El Prado inadvertido
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El Prado inadvertido

Estrella De Diego

  1. 304 pagine
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El Prado inadvertido

Estrella De Diego

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Un recorrido por el Museo del Prado –por sus imprescindibles y sus olvidados– de la mano de una prestigiosa especialista.

Paseos por el Museo del Prado. Por sus clásicos y sus olvidados. Por su historia, sus historias y sus recovecos. Siguiendo la estela del clásico Tres horas en el Museo del Prado de Eugenio d'Ors, Estrella de Diego nos propone un nuevo recorrido con una mirada del siglo XXI.

Y así asoman por estas páginas imprescindibles como Las meninas de Velázquez leídas a la luz del Pierre Menard de Borges, o las obras de Goya; también cuadros históricos que hoy vemos con otros ojos e interpretamos con otra perspectiva, como Las hijas del Cid de Teófilo de la Puebla o Juana la Loca de Pradilla, o la escultura del Hermafrodito; y lienzos olvidados como los de Clara Peeters o el espléndido retrato de un león africano titulado El Cid de Rosa Bonheur, que durante demasiado tiempo estuvo guardado en los sótanos, acaso porque su autora era mujer y lesbiana, y si hoy hay que reivindicarla es sobre todo como una gran pintora a secas.

El Prado inadvertido se mueve entre el ensayo y la memoria personal y es un homenaje a un museo que ha acompañado a la autora a lo largo de toda su vida. Un museo cargado de pasado y de futuro; un espacio vivo, que se va transformando a través de las miradas de las sucesivas épocas. Porque, como dice Estrella de Diego: «Los museos, como las palabras y las historias y las imágenes, van cambiando a cada paso; llenándose de narrativas diferentes y nuevas, las que exigen los cambios en el gusto, las que persiguen las transformaciones en el concepto de calidad; las que se construyen, aun sin saberlo, desde las leyes del extranjero: traer y llevar las preguntas. Es cuestión de sacar lo olvidado a la luz –aunque lo olvidado sea diferente en cada momento histórico– y rescatar lo excluido teniendo clara una cosa: por mucho que tratemos de recuperar lo excluido, siempre quedará algo fuera, alguien fuera.»

