V-1) Didáctica del país
Mientras en la poesía se iniciaba ese esfuerzo de vocación, no de mero ocio, que en alguna medida traducía una disciplina literaria, la conciencia práctica del período que llamo «paisal», impregnada también de iluminismo, estrenaba la expresión didáctica en la prosa.
Como se recordará, la primera prosa cubana había sido de intención histórica: testimonio de una comunidad que empezaba a percatarse de sus caracteres como tal, y en quien la peripecia de la ocupación inglesa había súbitamente acentuado la conciencia de tiempo y espacio. A seguidas, en las postrimerías del siglo XVIII y comienzos del XIX la elocuencia sagrada parece haber tenido cierto auge. De uno de los predicadores de entonces, el padre Juan Bautista Barea, pudo escribir más tarde el historiador Guiteras que había sido «el príncipe de los oradores de su tiempo». Supongo que se trataría del tiempo cubano; pero como apenas disponemos de textos que nos permitan juzgar de aquella elocuencia, no estará de más hacer prudentes descuentos en semejantes testimonios.
Producto, sin duda, de la educación clásica impartida por los jesuitas y por los dominicos de la Universidad, ni siquiera aquella oratoria parece haber sido ajena, sin embargo, a la influencia del iluminismo, que había estando llegando a Cuba amparada bajo los hábitos de Feijóo y del padre Isla. Ya vimos que la jerarquía eclesiástica misma estaba bajo ese signo: el padre Caballero, quien inició la reforma filosófica que un obispo, Hechavarría, había recomendado y que otro obispo insigne, Espada y Landa, había de estimular después. Aunque no siempre los púlpitos respondían a ese pensamiento oficial, y se dejaban oír todavía los ecos ascéticos de la Contrarreforma, hay indicios de que también aquella elocuencia sagrada comenzaba ya a proyectarse hacia la promesa del mundo y sus obras. Es sorprendente la unidad mental de la época.
Pero el más inequívoco rendimiento de la inculcación iluminista fue una edificación de otro género: la prosa didáctica, que da entrada a lo que había de ser una gran tradición cubana. Adelantémonos a decir que la didáctica, en sus distintas modalidades, es lo mejor en las letras cubanas del siglo XIX. Cuando Menéndez y Pelayo, en su Historia de la Poesía Hispanoamericana, afirma que Cuba alcanzó, «a la sombra de la bandera de la Madre Patria, una literatura igual, cuando menos, en cantidad y calidad, a la de cualquiera de los grandes Estados (americanos) independientes, y una cultura científica y filosófica que todavía no ha amanecido en varios de ellos», la afirmación vale, sobre todo, por su segundo término. Esa «cultura científica y filosófica» tuvo como expresión la didáctica escrita. Pero, ¿hasta qué punto es eso «literatura»?
El pensamiento suele moverse en tales obras sin tangencia alguna con la sensibilidad y la preocupación estéticas. Mas los escritos de Arango, Varela, Luz y Caballero, Saco, etc., son expresión letrada de la conciencia y la cultura de los tiempos; y esto es lo que más ha de interesar al historiador de las letras de un pueblo en formación, donde el fenómeno artístico, al cabo, es casi siempre imitativo y subalterno. Si por no ser «bellas letras» excluyéramos esa prosa de nuestra relación, estaríamos omitiendo el aporte más sustantivo y perdurable de las letras cubanas. Dispongámonos, pues, a tomarlo en cuenta muy principal, aunque ello a menudo nos obligue a ponderar valores más ideológicos que estéticos.
Esa tradición arranca del esfuerzo de los primeros iluministas por mejorar la sociedad primaria en que vivían y por recabarle los derechos a que ya la consideraban acreedora. De ese esfuerzo se derivó una obra crítica o gestora, de edificación y de polémica a la vez, que se desdobla en dos intenciones principales: económica la una, filosófica la otra. Ambas se caracterizan por una tendencia relativista, propia de toda reacción contra el absolutismo en sus varias modalidades. Se entiende esencialmente por absolutismo —no estará de más recordarlo— todo orden de ideas o de prácticas que se funda en la afirmación de prejuicios y valores incondicionados, ajenos al tiempo y la circunstancia. El mecanismo en que un orden semejante se apoya es inevitablemente autoritario. Era natural que la progresiva afirmación del interés y del sentimiento criollos frente a la autoridad absoluta española —por benigna que esta fue a la sazón—, se manifestase en posiciones relativistas del pensamiento político, económico y filosófico. El auge de la didáctica en Cuba, asistido por una intención crítica que va desde la reforma de la enseñanza y de la filosofía hasta la mutación de la autoridad política misma, es la dimensión interna y cultural del proceso de emancipación, aunque los mismos escritores no siempre estuvieron conscientes de ese alcance.
