Silencio administrativo
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Silencio administrativo

La pobreza en el laberinto burocrático

Sara Mesa

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  1. 120 pagine
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Silencio administrativo

La pobreza en el laberinto burocrático

Sara Mesa

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La bestial y desgarradora historia de una mujer sin techo. Un texto lúcido, contundente y revelador que incita a la reflexión y a la lucha por los derechos humanos más básicos.

Esta es una historia real. La de una mujer sin hogar, discapacitada y enferma que trata de solicitar la renta mínima a la que tiene derecho según los optimistas mensajes de la administración y los medios. Pero el laberinto burocrático que debe recorrer para ello, los escollos y trabas con que tropieza y la crueldad de un sistema que exige más a quien menos tiene desembocan en la desesperación. Mientras tanto, los ciudadanos se quedan con la impresión contraria: hay montones de prestaciones y ayudas para los más pobres. «Privilegiados.» «Caraduras.» «Vagos.» Los prejuicios se acumulan. Este es uno de los comienzos de la aporofobia: el odio al pobre.

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Informazioni

Anno
2019
ISBN
9788433943606

1. El mismo

número de pie

La primera vez que la ve le llama la atención de inmediato, por su fragilidad y su desamparo. No es una mujer completamente ciega, pero lleva bastón y unas gruesas gafas. Está sentada en el suelo con las piernas encogidas, bajo el alero del edificio de un banco, ocupando el mínimo espacio posible para protegerse de la lluvia. En un cartón, al lado, ha escrito que es una «mujer sin recursos». Pide «trabajo y comida».
Beatriz pasa a su lado, la mira de reojo, la olvida un minuto después.
Pero a partir de entonces, cada mañana de camino al trabajo, va a verla siempre allí, justo en el mismo sitio, y ya no le va a ser tan fácil olvidarla.
La observa con discreción y con vergüenza. Nunca le da dinero porque está en contra de la caridad. Beatriz piensa que la caridad no sirve para combatir la injusticia, que a veces es justo lo contrario: los parches y el lavado de conciencia contribuyen al sostenimiento de la pobreza.
Pero siente una extraña incomodidad.
Una incomodidad que se parece mucho a la culpa.
Se pregunta cómo una mujer tan vulnerable puede estar mendigando bajo el frío y la lluvia de ese invierno, que está siendo particularmente crudo.
En vez de acostumbrarse a su presencia, verla allí a diario es lo que hace que no pueda seguir mirando hacia otro lado.
Le persigue la imagen de sus zapatillas: de lona, muy viejas, sucias, totalmente inadecuadas para el frío.
Una mañana se acerca y le pregunta qué número de pie tiene.
La mujer levanta la vista, trata de enfocarla con esfuerzo. Un 39, responde. Es una suerte: Beatriz también tiene un 39.
Al día siguiente le lleva unas botas de cordones, sólidas, de piel, unas botas de las que Beatriz puede prescindir fácilmente porque tiene calzado de sobra. La mujer se las pone enseguida, tras darle las gracias.
Así es como Beatriz empieza a hablar con Carmen. Gracias a que las dos tienen el mismo número de pie.
El diálogo se mantiene en posiciones diferentes: Carmen sentada en el suelo, levantando la cabeza; Beatriz de pie, o acuclillada, tratando de ponerse a su altura.
Esto es incómodo, no solo físicamente. La conversación se mantiene a trompicones y Beatriz no puede evitar sentir que se entremete en la intimidad de otra persona.
Al principio le habla de usted. Se sorprende cuando se entera de que es más joven que ella, porque no lo parece. Aún no ha cumplido los cuarenta, pero el rodillo de la vida le ha pasado con crueldad por encima, envejeciéndola prematuramente. Se llevan solo cinco años. Lo normal, entonces, es que se tuteen.
Beatriz le pregunta por su situación. Cómo es que está pidiendo, dice, con tanto frío y en su estado. Carmen le cuenta que no tiene nada. Ningún ingreso, ninguna ayuda, nada. Ni siquiera una casa. Entonces, ¿dónde duerme? En la calle. Bueno, no exactamente en la calle. En el garaje de un bloque de pisos que está abandonado. Se cuela por una puerta rota y ahí pasa la noche, en un colchón. ¿No ha ido al ayuntamiento, no ha ido a Cáritas? Sí, ha ido a varios sitios, pero en todos le dicen lo mismo: para recibir alguna ayuda necesita estar empadronada. Y ella no está empadronada en ningún lado.
La mujer se expresa con claridad y corrección, responde a sus preguntas sin vacilar, pero al principio a Beatriz le cuesta creer lo que le cuenta y duda de que esté bien informada.
¿Cómo va a ser cierto lo que dice?
Alguien tiene que asistirla, esté empadronada o no.
Beatriz ha oído hablar de ayudas oficiales, de prestaciones. Lo ha leído en prensa, lo ha visto mil veces en los informativos televisivos, lo ha oído en la calle. Los servicios sociales de los ayuntamientos, de las diputaciones, de la Junta destinan partidas para gente necesitada. Hay rentas para personas sin techo, para discapacitados, para mujeres solas. Hay albergues y centros de acogida, ayudas de alquiler, incentivos al empleo.
Carmen cumple todos los requisitos. Solo es cuestión de enterarse bien. En eso, Beatriz podría ayudarla.
O eso es lo que cree, inocentemente.

