La tempestad
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La tempestad

William Shakespeare

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William Shakespeare

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Presentamos en estas pĂĄginas la Ășltima obra teatral que escribiera William Shakespeare, genio y honra de la literatura universal. Se trata de una representaciĂłn cuyos actos invitan, mĂĄs que a la simple distracciĂłn, a la sincera reflexiĂłn de cualquier lector.

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Informations

Année
2018
ISBN
9786071655042

ACTO II

ESCENA I
Otro lugar de la isla
(Entran el Rey Alonso, SebastiĂĄn, Antonio, Gonzalvo, Adriano, Francisco y otros)
GONZALVO.— Os lo suplico, señor; mostraos animoso. TenĂ©is motivos, como los tenemos nosotros, de alegraros; pues nuestra salvaciĂłn vale mĂĄs que nuestras pĂ©rdidas. Nuestro infortunio es cosa corriente; todos los dĂ­as la esposa de algĂșn marinero, los patronos de un buque mercante o el mercader mismo, sufren este mismo infortunio; en cuanto al milagro que nos ha salvado, pocos entre millones de hombres podrĂ­an decir lo que nosotros. AsĂ­, pues, señor, pesad con reflexiĂłn, maduramente, nuestras penas con nuestras ventajas.
EL REY.— Te lo ruego, dĂ©jame.
SEBASTIÁN.— Recibe los consuelos como si fuesen un potaje frío.
ANTONIO.— No dejará el Consolador tan pronto a su hombre.
SEBASTIÁN.— Mirad, ahora da cuerda al reloj de su ingenio; sonará en seguida.
GONZALVO.— Señor

SEBASTIÁN.— Una
 contad.
GONZALVO.— Cuando uno acoge a todos los pesares que se le presentan, todo lo que gana con ello

SEBASTIÁN.— Un dolor.
GONZALVO.— Lo que gana es un dolor en verdad. Sin querer habĂ©is dado en el clavo.
SEBASTIÁN.— HabĂ©is tomado la cosa mĂĄs hĂĄbilmente de lo que yo creĂ­a.
GONZALVO.— AsĂ­, pues, señor

ANTONIO.— ÂĄVamos, quĂ© malgastador de palabras!
EL REY.— Te lo ruego, dĂ©jame.
GONZALVO.— Bueno, me callarĂ©; y sin embargo

SEBASTIÁN.— Sin embargo, ha de charlar.
ANTONIO.— ÂżApostemos a quiĂ©n cantarĂĄ primero, Adriano o Ă©l?
SEBASTIÁN.— El gallo viejo.
ANTONIO.— El gallo joven.
SEBASTIÁN.— Hecho. ÂżQuĂ© es la apuesta?
ANTONIO.— Una carcajada.
SEBASTIÁN.— Va.
ADRIANO.— Aunque esta isla parece desierta

SEBASTIÁN.— ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Ya estáis pagado.
ADRIANO.— 
inhabitable y casi inaccesible

SEBASTIÁN.— Sin embargo

ADRIANO.— Sin embargo

ANTONIO.— Era inevitable.
ADRIANO.— Debe tener una temperatura* sutil, dulce y delicada.
ANTONIO.— La temperatura es una niña delicada.
SEBASTIÁN.— Sí, y sutil, como muy sabiamente nos ha dicho.
ADRIANO.— El aire sopla aquí muy suavemente.
SEBASTIÁN.— Sí, como si tuviera pulmones, y todavía enfermos.
ANTONIO.— O como si lo embalsamaran perfumes de un pantano.
GONZALVO.— EncuĂ©ntrase aquĂ­ cuanto es Ăștil a la vida.
ANTONIO.— Sí, por cierto, menos los medios de vivir.
SEBASTIÁN.— De los cuales no hay ninguno, o pocos.
GONZALVO.— ¡Cuán jugosa y lozana es la hierba! ¡Cuán verde!
ANTONIO.— El campo está tostado, en verdad.
SEBASTIÁN.— Con un tinte verdoso.
ANTONIO.— No se engaña de mucho.
SEBASTIÁN.— No, solamente del todo.
GONZALVO.— Pero lo que es raro, lo que es realmente casi increíble

SEBASTIÁN.— Como lo son muchas cosas raras.
GONZALVO.— 
es que, nuestros vestidos, habiĂ©ndose mojado, como lo fueron, en el mar, conserven a pesar de ello su hermosura y su brillo; pareciendo mĂĄs bien teñidos de nuevo que manchados con agua salada.
ANTONIO.— Si uno solo de sus bolsillos pudiera hablar, ¿no diría que miente?
SEBASTIÁN.— Sí, por cierto, a menos de embolsar su mentira.
GONZALVO.— ParĂ©ceme que estĂĄn ahora nuestros vestidos tan flamantes como el dĂ­a en que nos los pusimos por primera vez en África en las bodas de Claribel, la bella hija del rey, con el bey de TĂșnez.
SEBASTIÁN.— Fue una boda feliz, y el regreso nos ha ido bien.
ADRIANO.— JamĂĄs se vio TĂșnez honrada con tal maravillosa reina.
GONZALVO.— Desde el tiempo de la viuda Dido

ANTONIO.— ÂżViuda decĂ­s? ÂĄLa peste os lleve! ÂżA quĂ© viene esa viuda? ÂĄLa viuda Dido!
SEBASTIÁN.— Bueno, Âży quĂ©, si hubiese dicho “el viudo Eneas”? ÂĄBuen Dios, y cĂłmo lo tomĂĄis!
ADRIANO.— ÂżLa viuda Dido, decĂ­s? Me hacĂ©is pensar que era de Cartago, no de TĂșnez.
GONZALVO.— Esa TĂșnez, caballero, era en otro tiempo Cartago.
ADRIANO.— ¿Cartago?
GONZALVO.— Sí, Cartago; os lo aseguro.
ANTONIO.— Sus palabras son más poderosas que el arpa milagrosa.**
SEBASTIÁN.— Ha levantado murallas y tambiĂ©n casas.
ANTONIO.— ÂżQuĂ© nuevo imposible va a realizar ahora?
SEBASTIÁN.— Creo que se llevará esta isla en el bolsillo, y se la dará a su hijo como si fuese una manzana.
ANTONIO.— Ciertamente, y luego sembrará las pepitas en el mar, para hacer brotar otras.
GONZALVO.— Sí, claro.
ANTONIO.— Con el tiempo.
GONZALVO.— Señor, decĂ­amos, que estĂĄn ahora nuestros vestidos tan flamantes como cuando estĂĄbamos en TĂșnez en las bodas de vuestra hija, que es hoy reina.
ANTONIO.— Y la más maravillosa que haya jamás llegado a aquella ciudad.
S...

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