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Informazioni

Anno
2022
ISBN
9788433944139
Argomento
Art

1. EL QUIJOTE DE PIERRE MENARD, ESCRITO

POR BORGES
Al entrar en la gran sala central del Museo del Prado, la sala 12, Las Meninas saludan al espectador desde el fondo, historia familiar contada mil veces de mil maneras diferentes; historia nunca completada, siempre abierta; lienzo indiscreto, de espaldas en su mitad del tiempo, que esconde obcecado el propio contenido y con él la supuesta significación última de lo narrado. No hay respuesta. Ninguna respuesta parece suficiente para la pregunta que debería, se piensa, encriptar la solución última al prodigio del lienzo. Es la historia contada en mil noches de insomnio, cuando nos persiguen los fantasmas y los lugares del pasado con una viveza obstinada y creemos haber encontrado la solución al problema que el día antes nos traía de cabeza. Es la historia de Sherezade, quien idea el aplazamiento como fórmula de supervivencia: el cuadro de Velázquez no termina tampoco de construir jamás un relato definitivo para la mirada expectante de los espectadores.
No cierra el relato, lo duplica, noche de Las mil y una noches, en la cual se cuenta la historia de una mujer que cuenta una historia que nunca termina para burlar su muerte misma. Al hablar de esas noches, Michel Foucault dice que la noche-espejo, aquella que resume a las otras mil, sobra. Cada vez sobra algo en las maniobras duplicatorias. O falta. O podría haber faltado. O sobrado.
Sin embargo, aunque Velázquez hubiera decidido cerrar la historia y el gran lienzo que corteja sin tregua a las miradas y las imaginaciones del visitante se convirtiera en superficie visible, bien podría desvelar una imagen absurda o incapaz de aportar pistas fiables al jeroglífico. Incluso podría tratarse de un lienzo vacío, estrategia de esos juegos de trampantojo que fascinaron al XVII.
Me pregunto ensimismada en la sala 12 del Prado, frente al cuadro –o cada vez que el viejo amigo vuelve a mi memoria en las noches de vigilia, punzante, interrogación abierta que me acosa–, si los contemporáneos de Velázquez se hicieron nuestras mismas preguntas o si para ellos, como para Lacan en el seminario XIII tras su invitación a Foucault, fue irrelevante desvelar el contenido del gran lienzo de espaldas en Las Meninas –del que muestra únicamente la trasera–, pues lo importante no es lo que se representa en el cuadro invisible, sino lo que el cuadro visible –apenas desvelado en sus significaciones– representa. Quizás necesitamos conocer el contenido del cuadro invisible por la dificultad misma de llegar al fondo de lo visible en el lienzo y, corriendo tras esa curiosidad insatisfecha, volvemos por más, sultán de Sherezade embaucado por la hábil narradora –o por el pintor sevillano, otro excelente manipulador del suspense en el relato.
Vuelvo a menudo al Prado para encontrarme con Las Meninas, año tras año desde que mi memoria lo recuerda, persiguiendo el pasado en el presente. O el presente en el pasado –viene a ser lo mismo. Y cada vez que vuelvo el cuadro es otro, más grande o más pequeño, más oscuro o más claro, dependiendo del día y del deseo. O las figuras se han movido un poco, tan poco que solo yo y los que como yo reconocen cada detalle del lienzo detectamos el cambio. Sucede con algunas obras que, seres vivos, se encogen o se expanden irreverentes en cada encuentro. Ocurre, por ejemplo, con Las señoritas de Aviñón en mis visitas al MoMA. En cada viaje se me imponen sorprendentemente otras, dispuestas a cautivarme en el asombro y las metamorfosis de su aspereza.
Los «grandes cuadros» de los «grandes maestros» no son, ni mucho menos, nociones fijas o estables como el relato impuesto ha querido dar a entender. Los cuadros, igual que todo en la vida imagino, se transforman con el paso de los años y de las miradas; hasta con las narrativas escritas por las propias instituciones que los albergan, cuando los cambian de sala o barajan a los autores, creando conversaciones sorprendentes. Las obras en los museos tienen tantas vidas como ojos las miran, como historias las cuentan, como montajes las transforman, y los casos de extravío o desinterés hacia obras o artistas hoy considerados representativos, incluso míticos, son numerosos y reiterados en el tiempo. Incluyen el desapego hacia el Greco –abandonado en los almacenes hasta la llegada del cubismo, se repite– e incluso la ambivalencia hacia la obra que la historia de la pintura suele leer como el germen del propio cubismo y los cambios en el gusto que trajo consigo: el citado Las señoritas de Aviñón, el cuadro que ha dibujado el relato del MoMA y de la imaginación moderna occidental en casi todos nosotros.
Pero ¿cómo pudo cambiar la forma de entender el espacio –característica esencial del cubismo– un cuadro que estuvo de cara a la pared entre 1907 y 1924, hasta ser rescatado por Doucet, el modisto coleccionista, a través de Breton, el escritor del surrealismo, su asesor en asuntos de arte y gran admirador de Picasso? Se recuerda que Braque, el amigo de Picasso, no digería la supuesta nueva belleza. Llegó a decir que mirar aquello es como comer estopa y beber queroseno. Y Doucet, quien lo iba a colocar en el boudoir de su mujer, pidió un descuento al tratarse de un cuadro muy feo. Luego las cosas cambiaron y Las señoritas de Aviñón se convirtió en una obra emblemática del MoMA. Más bien, en su obra emblemática por excelencia tras el traslado del Guernica al Casón del Buen Retiro en 1981, donde se guardaban las colecciones del siglo XIX en el Prado. Pese a su nueva situación de privilegio –la obra clave del MoMA, por otra parte lleno de tantas obras clave–, se diría que la inclusión de las intrusas exotizantes del cuadro –máscaras y belleza fuera del canon– seguía tal vez produciendo cierta incomodidad para el discurso al uso en el museo neoyorquino –o cualquier otro museo–, intrigado pero suspicaz frente a «la otredad» hasta épocas muy recientes.
