El loro de Flaubert
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El loro de Flaubert

Julian Barnes, Antonio Mauri

  1. 232 pages
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El loro de Flaubert

Julian Barnes, Antonio Mauri

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Un despliegue de gran audacia técnica y elegante virtuosismo, al servicio de una amenísima trama en la que se alterna la ficción con hechos reales muy imaginativamente ordenados. Un libro que ha tenido un extraordinario éxito, tanto de crítica como de ventas, y ha recibido numerosos galardones. Esta novela no trata sólo del loro que aparecía en Un coeur simple, sino también de ferrocarriles y de osos; de Francia y de Inglaterra; de la vida y del arte; del sexo y de la muerte; de George Sand y de Louise Colet; de los (odiados) estudiosos de la obra de Flaubert y de las virtudes del lector «aficionado». Y todo ello de la pluma de un enigmático narrador, el doctor Braithwaite, apasionado por Flaubert, cuya vida y secretos nos son progresivamente desvelados.

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Information

Year
2006
ISBN
9788433936301

1. EL LORO DE FLAUBERT

Seis norteafricanos jugaban a la petanca al pie de la estatua de Flaubert. Se oían limpios chasquidos por encima del estruendo de la circulación atascada. Con una final e irónica caricia de la yema de los dedos, una mano morena lanzó una esfera plateada que aterrizó, botó pesadamente, y trazó una curva acompañada de un lento esparcimiento de polvo duro. El lanzador se congeló en una elegante estatua temporal: las rodillas no desdobladas del todo, y la mano derecha extáticamente extendida. Me llamó la atención una arremangada camisa blanca, un antebrazo desnudo y una mancha en el envés de la muñeca. No era un reloj, como pensé al principio, ni un tatuaje, sino una calcomanía de colores: el rostro de un santón político muy admirado en el desierto.
Permítaseme que comience con la estatua: la de arriba, la permanente, la inelegante, la que llora lágrimas cúpricas, la imagen legada de ese hombre de suelta corbata de lazo, chaleco de ángulos rectos, pantalones holgados, mostacho desordenado, y aspecto receloso, fríamente distante. Flaubert no devuelve la mirada. Desde la Place des Carmes vuelve la vista hacia el sur, en dirección a la Catedral, a la ciudad que despreciaba, y que a su vez le ha ignorado casi siempre. Mantiene la cabeza defensivamente alzada: sólo las palomas pueden ver en toda su dimensión la calvicie del escritor.
Esta estatua no es el original. Los alemanes se llevaron al primer Flaubert en 1941, junto con las verjas y las aldabas. Es posible que la transformaran en insignias para sombreros. Durante un decenio, aproximadamente, el pedestal quedó vacío. Luego, un alcalde de Rouen que era un entusiasta de las estatuas consiguió encontrar el molde, obra de un ruso que se llamaba Leopold Bernstamm, y el ayuntamiento aprobó la realización de un nuevo vaciado. Rouen adquirió para sí misma una estatua como debe ser, de metal, con un noventa y tres por ciento de cobre y un siete por ciento de estaño: los fundidores, la empresa Rudier de Châtillon-sous-Bagneux, afirman que esta aleación está garantizada contra la corrosión. Otras dos ciudades, Trouville y Barentin, participaron económicamente en el proyecto y recibieron sendas estatuas de piedra. Que no han resistido tan bien la intemperie. El muslo derecho de Flaubert ha tenido que ser remendado en Trouville, y se le han caído fragmentos del mostacho: los alambres estructurales asoman como ramitas del pedazo de cemento armado que hay en su labio superior.
Quizá sean dignas de crédito las garantías dadas por la fundición; esta segunda edición de la estatua quizá dure. Pero no encuentro ningún motivo en particular que me inspire confianza. Ninguna otra cosa que haya tenido que ver con Flaubert ha durado jamás. Murió hace poco más de cien años, y no queda de él más que papel. Papel, ideas, frases, metáforas, una prosa estructurada que se convierte en sonido. Esto, casualmente, es justo lo que él hubiera querido; los únicos que se quejan, sentimentalmente, son sus admiradores. La casa del escritor en Croisset fue derribada poco después de su muerte y reemplazada por una fábrica para la extracción de alcohol del trigo malogrado. No sería tampoco muy difícil librarse de su estatua: si un alcalde amante de las estatuas puede levantarla, otro –quizás un acérrimo defensor de la línea del partido, alguien que ha leído por encima lo que Sartre dice de Flaubert– podría retirarla celosamente.
