde parte de su valor y, en consecuencia, parte del placer que es capaz de proporcionar; mientras que cualquier cosa llevada a cabo por una solicitud amorosa conserva íntegra su capacidad de hacer feliz al otro. Cuando el regalo está inspirado por un simple motivo de caridad, nunca deja de producir una enorme alegría y concede a quien lo entrega abundantes beneficios. Cuanto más puro es tu amor, más abundantes son sus beneficios naturales y sobrenaturales. Cuanto más das, más recibes.
Si eres una persona de buenos sentimientos, atraerás a los demás con tu delicadeza y atención a sus pequeñas necesidades, descubriendo sus menores deseos y renunciando constantemente a ti mismo, prestándoles pequeños servicios antes de que te lo pidan. En lugar de esperar a que el otro manifieste qué desea, satisface su mudo deseo. Mantén los ojos abiertos para descubrir qué es lo que necesita; procura quitar los obstáculos en su camino; ocupa tus manos en sorprenderle agradablemente; permanece dispuesto a servir a los demás o a hacerles algún recado sin aguardar a que te lo pidan.
Esto es lo que significa ser solícito. Esta es la verdadera amabilidad que imita el amor solícito de Dios.
LA AMABILIDAD CONTRARRESTA LA INFELICIDAD DEL PECADO
Dios quiere que todos los hombres sean felices: nos ha creado para manifestar su bondad y para que algún día compartamos con Él su dicha en el cielo. Dios te ha dado la capacidad de ser feliz, y la amabilidad es buena parte de esa capacidad.
Siendo amables hacemos la vida más llevadera. Hay muchos a quienes la vida les pesa como una carga. A algunos les resulta casi insoportable. Pero para el hombre virtuoso lo único que hace la vida insoportable es el pecado.
Nos hacemos más desdichados a nosotros mismos de lo que nos hacen los demás. Gran parte de esa infelicidad autoinfligida nace de ver nuestro sentido de la justicia constantemente herido por las circunstancias de la vida. La amabilidad también se presta a remediar ese mal, porque es la afabilidad de la justicia. Cualquier gesto amable sirve para restablecer el equilibrio entre el bien y el mal.
LA AMABILIDAD INFLUYE PODEROSAMENTE EN LOS DEMÁS
La amabilidad devuelve constantemente a Dios a las almas extraviadas, abriendo corazones que parecían obstinadamente cerrados. «La amabilidad ha convertido más pecadores que el celo, la elocuencia o la sabiduría; y, de estas tres cosas, ninguna ha convertido a nadie si no ha sido con amabilidad»[5].
Muchas veces nuestro propio arrepentimiento empieza por o a través de actos de amabilidad; y puede que casi todos los arrepentimientos comiencen cuando los hombres se conmueven ante una muestra de amabilidad que se sienten indignos de merecer.
Siendo amable alientas los esfuerzos de otros en su búsqueda del bien. Todos necesitamos aliento y la mayoría debemos elogiar: la amabilidad reúne todas las virtudes del elogio y ninguno de sus vicios. El elogio que recibes tiene un precio, y ese precio eres tú, porque probablemente alimentará tu orgullo. Pero la amabilidad no te pone precio y, al mismo tiempo, enriquece a quienes se muestran amables contigo. Ser amable es la actitud más elegante que puedes adoptar ante otro, porque el elogio conlleva cierto grado de condescendencia. La amabilidad es la única clase de elogio verdadero, siempre y en todo.
Hay pocas cosas que se resistan tanto a la gracia como el desaliento. Muchos planes que perseguían la gloria de Dios han fracasado por falta de una mirada que infundiera ilusión, o del estímulo de unos ojos o unas palabras amables. Quizá no prestas al hermano la ayuda que necesita porque estás ocupado en tus cosas y nunca te fijas en las suyas, o porque la envidia te lleva a mirarlo con frialdad y a criticarle[6].
Un detalle, una palabra amables o el simple tono de voz son suficientes para manifestar tu comprensión hacia el pobre corazón que sufre, y hace falta un solo instante para que todo se pase. El alma abatida recibe aliento para emprender con valentía aquello que estaba a punto de abandonar a causa del desánimo. Ese aliento puede ser el primer eslabón de una nueva cadena que, una vez concluida, obtenga la perseverancia final.
UN POCO DE AMABILIDAD RINDE MUCHO
La cantidad de amabilidad no guarda proporción con sus efectos. Las personas no suelen fijarse en tu esfuerzo por hacer algo por ellas. Solo perciben tu amabilidad. Lo que importa no es lo que haces, sino cómo lo haces.
La acción amable más nimia vale más que la peor acción. Una amabilidad insignificante es capaz de levantar mucho peso. Llega muy lejos y viaja velozmente. Y una acción amable dura mucho tiempo. Hacerla es solo el principio. Es difícil que los años logren enterrar la dulzura de un gesto amable.
Cuantos más intentos haces por corresponder a alguien amable, más le...

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