Esa curiosidad ambivalente explicaría en parte el uso del cuadro como eje central de la exposición Primitivismo en el arte del siglo XX: afinidad de lo tribal y lo moderno, celebrada en el MoMA en 1984. La muestra, muy comentada entonces desde las voces críticas, organizaba una maniobra de yuxtaposición entre «lo tribal» y «lo moderno» que no hacía sino enfatizar su intención desesperada por domesticar –desactivar– «la otredad», lo disonante. Para algunos la exposición no era sino una especie de maniobra para preservar a Picasso como el héroe en la historia del arte moderno contada por el museo. Una maniobra de «blanqueo», se diría en términos actuales, de un artista que tuvo, además, unas relaciones más que cuestionables con sus sucesivas parejas, llegando en algunas ocasiones incluso al maltrato psicológico –valga Dora Maar, paciente de Lacan, como ejemplo.
Lo que proponía la muestra era, así, en primer lugar, una maniobra hasta cierto punto descontaminante de la obra de un gran maestro-chamán. No en vano se recuerdan las supuestas palabras de Picasso, muy repetidas y que recoge Malraux en La cabeza de obsidiana, al encontrarse en el Museo del Trocadero frente a las «máscaras africanas», término inaceptable hoy por su homologación colonialista: «Estaban en contra de todo –en contra de los espíritus desconocidos y amenazadores. Yo también estoy en contra de todo. Yo también creo que todo es desconocido, que todo es un enemigo..., las mujeres, los niños..., todo. Entendí para qué usaban los negros sus esculturas... Todos los fetiches... eran armas. Para ayudar a la gente a no volver a caer bajo la influencia de los espíritus, para ayudarles a ser independientes. Espíritus, el inconsciente..., se trata de la misma cosa. Entendí por qué soy pintor. [...] Las señoritas de Aviñón debieron de nacer ese día.»
En el controvertido y paternalista papel del creador que mezcla sin jerarquías niños, mujeres, fetiches, el inconsciente..., el cuadro no estaba exento de problemas desde la mirada crítica de mediados de 1980. Ya se hacía visible para algunos la citada maniobra de blanqueo de esa piel clara contrapuesta a las máscaras negras, sumando más controversia al muy comentado cuadro. Sea como fuere, en 1984 casi todos los que visitaban el MoMA aceptaban que se trataba de una «obra maestra», entre otras cosas porque estaba en el MoMA. Una bellísima obra maestra, me atrevería a decir incluso en este presente para el cual no está bien visto recurrir a la belleza; incluso reconociendo la maniobra de blanqueo y el maltrato del pintor a sus sucesivas parejas. No me cuesta hacer el esfuerzo de deslindar ambas cuestiones –o sí, pero creo que debo hacer el esfuerzo. De pronto me pregunto si hago bien en ser tan permisiva con Picasso: una historiadora de género no debería, quizás, ser condescendiente con este cuadro ni con su autor por motivos obvios.
Porque los gustos cambian, y con ellos las lecturas de las obras. Las formas de ver cambian. Los historiadores del arte –y la literatura– tenemos un término para este fenómeno de inclusiones y exclusiones que desde siempre ha llamado mi atención: «fortuna crítica». Es una manera elegante de hablar de los vaivenes en el gusto, de los cambios en los criterios de distinción y de calidad que tanto intrigaron a Pierre Bourdieu en 1979; y hasta de los criterios morales. «Fortuna crítica» parece más neutral, un posicionamiento menos caprichoso, menos atrapado en el presentismo que ahora gobierna la narración. Sería urgente desligarse de ese presentismo al encontrarse frente al pasado. Es tan necesario entender desde dónde se llega como dónde se está o hasta dónde se quiere llegar. Sobre todo, esa forma de mirar el mundo permite acercarse críticamente a Las señoritas sin pedir a su momento histórico más de lo que podía dar, a pesar de haber debido darlo, seguro. No parecería baladí recordar que se trata de una obra de 1907 y que pareció incluso demasiado radical a los contemporáneos de Picasso. Ese fue el motivo por el cual, vueltas de cara a la pared durante años –o eso comentan las crónicas y los amigos del autor–, Las señoritas fueron en ese periodo una trasera más entre las muchas traseras de la historia de la visualidad en Occidente. ¿A qué tanto alboroto pues? ¿A qué recalcar sin tregua la enorme influencia de esta obra en la historia del arte occidental, en la «invención» del cubismo, si apenas unos pocos se atrevieron a mirarla en su época, otra trasera sumada al resto de las traseras que podrían custodiar, quién sabe, el secreto último del relato?
Igual que Las señoritas, vueltas de cara a la pared en el estudio de Picasso y con poca influencia real en el devenir de la visualidad en Occidente hasta 1924, las mujeres artistas han estado arrumbadas en los almacenes durante siglos. Ahora ha cambiado su «fortuna crítica» y los grandes museos clásicos desearían tener en sus colecciones un número mayor de «grandes maestras»: Artemisia Gentileschi, Sofonisba Anguissola, Angelica Kauffmann, Mary Cassatt... Los museos que las tienen entre sus colecciones las exponen, pero ha costado tiempo y perseverancia que ocurriera. Hasta les dedican exposiciones individuales –o casi, ya que con frecuencia se prefieren las colectivas o dobles. Las instituciones comprarían los cuadros de esas mujeres a cualquier precio, solo que las obras a la venta son escasas. Pese a todo, aún quedan artistas olvidadas fuera de las salas, en los almacenes, en especial artistas del siglo XIX que interesan a pocos, porque al fin y al cabo pintan cuadros de género y bodegones, pocos lienzos de historia o relatos literarios. En el siglo XIX –y hasta antes– era complicado que las mujeres pudieran pintar grandes cuadros que requerían de un estudio espacioso –otra vez La habitación propia de Virginia Woolf que nos persigue sin tregua, nos pisa los talones.