Empiezo por la estatua debido a que fue ahí en donde empezó el proyecto en su conjunto. ¿Por qué la escritura hace que sigamos la pista del escritor? ¿Por qué no podemos dejarle en paz? ¿Por qué no nos basta con los libros? Flaubert quería que bastasen: pocos escritores han creído con tanta firmeza en la objetividad del texto escrito y la insignificancia de la personalidad del escritor; y aun así, seguimos desobedientemente a nuestro aire. La imagen, el rostro, la firma; la estatua con un noventa y tres por ciento de cobre y la fotografía de Nadar; el pedacito de ropa y el rizo. ¿Cómo es que las reliquias nos ponen tan cachondos? ¿No tenemos la fe suficiente en las palabras? ¿Creemos que los restos de una vida contienen cierta verdad auxiliar? Cuando murió Robert Louis Stevenson, su codiciosa niñera escocesa comenzó a vender calladamente pelo que, según afirmaba ella, había cortado de la cabeza del escritor cuarenta años antes. Los fieles, los buscadores, los perseguidores compraron la cantidad suficiente de pelo como para rellenar un sofá.
He decidido dejar Croisset para más adelante. Pasé cinco días en Rouen, y el instinto infantil sigue haciendo que me reserve lo mejor para el final. ¿Actúa a veces este mismo impulso en los escritores? ¿Espera, espera, aún no has llegado a lo mejor? Si es así, qué atormentadores son los libros inacabados. Un par de tales libros me vienen inmediatamente a la memoria: Bouvard et Pécuchet, en donde Flaubert quiso englobar y sojuzgar el mundo entero, todos los afanes humanos y todas las decepciones; y L’Idiot de la famille, en donde Sartre quiso encerrar todo Flaubert: encerrar y sojuzgar al gran escritor, al gran burgués, al terror, al enemigo, al sabio. Un ataque al corazón puso punto final al primer proyecto; la ceguera abrevió el segundo.
A mí también se me ocurrió una vez que podía escribir libros. Disponía de las ideas; incluso tomé notas. Pero era médico, casado y con hijos. No se puede hacer bien más que una sola cosa: Flaubert lo sabía. Lo que yo hacía bien era ser médico. Mi esposa..., murió. Mis hijos están ahora desperdigados; escriben cada vez que les impulsa la mala conciencia. Viven su propia vida, naturalmente. «¡La vida! ¡La vida! ¡Erecciones!» El otro día estaba leyendo estas exclamaciones de Flaubert. Hicieron que me sintiera como una estatua de piedra con un parche en la entrepierna.
¿Los libros no escritos? No son motivo de resentimiento. Ya hay demasiados libros. Además, recuerdo el final de L’Éducation sentimentale. Frédéric y su compañero Deslauriers vuelven la vista atrás para contemplar sus vidas. Su último y favorito recuerdo es el de una visita a un burdel realizada hace muchos años, cuando ambos eran todavía unos colegiales. Habían trazado con todo detalle el plan de la excursión, se hicieron rizar el pelo especialmente para ese acontecimiento, e incluso robaron flores para regalárselas a las chicas. Pero cuando llegaron al burdel Frédéric se puso nervioso, y los dos huyeron corriendo de allí. Así fue el mejor día de sus vidas. ¿No será que la forma más segura de placer, nos dice implícitamente Flaubert, es el placer de la ilusión? ¿Acaso hay alguien que necesite irrumpir en el desolado desván del cumplimiento?
Me pasé el primer día errando por Rouen, tratando de reconocer algunos de los rincones por los que pasé en 1944. Amplias zonas habían sido blanco de las bombas y granadas, claro; cuarenta años después todavía están remendando la Catedral. No encontré casi nada que me permitiese colorear mis monocromos recuerdos. Al día siguiente me fui en coche hacia el oeste, camino de Caen, y luego me desvié hacia las playas del norte. Hay que seguir toda una serie de letreros de hojalata estropeados por la intemperie, colocados por el Ministère des Travaux Publics et des Transports. Por aquí se va al Circuit des Plages de Débarquement: una ruta turística del desembarco. Al este de Arromanches están las playas británicas y canadienses: Gold, Juno, Sword. Una elección de nombres escasamente ingeniosa; mucho menos memorables que Omaha y Utah. A no ser, desde luego, que sean los actos quienes hacen que las palabras sean memorables, en lugar de ocurrir al revés.
Graye-sur-Mer, Courseulles-sur-Mer, Ver-sur-Mer, Asnelles, Arromanches. Bajando por diminutas callejas secundarias desembocas de repente en una Place des Royal Engineers o una Place W. Churchill. Tanques herrumbrosos permanecen aún en guardia junto a las chozas playeras; unos monumentos hechos con bloques de piedra anuncian en inglés y francés: «El 6 de junio de 1944 Europa fue liberada aquí gracias al heroísmo de las Fuerzas Aliadas.» Es un lugar muy tranquilo y en absoluto siniestro. En Arromanches introduje un par de monedas de un franco en el Télescope Panoramique (Très Puissant 15/60 Longue Durée) y seguí el arco en código Morse que traza el muelle Mulberry hasta su final, mar adentro. Punto, raya, raya iban diciendo los bloques de cemento, mientras entre ellos se colaba tranquilamente el agua. Estos angulosos cantos rodados de chatarra bélica habían sido colonizados por los cormoranes moñudos.
