La Revolución cósmica
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La Revolución cósmica

Utopías, regiones y resultados, 1910-1940

Alan Knight

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La Revolución cósmica

Utopías, regiones y resultados, 1910-1940

Alan Knight

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Este volumen está conformado por cinco ensayos escritos a propósito del centenario del comienzo de la Revolución mexicana que estudian diversos aspectos y enfoques de la lucha armada de 1910. En ellos Alan Knight realiza una revisión del desarrollo de la historiografía sobre la Revolución mexicana; la existencia de corrientes utópicas que influyeron en los proyectos revolucionarios; analiza el papel que jugaron las unidades geográficas de la república en la dinámica interna del movimiento; compara el caso mexicano con las revoluciones francesa, rusa, cubana y china, y, por último, pone en la palestra la pregunta ¿puede considerarse a la Revolución mexicana como un éxito?

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Information

Year
2015
ISBN
9786071634283

IV. LA REVOLUCIÓN CÓSMICA:
LA REVOLUCIÓN MEXICANA
EN SU CONTEXTO COMPARATIVO
E INTERNACIONAL

I

La celebración —incluso sobria conmemoración— de las revoluciones fácilmente conduce a una suerte de solipsismo nacionalista. Eso ocurrió con el cincuentenario de la Revolución mexicana en 1960, cuando la publicación oficial —México: cincuenta años de revolución— dibujó una hermosa pintura del desarrollo y avance nacional, producto de una revolución extrañamente consensual y constructora.1 Cincuenta años después, con el “mito” de la Revolución mexicana bien desmitificado y Los Pinos ocupado por un presidente cuyo partido nació como un desafío a la Revolución, la celebración oficial de 2010 se notó mucho menos.2 Por lo tanto, la Revolución —de la que, aun en su forma “desmitificada”, queda una experiencia formativa en la historia del país (por lo bueno o lo malo)— se puede evaluar hoy en día con mayor objetividad. Una manera de evaluarla es poniéndola en un más amplio contexto internacional, superando así las querellas por la nación y comparando la Revolución con otras en otras partes del mundo. Por supuesto, ya se han ensayado tales comparaciones; sin embargo, los mejores estudios comparativos de las revoluciones suelen hacer caso omiso de México, a veces totalmente.3 Además, los historiadores de México usualmente evitan estas comparaciones o, en ciertos casos, las hacen mal.4
Evitar las comparaciones quizá tiene sentido, ya que el estudio comparativo de las revoluciones es difícil. La única cosa en que los historiadores de la Revolución mexicana están de acuerdo es en que el tema es grande y complejo; y la investigación de las últimas décadas, mientras que ha profundizado mucho nuestro conocimiento del tema, también ha hecho mucho más difícil la síntesis histórica.5 Podemos estar de acuerdo en que el antiguo mito de una revolución monolítica, popular, progresiva, positiva y constructora, a la que se oponían solamente unos pocos perversos reaccionarios, es demasiado sencillo. En particular, podemos estar de acuerdo en cuanto a la diversidad —geográfica, étnica, política, cultural, social y económica— del México porfiriano, que hace nula la tesis de una revolución monolítica. “Muchos Méxicos” —el lema de un sinnúmero de valiosos estudios locales y regionales— necesariamente produjeron “muchas revoluciones”.6 De ahí la dificultad de la síntesis; aunque, como autor de una síntesis, debo sostener que las dificultades, no obstante ser preocupantes, no son insuperables, y sin duda debemos seguir con el esfuerzo sintetizador y no retirarnos para siempre en nuestros búnkeres particulares. La microhistoria merece y necesita la macrohistoria, y viceversa.