2. El asunto

del padrón

Beatriz empieza a buscar por internet. Enseguida obtiene resultados sobre rentas «mínimas» o rentas «básicas» pensadas para personas sin recursos. Al parecer, existen ayudas similares en todas las comunidades autónomas, con denominaciones y características más o menos similares.
En el caso de Andalucía, parece que hay suerte. Justo el año que va a comenzar, 2018, entra en vigor la llamada «renta mínima de inserción social», que sustituye y mejora el «ingreso mínimo de solidaridad» existente previamente.
El gobierno la ha anunciado como un gran avance social, por muchas razones. Llegará a más familias. Se aumentarán las cuantías –entre 420 y 780 euros al mes, según los miembros que compongan la unidad familiar–. Se concederá por plazos de doce meses, pero puede prorrogarse cada seis mientras se mantengan las circunstancias de pobreza de las personas que la solicitaron –aunque, obviamente, la idea es que la «mala racha» se supere–. Por eso, la prestación va acompañada de un plan de inserción sociolaboral: tanto mejor, piensa Beatriz.
La presidenta de la Junta de Andalucía ya lo anunció bien claro meses atrás en una comparecencia en el Parlamento:1 «El objetivo no es otro que erradicar la pobreza, que es una gran fuente de exclusión social, marginación y desdicha, con la que los andaluces no debemos resignarnos a convivir.»
Se calcula que la prestación llegará a más de 42.000 familias andaluzas. ¡Es imposible que Carmen no sea una de ellas!
Beatriz siente crecer sus esperanzas según se va informando a través de las noticias oficiales, más aún cuando lee que se tendrán en cuenta situaciones de urgencia y emergencia social, «extremo que se determinará en un plazo máximo de cinco días hábiles desde la entrada del expediente en la correspondiente delegación de la Junta».
Más emergencia social que la de una mujer discapacitada durmiendo en un garaje no puede haber, piensa ella, así que ¡en cinco días puede estar el problema resuelto!
Beatriz busca el impreso de la solicitud, lo descarga, mira los requisitos.
Su alegría empieza a disiparse: acaba de tropezar con el primer escollo.
Los solicitantes, lee, han de acreditar que están empadronados de forma estable en un municipio de Andalucía. Por «forma estable» se entiende «al menos con un año de antelación a la fecha de la presentación de la solicitud».
Glups. Carmen no solo no cumple el requisito mínimo del año, sino que ni siquiera está empadronada.
Pero debe de haber alguna excepción para un caso como el suyo.
Busca el decreto-ley de origen,1 lo lee con detenimiento. ¡Sí, parece que hay excepciones! Ser víctima de violencia de género –debidamente acreditada...–. O víctima de trata de personas –también debidamente acreditada...–. O emigrante retornado... Refugiado... ¡Persona sin hogar!, lee Beatriz.
Persona sin hogar... debidamente acreditada.
Así que no es suficiente con vivir en la calle. Hay que acreditarlo.