Almorcé en el Hôtel de la Marine, que domina la bahía. Me encontraba cerca del lugar en donde habían muerto amigos míos –los repentinos amigos que produjeron aquellos años– y sin embargo no me emocioné. División Armada n.° 50 del Segundo Ejército Británico. Los recuerdos salieron de sus escondites, pero las emociones no; ni siquiera los recuerdos de las emociones. Cuando terminé de comer me fui al museo y vi un documental sobre el desembarco, y luego recorrí en coche los diez kilómetros que me separaban de Bayeux para examinar otra invasión de una a otra orilla del Canal de la Mancha, ocurrida nueve siglos antes. El tapiz de la reina Matilde es como una película horizontal en la que las imágenes están unidas por los lados. Ambos acontecimientos me parecieron igualmente extraños: el uno, demasiado remoto para ser cierto; el otro, demasiado familiar para ser cierto. ¿Cómo captamos el pasado? ¿Llegamos a atraparlo alguna vez? Cuando yo era estudiante de medicina, unos bromistas soltaron en mitad de un baile de final de curso un cochinillo untado en grasa que estuvo revolviéndose entre las piernas, zafándose de todos los intentos de capturarlo, soltando chillidos continuamente. La gente caía de bruces cuando trataba de cogerlo, y quedó ridiculizada. A veces el pasado parece comportarse como ese cochinillo.
Durante mi tercer día en Rouen me fui andando hasta el HôtelDieu, el hospital del que el padre de Flaubert fue cirujano jefe, y en donde el escritor vivió su infancia. Se pasa por la Avenue Gustave Flaubert, delante de la Imprimerie Flaubert y de un snack-bar llamado Le Flaubert: tienes la sensación, sin duda, de no estar equivocándote de camino. Cerca del hospital vi aparcada una rubia Peugeot de color blanco: llevaba pintadas unas estrellas azules, un número de teléfono y las palabras AMBULANCE FLAUBERT. ¿El escritor como terapeuta? Improbable. Recordé la réplica de matrona que le dirigió George Sand a su joven colega: «Tú provocarás, sin duda, la desolación –escribió–; yo, el consuelo.» En el Peugeot hubiera tenido que decir AMBULANCE GEORGE SAND.
En el Hôtel-Dieu me franqueó la entrada un desvaído y azogado gardien cuya bata blanca me desconcertó. No era médico, pharmacien ni árbitro de cricket. Las batas blancas suponen asepsia y claro juicio. ¿Por qué tiene que llevar bata blanca el vigilante de un museo? ¿Para proteger de los gérmenes la infancia de Flaubert? Me explicó que el museo estaba dedicado en parte a Flaubert y también a la historia de la medicina, y luego me condujo apresuradamente por las salas, cerrando con ruidosa eficacia las puertas en cuanto las habíamos franqueado. Me mostró la habitación en la que nació Gustave, su frasco de eau-de-Cologne, su tarro de tabaco y su primer artículo de revista. Varias imágenes del escritor confirmaron el calamitoso y temprano cambio que sufrió cuando dejó de ser un guapo joven para convertirse en un barrigudo y calvo burgués. La sífilis, deducen algunos. El envejecimiento normal en el siglo XIX, replican otros. Lo único que ocurrió fue quizá que su cuerpo tenía un gran sentido del decoro: cuando el cerebro que albergaba se declaró prematuramente viejo, la carne hizo todo lo posible por adecuarse a esa situación. Estuve recordándome a mí mismo repetidas veces que Flaubert había sido rubio. Nada más fácil que olvidarlo: las fotografías hacen que todo el mundo parezca moreno.
Las otras salas contenían instrumentos médicos de los siglos XVIII y XIX: pesadas reliquias metálicas que terminaban en puntas afiladas, y jeringas para dar enemas cuyo calibre me sorprendió incluso a mí. La medicina debía ser en aquel entonces una ocupación emocionante, desesperada, violenta; hoy en día se reduce a pastillas y burocracia. ¿O acaso sólo ocurre que el pasado parece tener más color local que el presente? Estudié la tesis doctoral de Achule, el hermano de Gustave: su título era «Algunas consideraciones sobre el momento de la operación de la hernia estrangulada». Un paralelismo fraternal: la tesis de Achille se transformó más adelante en una metáfora de Gustave. «Ante la estupidez de mi época, siento oleadas de odio que me asfixian. La mierda se me sube a la boca como en las hernias estranguladas. Pero yo quiero conservarla, fijarla, endurecerla; quiero transformarla en una pasta con la que embadurnaré el siglo XIX, de la misma manera que doran las pagodas indias con excrementos de vaca.»
Al principio me pareció extraña la yuxtaposición de estos dos museos. Sólo adquirió sentido cuando recordé la famosa caricatura de Lemot en la que Flaubert aparece diseccionando a Emma Bovary. El novelista agita en el extremo de un largo tenedor el goteante corazón que acaba de arrancar triunfalmente del cuerpo de su heroína. Blande en todo lo alto el órgano como una valiosa prueba quirúrgica, mientras que en la izquierda del dibujo asoman, apenas visibles, los pies de la tendida y violada Emma. El escritor como carnicero, el escritor como delicado bruto.
Luego vi el loro. Estaba en una habitacioncita y era verde intenso y tenía ojos despabilados, y la cabeza torcida en un ángulo interrogador. «Psittacus –decía la inscripción de su percha–. Loro que G. Flaubert tomó prestado del Museo de Rouen y colocó en su mesa de trabajo mientras escribía Un cœur simple, en donde recibe el nombre de Loulou, el loro de Félicité, principal personaje del cuento.» Una fotocopia de una carta de Flaubert confirmaba el dato: el loro, escribió, permaneció en su escritorio durante tres semanas, al término de las cuales su visión comenzó a irritarle.