Como un proceso parecido de especialización y fragmentación historiográfica ha afectado también a otras revoluciones (hay casos como el francés, donde, gracias a la “miríada de estudios regionales que han salido en las últimas décadas”, el proceso ha sido aún más profundo, produciendo aún más heterogeneidad microscópica),7 toda comparación entre revoluciones involucra cierta arbitrariedad y superficialidad. Mi propia interpretación de la Revolución mexicana —cuyos lineamientos generales se aclararán en el curso de este ensayo— no satisfará a todo historiador de México, y la compararé con interpretaciones de otras revoluciones que no he estudiado tan profundamente, las cuales son también objetos de un muy legítimo debate académico. Sin embargo, no hay alternativa. Cuando se trata de revoluciones (u otros grandes procesos históricos) la gran mayoría de los expertos —historiadores que han trabajado las fuentes primarias y secundarias— se enfocan en un solo país (si no menos). Steve Smith es un raro ejemplo de un historiador que conoce a fondo dos casos (el ruso y el chino),8 pero conocer tres o cuatro o más me parece inalcanzable, tomando en cuenta los límites del cerebro y de la longevidad humanos. De hecho, muchos de los estudios comparativos de las revoluciones han sido escritos no por historiadores, sino por sociólogos o politólogos, que no han hecho ninguna investigación primaria (archival) y que no dominan la historia de un solo país.9 De ahí, quizá, su despreocupada confianza y sus muchos errores.
Como sugiere este preámbulo, mi comparación tiene que ver con un reducido número de “grandes” revoluciones “sociales”. No tocaré el enorme universo de protestas menores, revueltas o casos de “guerra interna” que han sido estudiados por muchos expertos.10 Bien hecha, su investigación puede ser valiosa y relevante. No podemos entender la Revolución francesa sin conocer algo de los motines de cereales y otras formas de protesta popular bajo el antiguo régimen,11 y, de la misma manera, las rebeliones campesinas que nutrieron la Revolución mexicana deben ser vistas en un contexto más amplio, que incluya las que ocurrieron a través del siglo XIX, aunque en un contexto no-revolucionario.12 Desagregar las grandes revoluciones en sus varios componentes (que pueden ser componentes geográficos o sectoriales)13 es esencial; aunque para el historiador sintetizador es solamente una parte del proceso, no el producto acabado. Una cosa es analizar una sola y aislada protesta popular —ya sea un motín de cereal o una rebelión campesina— en medio de la estabilidad del antiguo régimen, y otra muy diferente analizar una serie de protestas dentro de una situación revolucionaria. Los actores y las quejas pueden ser muy parecidos, pero el contexto, el significado y el resultado son, por definición, diferentes, precisamente porque son revolucionarios.14 Es decir, la diferencia es cualitativa y no solamente cuantitativa. Las revoluciones son momentos en que el mundo se pone al revés, cuando las antiguas jerarquías se derrumban y la posibilidad del cambio radical se presenta, provocando tanto las esperanzas como los temores. Ésta no es la política cotidiana, conforme a las antiguas reglas del juego; es una nueva política experimental e imprevisible,15 mientras que se reformulan las reglas de una manera radical.
Por tanto, sostengo la idea de las “grandes” revoluciones, como fenómenos específicos y raros en la historia;16 y voy a dar un análisis de tipo “macrosocial” de éstas, incluyendo a los sospechosos usuales, Inglaterra, Francia, México, Rusia, China, Bolivia y Cuba, en vez de ofrecer un estudio enciclopédico de —por ejemplo— motines de cereales o revueltas campesinas o huelgas industriales a través de los siglos. Con este enfoque, dos matizaciones más se necesitan: vale justificar la categoría de “las grandes revoluciones” y demostrar que la mexicana pertenece a este club bastante selecto. Muchos historiadores y científicos sociales han mantenido que existe una categoría de “grandes” revoluciones que, por ser mayores y de mayores consecuencias, son distintas de las meras rebeliones o revueltas.17 La distinción se remonta al año 1789, si no antes.18 La diferencia consiste en dos vertientes: tanto el tamaño y el significado de la lucha sociopolítica (llamémoslo “el proceso” revolucionario), como el tamaño y el significado del resultado.19 El proceso tiene que ver con una movilización extensa y en parte voluntaria a favor de programas o proyectos rivales e involucra una polarización sociopolítica fuerte, aunada a la violencia; lo que Charles Tilly llama una situación de “soberanía múltiple”.20 El resultado requiere un cambio rápido, importante e irreversible en el orden político (y / o social, y / o económico).21
