1. El sacrificio en la tradición
védica y en la tradición
judeo cristiana
Rivalidad mimética y sacrificio en los Bráhmanas
Tras algunas vacilaciones, a finales de siglo XIX y al principio del siglo XX, la antropología se orientó resueltamente hacia el estudio de las culturas particulares. Los investigadores tomaban muy en serio las diferencias entre estas culturas sin renunciar todavía a las grandes cuestiones teóricas que presuponían la unidad del hombre. Se creía que más allá de los cultos arcaicos, diferentes los unos de los otros, había un enigma de lo religioso en tanto que tal, del cual la solución no tardaría en llegar.
Todo el mundo estaba más o menos de acuerdo en ver en los sacrificios sangrientos el corazón de este enigma. Más allá de los ensayos prudentemente descriptivos, tal como el Essai sur la nature et la fonction de sacrifice1 de Hubert Mauss, los investigadores ambiciosos soñaban con elaborar una teoría definitiva que explicara por fin por qué, en las culturas más diversas, a excepción de la cristiana y del mundo moderno que surgió de ella, los hombres siempre han inmolado víctimas a sus divinidades.
Después de un siglo de intentos abortados, a mediados del siglo XX los antropólogos terminaron por preguntarse, legítimamente, si su fracaso no tenía un postulado implícito detrás de todos sus esfuerzos: la unidad de lo religioso, que presupone la de toda la cultura humana. Se preguntaron entonces si la antropología debía ser la víctima del «etnocentrismo occidental».
Nada más loable que la desconfianza hacia la mirada etnocéntrica. ¿Cómo no iba a amenazarnos si todos los conceptos de la antropología moderna vienen de Occidente, incluso la noción misma de etnocentrismo que siempre es esgrimida por Occidente mismo contra sí mismo exclusivamente?
La desconfianza de la mirada etnocéntrica es más que legítima, es indispensable, pero además es necesario que no se convierta en la maza prehistórica que ha hecho de ella el falso progresismo y el falso radicalismo de la segunda mitad del siglo XX. La noción de etnocentrismo se puso entonces al servicio de un anti-intelectualismo mal disimulado, que reduce al silencio las curiosidades antropológicas más legítimas. Durante algunos años la fiebre de la «deconstrucción» y de la demolición supuso en la investigación una excitación intensa, que hoy día ha sucumbido a causa de su propio éxito.
No son las ambiciones excesivas las que nos amenazan, no obstante, sino la burocratización y el provincialismo de una investigación cada vez más limitada a lo local y a lo particular. Una vez desacreditadas las grandes cuestiones, a falta de excitante intelectual, la antropología languidece. Muy dinámica todavía en la época de Durkheim y del primer Lévi-Strauss, esta disciplina tiene tendencia a hundirse hoy en una rutina universitaria bastante decepcionante.
Si por lo menos se hubiera demostrado que las famosas «diferencias» son las únicas reales, de tal modo que prevalecieran de manera decisiva sobre las semejanzas y las identidades, haríamos bien en resignarnos. Pero el nihilismo dogmático del último cuarto de siglo no es más que una consigna perteneciente al orden vanguardista, el doble de un flagrante absurdo lógico. La puesta en marcha de la investigación descansa sobre la intimidación «post-colonialista» y no puede durar para siempre.
No, el sacrificio no puede definirse en primera instancia como un «discurso». No, el análisis saussuriano no puede ajustar sus cuentas con lo religioso. Una ciencia en sus comienzos se mofa del sentido común a expensas de riesgos y peligros. Es necesario volver al realismo modesto de las disciplinas balbucientes.
Es necesario reanimar la curiosidad que es el verdadero motor de la antropología, cada vez más intimidada por el esnobismo de la nada. Somos la primera gran civilización que se ha desembarazado completamente de los sacrificios. La intensa curiosidad que nos inspira esta institución es inseparable de nuestra singularidad sobre este asunto. No está por lo tanto descalificada para ello.
La antropología antigua planteaba las preguntas adecuadas. Si no llegaron las respuestas pertinentes, no es forzosamente porque no existan, sino más bien porque no se va a buscarlas donde se encuentran. Lejos de agotar las posibilidades de cuestionamiento, la antropología, en sus investigaciones sobre el sacrificio, ha escamoteado siempre el dato más evidentemente pertinente, la violencia.
