Entre gula y templanza
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Entre gula y templanza

Un aspecto de la historia mexicana

Sonia Corcuera de la Mancera

  1. 176 pages
  2. Spanish
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Entre gula y templanza

Un aspecto de la historia mexicana

Sonia Corcuera de la Mancera

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Pocas veces se reflexiona sobre una actividad tan cotidiana como la de comer. El libro de Sonia Corcuera es pionero en este campo, y constituye uno de los atisbos más interesantes de una historia culinaria mexicana donde lo más significativo no sólo es el detalle anecdótico sino la lectura inteligente de la cultura gastronómica mexicana, una de las más ricas del mundo.

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Information

Year
2015
ISBN
9786071630537
Topic
Art
III. LA EVOLUCIÓN: ALGUNOS INGREDIENTES
¿MAÍZ O TRIGO?
Que yo, Señora nací
En la América abundante […]
A donde el común sustento
Se da casi tan de balde,
Que en ninguna parte más
Se ostenta la tierra madre.
SOR JUANA INÉS1
AMBOS tienen una importante connotación cultural: el maíz es la vida de América y detrás del trigo está la tradición judeocristiana que enraizó en Europa. Los dos unidos, y en alguna medida ayudados por el arroz asiático, dieron a México su carácter mestizo.
Cristo es el Dios del pan. Vino al mundo en la época en que los judíos se veían obligados a entregar a Roma, como impuesto, la cuarta parte de sus cosechas; y ofreció a un pueblo pobre, hambriento y dominado una eternidad de plenitud: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre”. (Juan VI, 51). Desde antes de la venida de Jesús, el Oriente creía en la existencia de un pan de vida que daba la inmortalidad. Los judíos cautivos en Babilonia (586-536 a. C.) habían conocido la epopeya de Gilgamesh, el héroe que aspiraba a la inmortalidad. Ur-Shanabi, el barquero de los dioses, coció para Gilgamesh siete panes celestes que lo mantendrían despierto durante “la prueba” que debía durar siete días, siendo el siete el número de la totalidad y dotado de mayor contenido mágico y religioso para los mesopotámicos.
La pasta está mezclada para el primer pan,
El segundo pan está ya amasado,
El tercero está humedecido,
He rociado de harina el cuarto y lo he horneado,
El quinto comienza a dorar,
El sexto… ¡Pero duermes, Gilgamesh!2
Y durmiéndose el héroe fracasó en la prueba de la inmortalidad, por ser el sueño el umbral de la muerte. Por eso la multitud percibía algo conocido en las palabras de Cristo a propósito del pan que tenía la virtud de hacer inmortal. Lo inconcebible era que Jesús se designara a sí mismo como pan: “Yo soy el pan de vida” (Juan VI, 48). Al invitar con un realismo sin par a comer su carne y beber su sangre (Juan VI, 51-56), Cristo ponía a los judíos en un verdadero dilema pues, a diferencia de los pueblos mesoamericanos que valoraban la sangre humana, repugnaba a aquéllos todo consumo de la misma. “No comeréis la sangre de ninguna carne, pues la vida de toda carne es su sangre. Quien la coma será exterminado” (Lev., XVII, 14). No olvidemos tampoco que el pan y el vino eran la comida que se ofrecía a los hombres en las condiciones usuales del mundo antiguo.
Los españoles tenían buenas razones para cultivar trigo en la Nueva España, pues además de su gusto natural por el pan, éste era indispensable para obtener las hostias utilizadas en la misa. Por esa época, la alimentación de toda Europa se fundamentaba en el pan, aunque, como ya se ha visto, no necesariamente de trigo.
Juan Domingo Sala, médico nacido en Padua, Italia, en 1579, informa al respecto: “La inmensa mayor parte de la humanidad vive de pan sólo, y el resto de nuestra especie, aun cuando disponga de otras cosas, tiene la costumbre de comer la doble o triple cantidad de pan que de otras cosas”.3 En cambio, el pan europeo dejó indiferente al mundo indígena. ¿Para qué batallar con una semilla que tarda un año en crecer, cuyo cultivo requiere técnicas extrañas y cuyo sabor es raro, por no decir desagradable, si tenemos el maíz que madura en tres meses, se transforma en multitud de platillos, es buen alimento y además nos gusta? Más aún, no querían recibir el pan de trigo ni como limosna. Suárez de Peralta relata en este sentido lo siguiente: “A los indios pobres que andan a pedir […] pan no lo solían recibir ni por imaginación, no digo mendrugo, sino pan de más de libra y media, sino los volvían a la cara. Yo lo vi en mi casa hacer a un pobre, volver el pan y decir que dinero pedía él, que no pan”.4
Este párrafo plantea dos preguntas: ¿por qué los españoles ofrecían el pan? y ¿por qué los indios lo rechazaban? El concepto medieval de caridad incluía dar limosna al pobre, lo cual era casi equivalente a dar pan al hambriento. Una investigación sobre la escasez de trigo en Inglaterra5 revela que en los siglos XI y XII se registró un hambre cada catorce años como promedio, y el pueblo sufrió veinte años de hambre en el término de doscientos años. En el siglo XIII la lista muestra la misma proporción de hambres: añadiendo cinco años de precios elevados la cantidad es aún mayor. En conjunto, las épocas de escasez disminuyeron durante los tres siglos siguientes; pero el término medio desde 1202 hasta 1500 es el mismo; es decir, siete hambres y diez años de hambre por siglo: el hambre de aquellos días no representaba sólo privaciones, sino la muerte.