En esta exclusión de las pintoras decimonónicas influye también la propia «fortuna crítica» del XIX, a menudo percibido como un siglo ramplón –«muchos ingenios, genio ninguno», se leía en 1890 en La Ilustración Española y Americana. Las mujeres no se acaban de librar de esas exclusiones en su doble condición de mujeres y pintoras del tan denostado XIX y me pregunto cuándo llegará su turno de salir a las salas no como excepción sino de forma sistemática –porque llegará, más allá de las exposiciones temporales y las obras salpicadas aquí y allá.
Tampoco la «fortuna crítica» de Las Meninas fue la misma a lo largo de la historia. Parecería que Las hilanderas estaban consideradas la obra maestra de Velázquez en esas épocas en las cuales los gustos estaban más próximos a la mitología que a los quebramientos en la etiqueta de corte. De hecho, Las Meninas fueron concebidas para un lugar al que tenían acceso solo nobles, diplomáticos o miembros de la realeza; personas, en suma, con la formación necesaria para saber interpretar en su justa medida la supuesta arrogancia de un simple pintor de corte –¡retratarse en el mismo lienzo que los reyes, incluso emborronados sobre el espejo!
Después, a partir de 1899, la historia del cuadro de Velázquez, hoy considerado su obra maestra y una de las obras maestras de todos los tiempos –la obra fetiche del Prado, me atrevería a decir–, cambió de forma drástica. El museo ideó para Las Meninas una ubicación especial, una suerte de sanctasanctórum que las separaba del resto de los cuadros del pintor sevillano, a su vez instalados en una sala aparte, reconocimiento claro del museo hacia el artista que a finales del siglo XIX era considerado la pieza básica para su relato fundacional –ocurre en todas las instituciones con sus piezas estrella. Pocos días después de la inauguración de la sala de Velázquez en el Museo Nacional de Pintura y Escultura –anterior nombre del Museo del Prado– en 1899, aparecía en La Ilustración Española y Americana una xilografía de Francisco la Porta que daba cuenta del acto.
La imagen no puede ser más elocuente. Formando un círculo, los caballeros y las damas escuchan atentos a un hombre que, de pie, sosteniendo unos papeles, lee el que se adivina un discurso de presentación. En las paredes se distinguen, de manera ordenada y colocados en una única fila, cuadros memorables del sevillano: Pablo de Valladolid, Los borrachos, los bien conocidos retratos ecuestres y hasta los pequeños y exquisitos paisajes que Velázquez pinta en Roma. Es una instalación muy diferente de la sala de la Reina Isabel que fotografía Laurent y Cía. antes de esta instalación de 1899. Allí Ribera comparte espacio con Las hilanderas de Velázquez o los pintores venecianos. La sala de la Reina Isabel era el lugar de los grandes maestros y en ella se agolpaban los cuadros en filas horizontales y verticales. Velázquez era, sencillamente, uno más.
Quizás en este cambio de gusto en 1899 comienza la verdadera historia moderna de Las Meninas, cierta «fortuna crítica» que configura la obra como lo que es ahora en la narrativa del Prado: una obra única, enigmática y desafiante que, igual que ocurre con Las señoritas de Picasso y el MoMA, inicia y sostiene dicha narrativa a lo largo de los años. A su vez, la verdadera historia del Prado moderno comienza también ahí. ¿Y cómo exponer una obra única y distinguirla del resto de los tesoros de un pintor que se quiere a su vez representar como único? Hay que exponerla separada. Así se presentó la obra hasta 1978, con dos excepciones: primero entre 1910 y 1928, momento en el cual se mezcla con el resto de las obras maestras del «gran maestro», que sigue separado –distinguido– de los demás. Lacoste lo desvela en una foto de la sala de Velázquez tomada en 1911-1912, donde el cuadro de la familia de Felipe IV comparte espacio con Las lanzas o el Cristo, no ocupando siquiera el lugar de privilegio en la lógica expositiva. Después, durante la Guerra Civil española, la posición de privilegio de Las Meninas se trastocó cuando las obras salieron del Prado por orden del gobierno republicano: había que salvarlas de los bombardeos del ejército franquista en el Madrid sitiado. En aquella tragedia la realidad entera se trastornó por completo en el museo, en la ciudad, en el país.
Durante el tiempo que el cuadro estuvo expuesto solo, se escondió en una habitación cuya entrada estaba protegida por unas cortinas, que enfatizaban su estatus de tesoro descubierto solo para unos pocos privilegiados. Recuerda a la historia del doctor Lacan, quien, tras convertirse de un modo rocambolesco en el propietario de El origen del mundo de Courbet –un cuadrito que en pleno siglo XIX muestra unas piernas femeninas abiertas donde se explicitan los órganos sexuales–, decide pedir a Masson que diseñe un ingenio para cubrirlo: la emoción y el deseo deben renovarse con cada mirada; debe sentirse la punzada del secreto desvelado incluso frente a una obra que se conoce en cada trazo.
Nadie pondría en tela de juicio la eficacia de las cortinas a la hora de sacralizar un cuadro. Hace años, cuando los fondos destinados a la remodelación eran escasos en el delicado Museo Ashmolean de Oxford y la iluminación no cumplía con la normativa exigida para proteger los dibujos, una tela los cubría. El visitante, animado por los vigilantes de sala, abría la cortina y se desvelaba el prodigio: Rafael, Dante Gabriel Rossetti en la sala de los prerrafaelitas... Era una sensación di...