Por supuesto, estas varias cualificaciones —“rápido, importante e irreversible”— dependen de juicios individuales y, como una medición precisa es muy difícil, los juicios siempre van a discrepar; pero eso no descalifica la definición por sí. En cuanto a la rapidez, sería irreal esperar un cambio estructural del día a la noche; la mayoría de las revoluciones —y, sin duda alguna, la mexicana, y, me atrevo a decir, la francesa, la rusa y la china también— necesitaron años para alcanzar sus resultados revolucionarios; por lo tanto, duraron años, hasta décadas —1910-1940 en el caso mexicano, 1917-1940 (?) en el caso ruso, 1911-1949 (y después) en el caso chino—. Vale notar que, conforme a mi definición, las llamadas “revoluciones” neolíticas e industriales son muy diferentes; por supuesto, sus resulta dos son importantísimos (son de mayor consecuencia que las revoluciones modernas que analizamos), pero su causalidad —su etiología— es mucho más prolongada e impersonal.22 Las revoluciones sociales (modernas) pueden tener muchas consecuencias imprevistas, como Skocpol enfatiza, con cierta razón,23 pero las intenciones y los proyectos de los participantes —de Madero y Zapata, de Huerta y Carranza, de Calles y Cárdenas— son evidentes e importantes. Tal intencionalidad individual (o colectiva) es marginal en la Revolución industrial y totalmente ausente en la neolítica.24
De la misma manera, podemos distinguir entre revoluciones que son, más que nada, políticas (como la revolución de la Independencia en México) y las que son sociopolíticas (como la Revolución, en su totalidad, 1910-1940). Por supuesto, estas etiquetas —política, sociopolítica, socioeconómica, cultural, etc.— son guías analíticas, no categorías absolutas; en la realidad se mezclan, ya que una revolución política radical conllevará inevitablemente consecuencias sociales y / o económicas, mientras que es difícil imaginar una revolución socioeconómica que no tenga resultados políticos.25 Debe notarse también que la relación entre el proceso y el resultado no es necesariamente proporcional. Los cinco o diez años de lucha sangrienta en México (1910-1915/1920) produjeron un resultado menos radical que dos años de lucha mucho menos extensa y costosa en Cuba (1957-1958). Además, ha habido procesos revolucionarios que nunca dieron lugar a resultados proporcionales: la rebelión Taiping en China (1850-1865) y la Violencia colombiana (1948-1958).26 Como observa Tilly, en el contexto de la Europa temprano-moderna hay muchas más situaciones revolucionarias (es decir, casos de soberanía múltiple) que resultados revolucionarios.27 Es también posible tener resultados “revolucionarios” (cambios estructurales radicales) que no surjan a raíz de procesos revolucionarios (de lucha intensa, violenta, polarizada, etc.), por ejemplo, las revoluciones “de terciopelo” de la Europa oriental en 1989 (al menos fuera de Rumania). En cuanto a sus resultados, éstas fueron verdaderas revoluciones, pero ocurrieron cuando el régimen comunista se desplomó desde adentro; en este sentido, fueron revoluciones al estilo de James Harrington.28 Las revoluciones “grandes” o “sociales”, por tanto, involucran resultados radicales que son productos de procesos de conflicto intenso y violento.
Por supuesto, la revolución no es el único camino hacia el cambio radical; de hecho, es un camino costoso y áspero y debemos evitar la tentación de romantizarlo. (Recomiendo las novelas de Mariano Azuela como antídotos contra el romanticismo de silla revolucionario). Como ejemplos del cambio rápido y radical, las revoluciones deben verse en sus contextos, como elementos en procesos de cambio dinámico más amplios. Aunque esta observación puede parecer algo obvia y trillada, nos hace recordar que las revoluciones deben cumplir su papel con las materias disponibles; obran conforme al dich...

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