Por lo tanto, el pan de trigo se ofrecía en el contexto cultural europeo a finales de la Edad Media, donde el hambre rondaba permanentemente. El indígena, por su parte, lo rechazaba, porque aunque fuera tan pobre que pidiera limosna, su gana o necesidad de comer sólo quedaba satisfecha con maíz. Quienes afirman que el maíz es un alimento de mala calidad o que sólo es adecuado para pueblos inferiores, deberían preguntarse qué tomaban los pueblos de Europa durante la Edad Media y las épocas siguientes.
El pan de trigo era una rareza reservada a los habitantes de las ciudades, y esto sólo en épocas de abundancia, o a los campesinos de zonas agrícolas privilegiadas. La mayoría de la población se conformaba con pan hecho de otros cereales, o aun de corteza de pinos y abetos.6 Un jesuita que en el reinado de Felipe II recorrió parte de la actual provincia de Huelva, describe a sus habitantes alimentándose de bellotas “al uso antiguo; pan de trigo, por maravilla y por regalo”.7 En Mallorca el déficit de trigo era casi permanente.8 Lo usual era un pan burdo, de color gris o negro y, según la región de que se tratase, entraba en su composición cebada, centeno, avena, castañas o guisantes.9 Una dieta basada solamente en estos tipos de pan no era sana. Es muy posible, afirma Prentice, que la peor enfermedad de la Edad Media fuese el estado continuamente retardado del metabolismo debido a una dieta con predominio excesivo de pan que, a la vez, originaba “regimientos enteros de enfermedades”.10 En efecto, quizá no fuera causa de un mal único, pero sí la condición favorable para que éstos se desarrollaran. Shakespeare habla de un hombre que “se va a la cama harto de un nocivo pan”;11 Bonámico —médico italiano que vivió en la segunda mitad del siglo XVI— dice que una gran comilona de pan es demasiado nutritiva y “obstruye el sistema circulatorio”.12 Los ejemplos podrían multiplicarse en este sentido.
Vale la pena mencionar cómo dos productos originales de América, la papa y el maíz, ayudaron a resolver el problema del hambre en Europa. El auge de la primera se debe al francés Antoine Augustin Parmentier (1737-1813), quien poco antes de la Revolución francesa publicó Recherches sur les végétaux nourissants qui, dans tous les temps de disete, peuvent remplacer les aliments ordinaires (París, 1781). Como su nombre lo indica, se trataba de una investigación sobre los vegetales nutritivos y útiles que en momentos de escasez podían sustituir a los productos aceptados y gustados tradicionalmente. El maíz, por su parte, se popularizó en partes de España a fines del siglo XVII. “Mucho mejor adaptado a un clima húmedo que el trigo y el centeno, garantizó en adelante la subsistencia de la población.”13 Lo que podría llamarse la minirrevolución de la papa contribuyó a alejar de grandes zonas de Europa la conocida figura del hambre. En menor proporción y en zonas más localizadas, sucedió lo mismo con el maíz.
En las tierras americanas, la entrega del indígena al maíz era total e incondicional. Además de tomarlo en tortillas y tamales, existía el atolli14 tan gustado entre los indios —escribe Clavijero— que no podían pasar sin él. Incluso los españoles, que lo consideraban desabrido y lo llamaban atole, “reconocen su utilidad y lo administran comúnmente por alimento a sus enfermos”.15 El cocinero mexicano, llama al atole de maíz: “Sanísimo y buen alimento […] único recurso de la gente pobre y el más conforme en las enfermedades, por tener la cualidad de mantener las fuerzas del paciente sin irritarle los intestinos y sin causar fatiga a su estómago, siendo de facilísima digestión a causa de su levedad y abundancia de fécula”.16
Los ancianos lo apreciaban sobremanera. Payno se refiere a una viejecita que se mantenía de atoles y tortillas y que vivía “arrimada” en una atolería donde en el día trabajaban, frente a un brasero y dos comales, “cuatro indias asquerosas, con los pechos colgantes y las cabezas enmarañadas, moliendo el maíz y haciendo el atole y las tortillas”.17
Está claro que el maíz siguió siendo, aún después de la Independencia, el alimento por excelencia del pueblo de México. Para éste, la necesidad imperiosa de comerlo no había cambiado con el paso del tiempo y la abundancia o escasez de la alimentación se calculaba según la relativa facilidad con que se obtuviese. Así se explica que, mientras personas de otras culturas o de costumbres alimenticias más adaptables mencionen la riqueza y la generosidad del suelo mexicano, el pueblo sólo tuviese ojos para el legendario maíz.
Con pocos habitantes y alimentos variados, los hombres del Nuevo Mundo llegaron a tener aparentemente resuelto su problema de subsistencia. Pero los factores materiales, que eran favorables en este caso, no fueron suficientes para resolver el problema del bienestar culinario de las grandes mayorías. La producción sólo tiene sentido en relación con el consumo, pero, ¿qué es consumo? “Aquello que al comerse se extingue o destruye”; pero lo que estaba disponible para ser comido no era, por desgracia, necesariamente sinónimo de lo que el habitante de estas tierras estaba dispuesto a tomar con gusto. Dávalos tiene una frase muy apropiada para d...

