Integrismo e intolerancia en la Iglesia
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Integrismo e intolerancia en la Iglesia

Juan María Laboa

  1. 304 pagine
  2. Spanish
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Integrismo e intolerancia en la Iglesia

Juan María Laboa

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¿Cómo reacciona la Iglesia ante una sociedad plural, libre, no sometida a sus mandatos, y ante una comunidad creyente más autónoma y más consciente de la libertad de conciencia y de sus derechos dentro de la Iglesia? ¿Cómo debe actuar sin renunciar a sus aspiraciones de universalidad?El integrismo, cuando no ha sido controlado, ha sido y sigue siendo una actitud bastante espontánea en la sociedad creyente, pero que puede resultar inquietante y deletérea para la vida comunitaria, empobrecedora, disgregadora de la comunión eclesiástica. En estos dos últimos siglos, no pocos obispos, sacerdotes y laicos integristas han debilitado la convivencia gravemente. Históricamente, la mayoría de los cismas eclesiales se deben a los integristas y, aunque parezca lo contrario, no tanto a los progresistas; aunque no cabe duda de que la intolerancia puede darse con la misma intensidad en un lado y en otro...En este libro, el sacerdote e historiador Juan María Laboa presenta cómo se ha vivido históricamente el pluralismo sin dañar la comunión. La secularización y el pluralismo han marcado de manera relevante la situación religiosa actual, y este reto afecta también a la identidad cristiana y a la convivencia dentro de la Iglesia. Estudiar y reflexionar sobre el integrismo ayuda a comprender mejor el ayer, el posconcilio y la situación actual.