Existe una prohibición muy antigua y muy poderosa contra la violencia religiosa. Lejos de liberarnos de ella, la vanguardia exasperada no hace más que reforzarla acusando de forzosamente tendencioso, «reaccionario», al rechazo de escamotear la violencia de lo religioso arcaico. Se condena toda exploración realista como un esfuerzo para denigrar las culturas arcaicas, que, en realidad, ya no existen desde hace largo tiempo.
Para combatir la prohibición de la cual es objeto la violencia religiosa es necesario empezar por localizarla bien. Para este cometido, lo mejor es atenerse, en primer lugar, al filósofo que, precisamente porque ha defendido vigorosamente esta prohibición, ha estado obligado a formularla explícitamente, con el riesgo de debilitarla. Toda prohibición demasiado explicíta resulta, por eso mismo, amenazada.
Platón condena todas las representaciones literarias de la violencia religiosa. Excluye de su ciudad perfecta a los artistas que hacen una exposición, según él, obscena, escandalosa, de esta violencia, a saber, Homero y los poetas trágicos. ¿Qué es lo que teme el filósofo? Simplemente, una descomposición de lo religioso susceptible de extenderse al conjunto de la sociedad.
Si examinamos las religiones arcaicas atentamente, se percibe que, lejos de ser una innovación platónica, la preocupación por disimular o de minimizar la violencia está ya allí en el seno mismo de los sacrificios rituales. Forma parte de lo religioso mismo. El sacrificio védico, por ejemplo, se esfuerza en minimizar su propia violencia. Los ritos se organizan de manera que hagan visible lo menos posible el asesinato de la víctima.
La India védica no posee templos y, antes de hacer un sacrificio, se trazaban los límites de un área oficialmente consagrada a este pero era en las afueras de estos límites en los que se hacía la inmolación y, para disimular mejor el acto, para evitar el espectáculo de la sangre vertida, en lugar de cortar la yugular de la víctima, como se había hecho al principio, se la quemaba a hurtadillas.
Esta actitud ambigua es frecuente. Muchos de los sistemas sacrificiales se esfuerzan por minimizar su propia violencia, por excusarla, a veces incluso piden perdón a las víctimas antes de inmolarlas. En su famoso Essai sur les sacrifices2 Joseph de Maistre insiste sobre esas maniobras demasiado teatrales, me parece, para significar verdaderamente aquello que pretenden significar.
Comportándose como lo hacen, los sacrificadores escrupulosos llaman sistemáticamente la atención sobre aquello que pretenden disimular, su propia violencia. Sugieren la verdadera naturaleza del sacrificio, que no es nunca, en el fondo, más que una especie de asesinato. No se trata tanto de renunciar a la violencia —el sacrificio no renuncia mucho a ella—, como de subrayar su poder de transgresión. El sacrificio es simultáneamente un asesinato y una acción muy santa. El sacrificio está dividido contra sí mismo3.
Sin duda no es por azar por lo que, en la India védica una vez más, los sacrificios realmente violentos se dispensan de toda comedia de no violencia. El gran sacrificio del caballo, por ejemplo, comporta, en principio, entre otras víctimas, la inmolación de un ser humano. No hay ninguna razón seria para dudar de su realidad. Este sacrificio humano, de todas maneras, es mencionado incidentalmente, como si no se tratase de nada. Las comedias no violentas se desencadenan, en cambio, en los ritos extraños a toda violencia real, por ejemplo el del soma.
El sacrificio del soma
El soma es una planta que crece en estado salvaje en las laderas del Himalaya. Los sacrificadores extraían un brebaje calificado de divino en razón, probablemente, de sus propiedades alucinógenas. No hay certeza sobre este punto porque no sabe muy bien cuál es la identidad de la planta que se disimula detrás del término soma. Todo lo que se sabe es que el consumo del brebaje que se extraía de él formaba parte de los ritos sacrificiales.
Para obtener la bebida, se exprimían con unas piedras los tallos frescos recién cortados. Esta operación era en sí misma un rito sacrificial importante pues estaba asimilada al asesinato más censurable, el de un brahmán, un miembro de la casta más elevada, a la cual pertenecen igualmente dioses como Soma.
En cuanto a ...