Loulou se encontraba en buen estado, con las plumas tan recias y la mirada tan irritante como cien años atrás. Miré el pájaro, y me sorprendió sentirme tan en contacto con este escritor que prohibió desdeñosamente a la posteridad que se interesase en absoluto por su persona. Su estatua era una copia; su casa había sido derribada; sus libros llevaban naturalmente su propia vida: las reacciones que suscitaban no eran reacciones suscitadas por él. Pero aquí, en este loro verde tan nulamente extraordinario, conservado de forma rutinaria y al mismo tiempo misteriosa, había cierto elemento que me hizo sentir casi como si hubiera conocido al escritor. Me sentí conmovido y animado a la vez.
Cuando iba de regreso al hotel compré una edición para estudiantes de Un cœur simple. Quizá el lector conozca la historia. Trata de una criada pobre e inculta llamada Félicité, que sirve a la misma señora durante medio siglo, sacrificando sin resentimiento su propia vida por la de los demás. Siente afecto, sucesivamente, por un tosco novio, por los hijos de su ama, por su propio sobrino, y por un anciano que tiene un brazo canceroso. El azar se los arrebata a todos: mueren, o se van, o sencillamente la olvidan. Es una existencia en la que, como podía esperarse, los consuelos de la religión compensan la desolación de la vida.
El último objeto de esa serie cada vez más reducida de afectos es Loulou, el loro. Cuando, a su debido tiempo, también él muere, Félicité lo hace disecar. Guarda la adorada reliquia a su lado, e incluso forma el hábito de rezarle, arrodillándose ante él. Una confusión doctrinal acaba formándose en su simple cerebro: se pregunta si no sería mejor representar al Espíritu Santo, al que suele darse aspecto de paloma, como un loro. La lógica está sin duda de su parte: tanto los loros como el Espíritu Santo hablan, cosa que no les ocurre a las palomas. Al final del relato muere la propia Félicité. «Sus labios sonreían. Los movimientos de su corazón se hicieron cada vez más lentos, de latido en latido, cada vez más remotos, más suaves, como una fuente que se seca, como un eco que se desvanece; y, cuando exhaló el último suspiro, creyó ver, en el cielo entreabierto, un loro gigantesco que planeaba sobre su cabeza.»
El control del tono es vital. Imagínese el lector la dificultad técnica que supone escribir un cuento en el que un pájaro mal disecado y con un nombre ridículo termina representando una tercera parte de la Trinidad, y cuya intención no es satírica, sentimental ni blasfema. Imagínese además que hay que contar esa historia desde el punto de vista de una vieja ignorante, sin que el relato suene despectivo ni tímido. Pero es que el objetivo de Un cœur simple es completamente distinto: el loro es un ejemplo perfecto y controlado del estilo grotesco de Flaubert.
Podemos, si lo deseamos (y si desobedecemos a Flaubert), someter al pájaro a una interpretación adicional. Por ejemplo, hay paralelismos sumergidos entre la vida del novelista prematuramente envejecido y la maduramente envejecida Félicité. Los críticos han soltado a los hurones. Los dos eran personas solitarias; sus dos vidas quedaron manchadas por las pérdidas; los dos, por mucho dolor que sintieran, fueron perseverantes. Los que gustan de llevar las cosas más lejos aun insinúan que el incidente en el que Félicité es atropellada por una silla de postas en la carretera de Honfleur es una referencia sumergida al primer ataque epiléptico de Gustave, la vez que cayó en la carretera, a las afueras de Bourg-Achard. No sé. ¿Cuánto tiene que sumergirse una referencia para no morir ahogada?
En un sentido crucial, Félicité es absolutamente lo contrario de Flaubert: es casi incapaz de expresarse. Pero se podría discutir esta afirmación diciendo que aquí es donde aparece Loulou. El loro, el animal expresivo, un extraño ser que emite ruidos humanos. No es casual que Félicité confunda a Loulou con el Espíritu Santo, que es quien confiere el don de lenguas.
¿Félicité + Loulou = Flaubert? No exactamente; pero podría afirmarse que él está presente en los dos. Félicité contiene su carácter; Loulou, su voz. Podría decirse que el loro, que representa una ingeniosa vocalización sin apenas seso, es la Palabra Pura. Si usted fuera un académico francés podría decir que Loulou es un symbole du Logos. Siendo inglés, me apresuro a regresar a lo corpóreo: a esa esbelta y despabilada criatura que he visto en el Hôtel-Dieu. Imaginé a Loulou sentado a un lado del escritorio de Flaubert y devolviéndole su mirada como el sarcástico reflejo de un espejo de feria. No es de extrañar que tres semanas de su paródica presencia provocaran irritación. ¿Acaso el escritor es mucho más que un loro c...