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Informazioni

Anno
2021
ISBN
9788428835114
1

EL FUNDAMENTALISMO EN LA HISTORIA DEL CRISTIANISMO

El fundamentalismo o integrismo ha constituido una tentación muy frecuente tanto en la historia del cristianismo como en la de las otras religiones. Una tentación en abierta contradicción con la exigencia evangélica de amar a todos los seres humanos, porque todos somos hijos del mismo Padre, y con el convencimiento de que el acto de fe es necesariamente un acto libre, fruto de la generosidad divina. De hecho, los cristianos han caído en ella con frecuencia, con palabras y obras, con consecuencias siempre nefastas para la convivencia entre los creyentes y para la interioridad del acto de fe.
Se podría describir el fundamentalismo como una inclinación hacia la pureza de los orígenes y hacia la demarcación nítida de los límites institucionales, junto al recelo, cuando no el rechazo, del mundo y de la cultura exteriores, considerados siempre como peligrosos y pecaminosos; con tendencia a la actitud milenarista y a la exigencia de aceptación y cumplimiento en su literalidad de la Escritura, en busca de una objetividad obsesiva que avala la verdad revelada e infalible, mientras acepta solo la tradición garantizada por la interpretación de la autoridad legítima y competente. Esa autoridad, sin embargo, parece que no puede dar una nueva explicación a las interpretaciones de las tradiciones que han ido surgiendo en distintos momentos de la historia.
El filósofo francés Maurice Blondel escribió en 1910, durante la crisis modernista, una descripción aguda tanto del síntoma como del diagnóstico de este mal. Para él, al cristianismo abierto le pertenece «la conciencia del entrecruzamiento de toda la realidad histórica y la necesidad de introducirse en su interior mediante una acción de atrevida solidaridad, para experimentar la realidad histórica en su dinamismo terreno». Frente a esta actitud, Blondel considera que la mentalidad integrista piensa que «se puede agotar la realidad en conceptos abstractos, fijos e inalterables, de modo que basta con actuar teniendo ante los ojos ideas rectas para, de ese modo, mover rectamente el mundo».
Desde otro punto de vista, el cristianismo más abierto considera que «también naturaleza y gracia están entreveradas. Y que hay caminos en Dios que van también de abajo arriba y que conducen a los hombres de buena voluntad, aunque se hallen fuera de la Iglesia». En cambio, para el integrismo, «la revelación es primariamente un sistema de conceptos doctrinales que, por definición, no pueden ser hallados de antemano en ninguna parte del mundo de los hombres. De ahí que solo pueda ser ofrecida a los fieles, para su aceptación pasiva, por una autoridad eclesiástica puramente descendente».
De este punto de arranque del integrismo, Blondel concluye que en una sociedad regida por el integrismo podemos encontrar, por un lado, la regresión del mensaje cristiano, que es ley de amor que libera al alma, a mera ley del temor y de la coacción; por otro, una sacralización del poder capaz de identificar a quienes ostentan tal poder con la verdad revelada, a fin de conseguir una teocracia de corte puramente humano, y, finalmente, la convicción de vivir en perpetuo estado de sitio, situación que exige una disciplina de guerra, obediencia ciega y supresión de los considerados poco dóciles o demasiado autónomos.
En la historia del cristianismo han estado permanentemente presentes estas dos psicologías, estas dos concepciones, que han marcado la historia de las personas y la historia de las instituciones, en función, también, de las circunstancias históricas y del marco político-social en el que se encontraba el cristianismo de cada época.
Teniendo en cuenta estas consideraciones y las reflexiones que vayan produciéndose a lo largo de este planteamiento, podemos recorrer de manera somera algunas manifestaciones que a lo largo de los siglos han señalado y reforzado esta mentalidad dentro del cristianismo.
Infancia del cristianismo
Podríamos partir de la parábola de Jesús en la que el protagonista envía a sus criados a las calles, caminos y plazas para invitar a los que pasan por ellos al banquete por él organizado. Se trata de una invitación universal, generalizada, de acuerdo con el mandato posterior del Señor: «Id a todos los pueblos y bautizadlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Esta invitación universal chocará, en un primer momento, con la mentalidad de los judeocristianos, que pretendieron mantener, en la nueva situación creada por la aceptación de la doctrina de Jesús, las leyes propias del Antiguo Testamento en toda su literalidad, actitud que provocó el inmediato rechazo de Pablo, quien, habiendo comprendido la novedad del cristianismo, predicó una religión que no se limitaba a un pueblo ni a una cultura, sino que estaba destinada al conjunto de los pueblos y de las civilizaciones.
Los temas más conflictivos fueron los de la exigencia de la circuncisión para los nuevos cristianos y el mantenimiento de las prescripciones sobre los alimentos «puros» e «impuros». Bien pronto se instalaron en Jerusalén tres grupos fuertemente divergentes –no solo en relación con las prácticas y los ritos– que se enfrentaron entre sí con gran determinación: los agrupados alrededor de Santiago, «el hermano del Señor»; el grupo que se identificaba con la teología y el espíritu del cuarto evangelio, y los helenistas. Pablo consiguió finalmente que sus ideas doctrinales y morales fueran aceptadas por el naciente cristianismo, pero no se puede olvidar el ardor de los judíos en la defensa de sus ideas y las dificultades que la actitud de los judeocristianos causó en estos primeros tiempos.
Durante tres siglos, los cristianos vivieron en minoría y en debilidad. Respetaban a las autoridades estatales, pero, al mismo tiempo, mantenían con valentía su identidad. Cuando las persecuciones arreciaban contra los cristianos, estos reaccionaron con generosidad y espíritu de cuerpo. Consideraron como un pecado grave los sacrificios a los dioses paganos, pero en general fueron bastante comprensivos con los «lapsos», aquellos que habían sucumbido por miedo al sufrimiento y al martirio. No buscaron la persecución, pero, si eran apresados, se mostraban valientes, y la mayoría confesaba su fe con gallardía. Sin embargo, unos cuantos provocaron a las autoridades y no cejaron en su empeño hasta ser ejecutados. Nunca la Iglesia aprobó esta actitud exhibicionista de algunos fieles y la condenó abiertamente. Un fenómeno parecido tuvo lugar siglos más tarde en Córdoba, capital del califato árabe hispano. También la Iglesia mozárabe prohibió a sus fieles buscar el martirio. Había que dar testimonio de su fe, pero no exhibirla con el fin de ser martirizados.
El tema de la misericordia y la compasión frente a la rigidez y la postura de exigencia radical apareció también en la historia de la evolución de la penitencia. Frente a quienes no admitían un perdón posterior al bautismo, va desarrollándose la idea del sacramento de la penitencia, que puede repetirse en algunas circunstancias. Frente a quienes no admitían que los «lapsos» fueran readmitidos en la comunidad de los fieles, la Iglesia consideró que su debilidad no podía ser castigada de manera definitiva, sino que la penitencia podía dar paso a una nueva readmisión.
A medida que el número de cristianos aumentaba, resultó más difícil la convivencia con los paganos. Todos tuvieron sus culpas, pero no cabe duda de que la tendencia de los cristianos se encaminaba a lo que más tarde se llamará el Estado confesional. Ya el sínodo de Elvira, a principios del siglo IV, animaba a sus fieles a desembarazarse de los ídolos que mancillaban sus tierras. A mediados de siglo, los obispos comenzaron a destruir templos con el fin de levantar iglesias en su lugar, y algo más tarde obispos y monjes, amparados en la protección de las autoridades, rivalizaron en ardor destructor de estatuas y templos paganos. Existía un verdadero ritual que pretendía purificar el lugar de toda presencia demoníaca antes de levantar un templo.
Estos cristianos, pues, manifestaban para con los paganos la misma intolerancia que antes habían sufrido ellos, y los medios utilizados fueron parecidos. No admitían otra cultura, ni otro culto, ni otra religión más que el cristianismo. Por otra parte, en esta antigüedad tardía se multiplicó la consideración de los daimones, los espíritus malignos capaces de apropiarse del espíritu humano. El demonio se convirtió en el dominador de personas, instituciones y tiempos, en tema recurrente en sermones y conversaciones, en motivo de castigos. Los poseídos por el espíritu del mal podían ser condenados y ajusticiados. El demonio y el infierno constituyen todavía en nuestros días un elemento antropológico y teológico complicado y, en cualquier caso, que no puede ser tratado en estas consideraciones, pero no cabe duda de que constituyó una herramienta inestimable para el temperamento fundamentalista, al contar con un instrumento de terror y castigo a favor de sus tesis. Durante siglos, el demonio y el infierno han constituido en la formación y adoctrinamiento cristianos la contraposición y, a menudo, el argumento que sustituía al amor y a la comprensión de Dios.
El Imperio cristiano
Esta intolerancia encontró, algo más tarde, amparo en una frase de san Agustín que ha influido a lo largo de los siglos: Compelle intrare, interpretada generalmente como legitimación del derecho a perseguir las herejías, obligando a sus mantenedores a entrar en la Iglesia, haciendo todos los esfuerzos necesarios para salvarlos. Esta interpretación se utilizará después para justificar la coerción respecto a los herejes.
En el año 385, en Tréveris, fue ejecutado Prisciliano, obispo hispano de Ávila, acusado de herejía por algunos compañeros obispos. Se trató de la primera ejecución realizada por el poder político por motivos religiosos en una sociedad ya mayoritariamente cristiana. Algunos obispos de Galia, como san Martín de Tours, y de Italia protestaron escandalizados, pero el paso estaba dado y sentó precedente. No han faltado a lo largo de los siglos ejemplos semejantes. Recordemos el caso del sacerdote Juan Hus, héroe del pueblo checo, quien fue quemado por el Concilio de Constanza, a pesar de haberse presentado ante la asamblea con salvoconducto imperial.
Naturalmente, llegados a esta situación, tenemos que preguntarnos qué es la ortodoxia. «Lo que siempre, lo que en todas partes, lo que por todos ha sido creído», contestó Vicente de Lerins. En los primeros siglos resultaba más sencillo detectar qué se encontraba fuera del depósito de la fe. Desde Nicea, la parte de los teólogos, de la especulación y de la reflexión resultó más determinante, pero, por el mismo motivo, resultó más fácil equivocarse, más fácil el subjetivismo, y se hizo más necesaria una última autoridad capaz de decir la última palabra. Todo el problema, ya desde el principio, consistió en saber en qué consistía decir la última palabra, en qué condiciones debía darla, qué consecuencias sufriría quien se había equivocado.
Por otra parte, esta clarificación doctrinal no comportaba la uniformidad de ritos y, con frecuencia, de tradiciones. Resultaba más necesaria que nunca la aparición y confrontación de ideas y de líneas diversas de pensamiento a favor de una mayor y mejor clarificación. Pero no siempre ha sido así. Quien ha tenido la última palabra, con frecuencia, ha desdeñado y condenado otras formas de pensar, dando lugar a un pensamiento único, a menudo empobrecedor.
La Edad Media
Durante la Edad Media, la tolerancia no constituía, ciertamente, una virtud preponderante en la sociedad, consecuencia, también, de la mezcla y confusión existente entre el elemento religioso y el político. La cristiandad no admitía heterodoxos, ni indiferentes, ni conversiones a otras religiones. Carlomagno constituye un ejemplo relevante de esta actitud. Su conquista de diversos pueblos del norte de Europa llevó aparejada la obligada conversión al cristianismo, a menudo con métodos violentos que no daban opción a otras alternativas. Siglos más tarde, en España, la expulsión de los judíos y de los musulmanes demostró el rechazo y la dificultad social y religiosa de admitir ciudadanos con distintas creencias en un mismo Estado. Es bien conocida en Europa la persecución de los judíos, su libertad vigilada, las limitaciones impuestas a su vida en las sociedades cristianas. Todos buscaban las conversiones de quienes eran diferentes, sin tener en cuenta la dramática coacción a la que se les sometía. A menudo, sin embargo, estas conversiones coaccionadas dieron lugar a procesos inquisitoriales contra quienes vivían aparentemente como cristianos, pero mantenían en la intimidad de sus casas los usos y co...

