VII
El último jardín
Una pista de 750 kilómetros une Mossman con Lockhart River, en el norte de Cairns, en la península de York, Australia; el extremo adelantado de Queensland a lo largo del estrecho de Torres que separa Australia de Nueva Guinea: una punta de tierra que los blancos denominan el Top-end con un matiz de inquietud y admiración soñadora en la voz. Está lejos.
Dos días de camino por carreteras de tierra y polvo rojo atravesando eucaliptos y xantorroeóideas, que los primeros ingleses llamaban black-boys1 por su tronco ennegrecido y sus penachos de hojas finas parecidas a cabellos. Esta planta pirófila de cuerpo ennegrecido marca el paisaje entre los termiteros esculpidos y la sombra luminosa de los bosques de gomeros. De ellos surgen ualabíes inquietos, emúes o koalas, más raramente un varano o un equidna dorado. Aquí los animales se muestran con su expresión más directa en sintonía con un hábitat inalterado desde hace milenios. Estamos en su hogar.
Hacia el este, Lockhart River mira al océano. La influencia seca de la sabana se detiene en las proximidades de los bosques altos, a lo largo de la orilla, donde los casuarios, con sus cascos, son los guardianes del bosque. Nadie se acerca a esta ave por miedo a un ataque; el casuario no teme enfrentarse a un humano. Sin embargo, el peligro no viene de la tierra. En este extremo de las costas donde se agota la Barrera de Coral, por donde pasan los cargueros que unen las tierras australes con el resto del mundo, vive el cocodrilo de mar, un animal fabuloso que impide acercarse al agua. El cocodrilo que llevamos tiempo observando desde un islote de Restauration Island patrulla muy lentamente por las rocas. Solo son visibles su cresta y sus órganos en forma de periscopio: los orificios nasales y los ojos. Este mide cuatro metros —decimos vagamente decepcionados—, pero un adulto llega a medir el doble; le gustan las tortugas y los delfines, y no desdeña al ser humano. En Lockhart River, playa perfecta salpicada de rocas y mangles, no se baña nadie.
Lockhart, considerada territorio aborigen, en realidad se presenta como una reserva en la que los indígenas australianos, supervivientes de los “safaris genocidio”, brutalmente sendentarizados, acaban sus vidas bajo vigilancia, según un modelo cultural enturbiado por Occidente.2 Este pueblo nómada, detenido en su recorrido vital, intenta combinar su tradición con las órdenes administrativas de los blancos. Ya no cazan y, al no ser ya capaces de reconocer las especies, tampoco recolectan.3 Están autorizados a cazar unos pocos dugongos, un mamífero marino altamente protegido. El resto de los alimentos procede del supermercado, último instrumento del genocidio insidioso de las poblaciones cautivas, donde se ofrece diabetes, obesidad y dependencia a un módico precio. El alcohol y la droga (prohibidos) se comercializan en el mercado negro organizado, ante el cual la administración territorial abre y cierra los ojos arbitrariamente. La noche de nuestra llegada al pueblo disperso de Lockhart, estaban cocinando dugongo en la casa de al lado y se ofrecía alcohol a escondidas; una pequeña fiesta.
No hemos venido a ver casuarios, varanos, ualbíes, dugongos ni cocodrilos, sino a los artistas del centro dirigido por Camille Masson, donde un grupo denominado “La pandilla del arte” produce, como en otros lugares de Australia, una serie de obras muy coloridas hechas con puntitos sobre telas preparadas: el arte aborigen.
¿Qué significa “arte aborigen”? ¿Acaso existe un arte aparte para un pueblo en el que todo es arte: la transmisión geográfica, el vocabulario cantado o dibujado, el dispositivo ritual y familiar? Lo que designamos como “arte aborigen” solo abarca una parte de los medios utilizados por estas poblaciones para mantener y desarrollar la comunicación ordinaria y la transmisión de los mitos. La relación del pueblo aborigen con el cosmos nace del “sueño original” a partir del cual se desarrollan los ritos y el arte de vivir, según una separación por clanes perfectamente codificada. Las obras pintadas más conocidas son dibujos realizados con puntitos; sin embargo, cada clan produce en realidad muchas otras formas de expresión. La sociedad mercantil se ha quedado con los formatos comercializables: músicas grabadas, pinturas en soportes móviles y esculturas. ¿Qué hacer con los dibujos realizados sobre el cuerpo y en la arena, con los mensajes volátiles de Los trazos de la canción?4
Lo que hoy percibimos de la civilización aborigen de Australia muestra el papel motor del arte, su poder constitutivo y estructural en la sociedad antes de naufragar en la función mercantil. Mientras me preguntaba sobre los aspectos triviales del arte, sus vertientes profanas y sagradas, sus emergencias domésticas y cotidianas, se planteó la cuestión del jardín: ¿existe un arte aborigen de los jardines? En el jardín de al lado, los cocineros están atareados en torno a una barbacoa improvisada donde está la olla con el dugongo. Pero ¿se trata de un jardín?
Aquí cada familia recibe una vivienda parecida a la de los blancos y cada una posee un terreno. En torno a las casas ocupadas por el personal administrativo se pueden ver flores, frutales y huertos. El contorno de las casas ocupadas por los aborígenes se presenta como una zona de espacio libre, un aparcamiento, un lugar para sentarse o de reunión, una cocina: no hay jardín. Pregunto por todas partes si puedo ver un jardín, se me dice que eso no existe en Lockhart River; y, por otra parte, es posible que no haya ninguno en toda la Australia aborigen.
¿Por qué un pueblo sedentarizado desde hace un siglo, asignado aquí a una parcela fútil, no realiza ninguna tarea con la tierra? ¿Qué motivos empujan a los habitantes del antiguo Gondwana?5 Esta p...