Caos y orden
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Caos y orden

Antonio Escohotado

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Una conciencia ampliada de la complejidadAunque el concepto de orden sea ambiguo, las grandes perplejidades surgieron hace poco, cuando la comprensión del mun­do empezó a desvincularlo de uniformidad y equilibrio. No identificado ya con lo simple y permanente, sino con "lo múltiple, temporal y complejo", el orden experimenta por todas partes el embate de la incertidumbre, que ahora ya no se reduce al punto de vista del observador y contagia de raíz a lo observado. El determinismo dice que las mismas causas producen los mismos efectos, siguiendo todo sistema la pauta de sus condiciones iniciales, y siendo por eso calculable o adivinable. Pero tropezamos a cada paso con sistemas "sensibles" a esas condiciones iniciales, que responden a microcambios con macrocambios, y presentan la necesidad como resultado de aleatoriedades. Es imprescindible considerar la modificación cualitativa, sistemáticamente desplazada hasta ahora por la cuantitativa, y al empezar a intentarlo topamos con un determinismo mucho menos abstracto —no el de será sino el de ha sido—, ligado al carácter irreversible de los procesos.

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Informazioni

Anno
2017
ISBN
9788494862243
Prólogo
La edición actual añade a la primera dos textos1 y esta introducción, que intenta corresponder con algo de distancia estética a una curiosidad del lector no extinguida del todo durante diez años, mientras íbamos pasando entre otras cosas de la exuberancia a la recesión.
Al mirarlo de lejos, veo que aproveché las relaciones entre incertidumbre y complejidad para analizar un enjambre de creencias y métodos. Incertidumbre y complejidad son cosas palmariamente distintas, pero —como veremos en detalle— el hecho de que los procesos complejos fuesen impredecibles acabó convirtiéndolos en símbolos de desorden. Semejante atropello a la lógica fue creciendo hasta el último tercio del siglo pasado, cuando la llamada ciencia o teoría del caos mostró que las cosas no idealizadas van haciéndose a sí mismas, mediante procesos de autoorganización inseparables del desequilibrio. Hetero-organización y equilibrio, por su parte, son lo acorde con una deidad concebida como omnipotente, fuente última de legitimación para que sus albaceas terrenales prefieran el voluntarismo al realismo.
Al captar órdenes de grano fino, y precisamente en terrenos etiquetados como caóticos, el pensamiento cuestiona el monopolio del grano grueso con un concepto preciso —el de totalidad concreta o estructura endógena2— y dos corolarios. Primero, que sólo sensores toscos (por ejemplo, sin la potencia de la computación requerida para describir fielmente tales o cuales procesos) abonan la fe en una materia gobernada desde fuera por la forma, en vez de originalmente «informada». Segundo, que confundir orden y mandato prolonga el principio del tercero excluso, imponiendo categorías maniqueas o sólo binarias cuando los sistemas ofrecen reacciones no tanto dualistas como analógicas. En vez de ceñirse a esto o lo otro, deparan constantemente esto, lo otro o lo demás.
Ensayar un tipo analítico-analógico de investigación hizo que ya antes de poner punto final a este libro empezase a reunir datos para un estudio más detenido, centrado en entrelazamientos culturales de voluntad e inteligencia, religión y política. Eso es Los enemigos del comercio, cuyo primer volumen apareció hace unos meses, donde intento exponer el contraste entre los mundos eventualmente autoconstruidos y sus versiones a priori. Inmerso en la tarea de terminar el segundo volumen, me alivia ver que lo expuesto aquí hace diez años sobre manejo del riesgo e ingeniería financiera describe con bastante aproximación del origen de la actual crisis3.
También siento cada vez más bochorno viendo que Prigogine y Mandelbrot siguen ausentes en los planes de enseñanza secundaria y universitaria. Pero enseñar geometría fractal, que es evidentemente la empleada por la naturaleza, o matizar el principio de entropía con la diferencia entre sistemas abiertos y cerrados, pide algo más que la diligencia de informarse. Hace falta igualmente renunciar al sentimiento gremial de que cada disciplina es autónoma, y sólo está pendiente de pequeños detalles para ofrecer una explicación definitiva de su objeto.
Siendo uno más entre tantos funcionarios dedicados a la dolencia, permítanme recordar el rasgo más recurrente en nuestras fases de estancamiento creativo. Preferimos entonces ignorar que lo verdadero llega siempre después, como fruto de un hacerse donde colaboran infinitos actores, y merced al perpetuo adelanto de la práctica sobre la teoría que es la objetividad en cuanto tal.
  1. Las fuentes del orden
Todo nuestro razonamiento se reduce a ceder al sentimiento.
B. Pascal
Los diccionarios definen algunas palabras con una línea, mientras otras les exigen varias columnas de acepciones. Un caso eminente de esto segundo es la voz «orden», importada del latín ordo, cuyo sentido arcaico parece ser fila o hilera (concretamente de los granos que forman la espiga del trigo). Poco tardó en aplicarse a filas de legionarios, y desde entonces su significado fluctúa del retrato a la norma. Es ubicación o lugar —tanto en el espacio como en el tiempo— de cualesquiera elementos, y es también regla, mandato.
Aunque el concepto de orden sea ambiguo, las grandes perplejidades surgieron hace poco, cuando la comprensión del mundo empezó a desvincularlo de uniformidad y equilibrio. No identificado ya con lo simple y permanente, sino con «lo múltiple, temporal y complejo»4, el orden experimenta por todas partes el embate de la incertidumbre, que ahora ya no se reduce al punto de vista del observador y contagia de raíz a lo observado. El determinismo dice que las mismas causas producen los mismos efectos, siguiendo todo sistema la pauta de sus condiciones iniciales, y siendo por eso calculable o adivinable. Pero tropezamos a cada paso con sistemas «sensibles» a esas condiciones iniciales, que responden a microcambios con macrocambios, y presentan la necesidad como resultado de aleatoriedades. Es imprescindible considerar la modificación cualitativa, sistemáticamente desplazada hasta ahora por la cuantitativa, y al empezar a intentarlo topamos con un determinismo mucho menos abstracto —no el de será sino el de ha sido—, ligado al carácter irreversible de los procesos.
Hechos a una civilización-fábrica, a su vez instalada dentro de un universo-reloj, el propio progreso tecnológico empuja a un escenario de perfiles todavía borrosos aunque muy distinto, donde las representaciones del orden deben adaptarse a una situación de pluralidad e inestabilidad, no por ello menos eficaz para inventar pautas organizativas y asociativas. A diferencia de nuestros ascendientes, ya no nos es posible separar lo ordenado de lo caótico, ni poner en duda que la innovación es ante todo fruto de una realidad en desequilibrio, gracias a la cual el azar irrumpe creativamente5. De ahí que ahora interpretemos el desequilibrio como un estado de apertura, y la disipación como una fuente estructurante; nuestros aviones amplifican la turbulencia para avanzar más deprisa, nuestros ordenadores trazan cartografías impensables antes de permitir el salto a una computación muy veloz y barata, y por doquier todo resulta simplemente probable, nada seguro. Tras ser pensado por Newton como sensorio divino (sensorium Dei), en el tiempo vuelve a verse una «medida del movimiento»6, a la manera aristotélica, imponiendo una presencia simultánea de aleatoriedad y necesidad en cada acción.
Esquemáticamente, los sistemas abiertos intercambian energía y materia con su medio mediante subsistemas que fluctúan sin pausa hasta acercarse a puntos críticos de inestabilidad (o «bifurcación»), donde la estructura previa no puede conservarse y salta a un nivel inferior o superior de orden. Diseñado o...

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