Indice dei contenuti

  1. Portadilla
  2. Prólogo
  3. 1. El fundamentalismo en la historia del cristianismo
  4. 2. Integrismo y religiosidad en la España contemporánea
  5. 3. Tiempos de conflictos
  6. 4. Integrismo político
  7. 5. Consecuencias de una actitud
  8. 6. El modernismo en España
  9. 7. Paz, amor e intolerancia
  10. 8. Reflexión final sobre la intolerancia y los fundamentalismos
  11. Notas
  12. Contenido
  13. Créditos
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APA 6 Citation

Laboa, J. M. (2021). Integrismo e intolerancia en la Iglesia ([edition unavailable]). PPC Editorial. Retrieved from https://www.perlego.com/book/2427204/integrismo-e-intolerancia-en-la-iglesia-pdf (Original work published 2021)

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Laboa, Juan María. (2021) 2021. Integrismo e Intolerancia En La Iglesia. [Edition unavailable]. PPC Editorial. https://www.perlego.com/book/2427204/integrismo-e-intolerancia-en-la-iglesia-pdf.

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Laboa, J. M. (2021) Integrismo e intolerancia en la Iglesia. [edition unavailable]. PPC Editorial. Available at: https://www.perlego.com/book/2427204/integrismo-e-intolerancia-en-la-iglesia-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Laboa, Juan María. Integrismo e Intolerancia En La Iglesia. [edition unavailable]. PPC Editorial, 2021. Web. 15 Oct. 2022.