La tempestad
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William Shakespeare

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La tempestad

William Shakespeare

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Über dieses Buch

Presentamos en estas páginas la última obra teatral que escribiera William Shakespeare, genio y honra de la literatura universal. Se trata de una representación cuyos actos invitan, más que a la simple distracción, a la sincera reflexión de cualquier lector.

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Information

ACTO II

ESCENA I
Otro lugar de la isla
(Entran el Rey Alonso, Sebastián, Antonio, Gonzalvo, Adriano, Francisco y otros)
GONZALVO.— Os lo suplico, señor; mostraos animoso. Tenéis motivos, como los tenemos nosotros, de alegraros; pues nuestra salvación vale más que nuestras pérdidas. Nuestro infortunio es cosa corriente; todos los días la esposa de algún marinero, los patronos de un buque mercante o el mercader mismo, sufren este mismo infortunio; en cuanto al milagro que nos ha salvado, pocos entre millones de hombres podrían decir lo que nosotros. Así, pues, señor, pesad con reflexión, maduramente, nuestras penas con nuestras ventajas.
EL REY.— Te lo ruego, déjame.
SEBASTIÁN.— Recibe los consuelos como si fuesen un potaje frío.
ANTONIO.— No dejará el Consolador tan pronto a su hombre.
SEBASTIÁN.— Mirad, ahora da cuerda al reloj de su ingenio; sonará en seguida.
GONZALVO.— Señor…
SEBASTIÁN.— Una… contad.
GONZALVO.— Cuando uno acoge a todos los pesares que se le presentan, todo lo que gana con ello…
SEBASTIÁN.— Un dolor.
GONZALVO.— Lo que gana es un dolor en verdad. Sin querer habéis dado en el clavo.
SEBASTIÁN.— Habéis tomado la cosa más hábilmente de lo que yo creía.
GONZALVO.— Así, pues, señor…
ANTONIO.— ¡Vamos, qué malgastador de palabras!
EL REY.— Te lo ruego, déjame.
GONZALVO.— Bueno, me callaré; y sin embargo…
SEBASTIÁN.— Sin embargo, ha de charlar.
ANTONIO.— ¿Apostemos a quién cantará primero, Adriano o él?
SEBASTIÁN.— El gallo viejo.
ANTONIO.— El gallo joven.
SEBASTIÁN.— Hecho. ¿Qué es la apuesta?
ANTONIO.— Una carcajada.
SEBASTIÁN.— Va.
ADRIANO.— Aunque esta isla parece desierta…
SEBASTIÁN.— ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Ya estáis pagado.
ADRIANO.— …inhabitable y casi inaccesible…
SEBASTIÁN.— Sin embargo…
ADRIANO.— Sin embargo…
ANTONIO.— Era inevitable.
ADRIANO.— Debe tener una temperatura* sutil, dulce y delicada.
ANTONIO.— La temperatura es una niña delicada.
SEBASTIÁN.— Sí, y sutil, como muy sabiamente nos ha dicho.
ADRIANO.— El aire sopla aquí muy suavemente.
SEBASTIÁN.— Sí, como si tuviera pulmones, y todavía enfermos.
ANTONIO.— O como si lo embalsamaran perfumes de un pantano.
GONZALVO.— Encuéntrase aquí cuanto es útil a la vida.
ANTONIO.— Sí, por cierto, menos los medios de vivir.
SEBASTIÁN.— De los cuales no hay ninguno, o pocos.
GONZALVO.— ¡Cuán jugosa y lozana es la hierba! ¡Cuán verde!
ANTONIO.— El campo está tostado, en verdad.
SEBASTIÁN.— Con un tinte verdoso.
ANTONIO.— No se engaña de mucho.
SEBASTIÁN.— No, solamente del todo.
GONZALVO.— Pero lo que es raro, lo que es realmente casi increíble…
SEBASTIÁN.— Como lo son muchas cosas raras.
GONZALVO.— …es que, nuestros vestidos, habiéndose mojado, como lo fueron, en el mar, conserven a pesar de ello su hermosura y su brillo; pareciendo más bien teñidos de nuevo que manchados con agua salada.
ANTONIO.— Si uno solo de sus bolsillos pudiera hablar, ¿no diría que miente?
SEBASTIÁN.— Sí, por cierto, a menos de embolsar su mentira.
GONZALVO.— Paréceme que están ahora nuestros vestidos tan flamantes como el día en que nos los pusimos por primera vez en África en las bodas de Claribel, la bella hija del rey, con el bey de Túnez.
SEBASTIÁN.— Fue una boda feliz, y el regreso nos ha ido bien.
ADRIANO.— Jamás se vio Túnez honrada con tal maravillosa reina.
GONZALVO.— Desde el tiempo de la viuda Dido…
ANTONIO.— ¿Viuda decís? ¡La peste os lleve! ¿A qué viene esa viuda? ¡La viuda Dido!
SEBASTIÁN.— Bueno, ¿y qué, si hubiese dicho “el viudo Eneas”? ¡Buen Dios, y cómo lo tomáis!
ADRIANO.— ¿La viuda Dido, decís? Me hacéis pensar que era de Cartago, no de Túnez.
GONZALVO.— Esa Túnez, caballero, era en otro tiempo Cartago.
ADRIANO.— ¿Cartago?
GONZALVO.— Sí, Cartago; os lo aseguro.
ANTONIO.— Sus palabras son más poderosas que el arpa milagrosa.**
SEBASTIÁN.— Ha levantado murallas y también casas.
ANTONIO.— ¿Qué nuevo imposible va a realizar ahora?
SEBASTIÁN.— Creo que se llevará esta isla en el bolsillo, y se la dará a su hijo como si fuese una manzana.
ANTONIO.— Ciertamente, y luego sembrará las pepitas en el mar, para hacer brotar otras.
GONZALVO.— Sí, claro.
ANTONIO.— Con el tiempo.
GONZALVO.— Señor, decíamos, que están ahora nuestros vestidos tan flamantes como cuando estábamos en Túnez en las bodas de vuestra hija, que es hoy reina.
ANTONIO.— Y la más maravillosa que haya jamás llegado a aquella ciudad.
S...

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