Table of contents

  1. Portada
  2. Advertencia a la tercera edición
  3. Introducción
  4. I. En busca de comida
  5. II. El encuentro
  6. III. La evolución: algunos ingredientes
  7. IV. La evolución: los lugares
  8. V. Siglo XIX. Permanencia y cambio
  9. Conclusión
  10. Apéndice I
  11. Apéndice II
  12. Bibliografía
  13. Créditos de las ilustraciones
  14. Índice
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Mancera, S. C. (2015). Entre gula y templanza ([edition unavailable]). Fondo de Cultura Económica. Retrieved from https://www.perlego.com/book/1987821/entre-gula-y-templanza-un-aspecto-de-la-historia-mexicana-pdf (Original work published 2015)

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Mancera, Sonia Corcuera. (2015) 2015. Entre Gula y Templanza. [Edition unavailable]. Fondo de Cultura Económica. https://www.perlego.com/book/1987821/entre-gula-y-templanza-un-aspecto-de-la-historia-mexicana-pdf.

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Mancera, S. C. (2015) Entre gula y templanza. [edition unavailable]. Fondo de Cultura Económica. Available at: https://www.perlego.com/book/1987821/entre-gula-y-templanza-un-aspecto-de-la-historia-mexicana-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Mancera, Sonia Corcuera. Entre Gula y Templanza. [edition unavailable]. Fondo de Cultura Económica, 2015. Web. 15 Oct. 2022.