Se comprende así la importancia que tuvo la siembra iluminista de que esa tradición germinó. Mediante ella, la comunidad insular, que acababa de despertar a la conciencia histórica, se vio provista de los módulos intelectuales adecuados para ir realizando poco a poco su destino. Y fueron justamente autoridades españolas ilustradas las que —por una de esas «ironías» con que la cultura se desentiende de la historia— auspiciaron aquellos esfuerzos iniciales, sin sospechar tampoco ellas su trascendencia.
Recordemos una vez más, como justo tributo, que aquel amanecer estuvo presidido, en efecto, por la constelación cultural formada en torno a don Luis de las Casas y que se reflejó en el seno de la Sociedad Patriótica y del Colegio San Carlos. Consigna de estas instituciones y de aquellos hombres fue el servicio del país, mediante el estudio de la Naturaleza (entendida en sentido cósmico y en sentido territorial), la investigación de lo útil y la supresión de todo lo que se opusiera al racional desenvolvimiento de la inteligencia crítica y la voluntad innovadora.
(Octubre 26 1947)
V-2) Romay, Arango y Parreño
Con el siglo XIX entramos ya en un período de creciente densidad en las letras cubanas. La expresión escrita, hasta entonces escasa y aislada, fruto de ocios curiosos y casi siempre desentendidos de su ambiente, se irá haciendo más abundante y continua, a la vez que más voluntariosamente comunicativa. En cuanto surge la conciencia de «país» (de las necesidades peculiares del propio territorio), las letras se percatan de su función interpretativa e impulsora. Comienzan entonces a aparecer figuras de significación intrínseca, que no solo representan sino en parte determinan el proceso de las ideas y de la sensibilidad. Junto a ellas, hay siempre figuras subalternas que solo ilustran las incidencias y matices de este proceso. En una exposición como la presente, más interesada en el general perfil histórico que en sus accidentes individuales, apenas podrá hacerse referencia a esas figuras menores.
Todavía, sin embargo, para ilustrar el comienzo humilde de la didáctica iluminista, que de un modo general quedó ya caracterizado, me referiré brevemente a una figura modesta, aunque para su momento ilustre, la del médico don Tomás Romay, que con una fe científica casi heroica introdujo la vacuna en la Isla, ganándole a la razón experimental una victoria sobre la resistencia supersticiosa, a la novedad sobre la rutina. Pequeño enciclopedista a escala insular, don Tomás Romay lo mismo escribió, con erudición improvisada, sobre los orígenes del teatro y la calidad poética de Cicerón que sobre el cultivo y propagación de colmenas, el emplazamiento de cementerios y la sintomatología de la fiebre amarilla. Con este último trabajo inició, por cierto, una línea de preocupación científica llamada a culminar gloriosamente en Cuba con Finlay, tres cuartos de siglo más tarde. Por lo demás, no se trataba de un escritor literario, sino de un mero expositor filantrópico, no poco abigarrado y difuso en sus primeros escritos, cuya expresión, sin embargo, llegará a cobrar, con los años, cierto frío decoro.
La figura más representativa de aquel didactismo práctico, y una de las más nobles y fecundas en la historia de Cuba, es don Francisco de Arango y Parreño (1765-1837), prócer de la fundación colonial cubana; es decir, del esfuerzo que convirtió la factoría en una colonia propiamente dicha. Educado en Humanidades en el Colegio de San Carlos, cursó luego Derecho en la Universidad de La Habana y se doctoró en esa disciplina en Madrid el mismo año en que rodaba, al otro lado del Pirineo, la cabeza de Luis XVI.