Beatriz sigue leyendo, el decreto-ley completo y todos sus anexos. No es una lectura fácil. Al revés: es intrincada, compleja, laberíntica. Ciertamente, ella no es trabajadora social y desconoce los pormenores de este tipo de trámites, pero es licenciada universitaria y se supone que sabe manejarse con los papeleos. Sin embargo, le cuesta un buen rato encontrar la información que busca: el modo de acreditar que uno vive en la calle –o en su sucedáneo: en un garaje.
Un artículo remite a otro capítulo. Este, a su vez, a un anexo. Beatriz se ve obligada a traducir términos. «Situación de excepcionalidad de acceso» y «emergencia social» deben de referirse a casos como el de Carmen: no tener casa, no tener absolutamente nada. Finalmente interpreta que, para acreditar estas circunstancias, debe adjuntar un modelo de solicitud cumplimentado por los servicios sociales correspondientes a su domicilio.
¿Pero qué «domicilio»?
Beatriz está entrando en un callejón sin salida.
Incluso en el llamado procedimiento de urgencia, todo ha de acreditarse con la documentación correspondiente. Curioso concepto ese de «urgencia», piensa.
Por ejemplo, el motivo por el que una persona está sin hogar. ¿Es debido a un proceso de desahucio? ¿Se ha producido una ejecución hipotecaria? ¿Un lanzamiento por impago de renta? ¿Se perdió la vivienda habitual por incendio, derrumbe u otra catástrofe? Bien, pues todo debe ir acreditado: contrato de arrendamiento, advertencias legales por impago, informe de la entidad bancaria que concedió la hipoteca, informe de los bomberos, de la policía o de quien interviniera en la catástrofe que obligó al desalojo...
Beatriz está mareada. Carmen no puede acreditar nada de esto, entre otras cosas porque, según le ha contado, vive en la calle desde que se le acabó el dinero para pagar la habitación en la que se quedaba en los últimos tiempos. ¿Puede considerarse eso un desahucio? No. Nunca tuvo contrato en aquel sitio.
Pero su situación debe de estar contemplada de algún modo, no es posible que quede desprotegida de esa forma.
Está claro que va a tener que consultar sus dudas. Beatriz por sí misma, tan capaz como se creía, no es capaz de resolver el escollo.
Hay un teléfono de información para ayudar en los trámites, pero nunca está operativo. Beatriz llama y llama durante varios días: o bien comunica o bien no lo cogen. Una vez consigue que le pasen con un funcionario del área. Pero no, él no es quien lleva ese asunto exactamente. Solo puede decirle que están «saturados». La nueva renta mínima acaba de ponerse en marcha y los técnicos todavía están recibiendo formación adecuada.
Le sugiere que se dirija a los servicios sociales del municipio correspondiente, dado que son ellos, preferentemente, los que deben servir de cauce previo. Aunque si uno no tiene casa, ¿cuál es el «municipio correspondiente»? El garaje donde duerme Carmen está en un pueblo de las afueras de Sevilla. Ella coge todos los días el autobús para ir a la ciudad y mendigar en un barrio de más nivel económico. Pero, al fin y al cabo, vive allí y allí estaba también la habitación que ocupó en otro tiempo.
¿Tiene sentido acudir a los servicios sociales de ese ayuntamiento?
Puede ser, le dice el funcionario. Allí podrían, al menos, informarle.
Cuando le cuenta to...

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