Table of contents

  1. PORTADA
  2. NOTA DEL TRADUCTOR
  3. 1. EL LORO DE FLAUBERT
  4. 2. CRONOLOGÍA
  5. 3. LO PROMETIDO ES DEUDA
  6. 4. EL BESTIARIO DE FLAUBERT
  7. 5. ¡CLOC!
  8. 6. LOS OJOS DE EMMA BOVARY
  9. 7. LA TRAVESÍA DEL CANAL DE LA MANCHA
  10. 8. GUÍA FERROVIARIA DE FLAUBERT
  11. 9. LOS APÓCRIFOS DE FLAUBERT
  12. 10. LOS ARGUMENTOS EN CONTRA
  13. 11. LA VERSIÓN DE LOUISE COLET
  14. 12. DICCIONARIO DE TÓPICOS
  15. 13. RELATO PURO
  16. 14. EXAMEN
  17. 15. Y EL LORO...
  18. CRÉDITOS
  19. NOTAS
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APA 6 Citation

Barnes, J. (2006). El loro de Flaubert ([edition unavailable]). Editorial Anagrama. Retrieved from https://www.perlego.com/book/3174298/el-loro-de-flaubert-pdf (Original work published 2006)

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Barnes, Julian. (2006) 2006. El Loro de Flaubert. [Edition unavailable]. Editorial Anagrama. https://www.perlego.com/book/3174298/el-loro-de-flaubert-pdf.

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Barnes, J. (2006) El loro de Flaubert. [edition unavailable]. Editorial Anagrama. Available at: https://www.perlego.com/book/3174298/el-loro-de-flaubert-pdf (Accessed: 15 October 2022).

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Barnes, Julian. El Loro de Flaubert. [edition unavailable]. Editorial Anagrama, 2006. Web. 15 Oct. 2022.