Indice dei contenuti

  1. Portada
  2. A modo de presentación y agradecimiento
  3. 1. El quijote de Pierre Menard, escrito por Borges
  4. 2. Las borraduras y los huecos
  5. 3. Fuera del relato
  6. 4. El reencuentro – a modo de interludio en el paseo
  7. 5. Trasplantes
  8. 6. La mirada del rey
  9. 7. Capas y traseras
  10. Nota bibliográfica
  11. Créditos
Stili delle citazioni per El Prado inadvertido

APA 6 Citation

Diego, E. D. (2022). El Prado inadvertido ([edition unavailable]). Editorial Anagrama. Retrieved from https://www.perlego.com/book/3472090/el-prado-inadvertido-pdf (Original work published 2022)

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Diego, Estrella De. (2022) 2022. El Prado Inadvertido. [Edition unavailable]. Editorial Anagrama. https://www.perlego.com/book/3472090/el-prado-inadvertido-pdf.

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Diego, E. D. (2022) El Prado inadvertido. [edition unavailable]. Editorial Anagrama. Available at: https://www.perlego.com/book/3472090/el-prado-inadvertido-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Diego, Estrella De. El Prado Inadvertido. [edition unavailable]. Editorial Anagrama, 2022. Web. 15 Oct. 2022.