Arango no olvidará el suceso. No olvidará lo que significaba, por un lado, como estímulo para ciertas mutaciones históricas; por otro, como dramática prevención contra el exceso de ellas. Poco antes, el Ayuntamiento de La Habana le había designado apoderado suyo en Madrid. Al encargarse de esos poderes, Arango se prescribió a sí mismo solemnemente: «Toda la atención del apoderado debe ocuparse en promover y fomentar la felicidad de su patria. Con este solo principio consultará sus ideas y por él dirigirá todas sus operaciones». Esas palabras, de austeridad impresionante, serán la consigna de toda una larga vida de servicio fecundo a los intereses de su Isla.
La «patria» de que hablaba era ya Cuba, pensaba todavía, prudentemente, como parte de la patria mayor que era España, aunque sentida, a la vez, en su peculiaridad aislada y paisal. Aristócrata criollo, Arango se comprende español, pero se siente ya cubano. Este desdoblamiento interior, mediante el cual se le otorga a la Metrópoli una devoción abstracta, formal, política, y a la isla nativa una adhesión concreta, esencial, social, es típico de aquel momento germinal de la colonia.
La vida de Arango es una larga y brillante defensa de los derechos de la Isla, principalmente los de carácter económico, que eran los de más inmediata importancia para la generación del «país». En esa defensa, sustentada de palabra y por escrito, se ajustó con espíritu rector a los criterios de la naciente burguesía criolla, interesada sobre todo en liberar el régimen comercial y administrativo y echar así las bases de una estable economía insular.
El Discurso sobre la Agricultura en La Habana y medios de fomentarla (1792) es el escrito más considerable de Arango, y en él se trazan las bases de aquella reforma. Esencialmente, constituye la primera formulación, en el terreno económico, del pensamiento relativista cubano, que después ha de desplegarse con otras derivaciones. A despecho de su «asimilismo» en el orden político —es decir, la afirmación teórica de la identidad de derechos administrativos y civiles entre la Metrópoli y su colonia—, lo que en el fondo anima el pensamiento de Arango y Parreño es, en cierto modo, una idea contraria: la de que Cuba es tierra distinta, ámbito de intereses propios y peculiares, entidad no asimilable a la Madre Patria, ni susceptible, por tanto, de ser regida por las normas del absolutismo peninsular. En Arango se hallaba, pues, en germen, la doctrina central cubana de todo un siglo.
Todos los demás escritos de Arango —en cuyos particulares contenidos no necesitamos detenernos— responden a esa concepción modulada en distintas proyecciones, según evolucionaba la conciencia criolla y cobraba un sentido más amplio y profundo de sus propios intereses. Así, el Arango que en 1792 abogaba por la libertad de la trata de esclavos como coeficiente utilitario de la libertad de comercio, repudiaría años después su tesis, y no por motivos filantrópicos, sino ante el ejemplo alarmante de la sublevación negra en Haití. Todavía no se da en Arango la conciencia ética, pero la puramente económica de sus primeros escritos evoluciona hacia la preocupación más amplia que otros cubanos continuadores de aquel criticismo cubano —Saco entre los más señeros—, han de llevar a su madurez en el período siguiente.
Juzgado en el orden estético, Arango no es propiamente una figura de interés literario. Mas si en la vaga clasificación de «escritor» incluimos al comunicador de ideas que logra articular estados de conciencia aptos para influir sobre el proceso general de la cultura, no hay duda de que Arango y Parreño lo fue en grado eminente. Sus escritos, sin embargo, no se dirigían a la opinión que ellos mismos interpretaban y servían: casi todos fueron principalmente exposiciones, por vía de alegación o de consejo, a la autoridad imperial o insular. Ello los obligaba a una cuidadosa objetividad, rigurosamente documentada y dialéctica, y a una no menor severa exclusión de todo matiz puramente emocional. Arango era todavía el criollo de una época en que la Corona se mostraba inclinada a servir el interés de su colonia —y que de hecho accedió a casi todo lo que hubo de pedirle aquel arbitrista insular—; y esta avenencia incluía aquellos acentos de pasión polémica que más tarde han de darle al criticismo cubano una vibración propicia a lo «literario».
Con todo, aquel frío expositor de hechos y razonamientos era un redactor consumado de su...