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Peggy se ha suicidado en Mallorca, donde vivía con su marido una vida de bohemia dorada. ¿Por qué lo ha hecho? Más aún: ¿se ha suicidado realmente?

Estas preguntas son el punto de partida de una intriga, psicológica y policíaca. El padre de Peggy, Coleman, célebre pintor norteamericano y hombre de fogoso temperamento, culpa a su yerno, Ray Garret, de la muerte de su hija y, empujado por un odio obsesivo, decide vengarla. Tras un encuentro entre ambos en Roma, Coleman dispara contra Ray y lo da por muerto.

Herido muy ligeramente, Ray está más sorprendido que furioso: la actitud de Coleman se basa en un malentendido que Ray quiere disipar (antes de su regreso a Nueva York, donde quiere montar una galería de arte), por lo que lo sigue hasta Venecia.

Lejos de cambiar de actitud, Coleman intenta asesinarlo de nuevo a la primera oportunidad. Salvado de morir ahogado por un gondolero, Ray comprende que se ha metido en la boca de lobo y su primera reacción es esconderse en Venecia. Con un nombre falso.

¿Por miedo y cansancio? ¿O por maquiavelismo instintivo y deseo de inculpar a su suegro, cuando la policía empieza a inquetarse por su desaparición? Las causas son más oscuras y complicadas... mientras en Venecia, transformada en una inmensa trampa, se entabla un extraño y atroz juego del escondite.

Como escribió el conocido especialista de la novela policial, Julian Symons, «ciertamente, Ray y Coleman, acarreando sus alforjas de culpa personal o nacional a través de Venecia, están entre los más memorables productos de la poderosa imaginación de Miss Highsmith».

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Information

Year
1997
ISBN
9788433944856

1

Coleman decía:
–No tenía hermanos ni hermanas. Mi única hija. Supongo que eso hace las cosas un poco más fáciles.
Ray caminaba con la cabeza descubierta y agachada, las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Se estremeció. El aire nocturno de Roma era cortante, el invierno se avecinaba. Ray pensó que las cosas no eran más fáciles por el hecho de que Peggy fuera hija única. Ciertamente no parecían más fáciles para Coleman. La calle por donde caminaban estaba oscura. Ray alzó la cabeza en busca de algún rótulo con el nombre de la calle y no lo encontró.
–¿Sabes adónde vamos? –preguntó.
–Allá abajo habrá taxis –contestó Coleman, señalando con la cabeza.
La calzada se inclinaba hacia abajo. El sonido de sus pisadas se hacía más agudo cuando los zapatos resbalaban un poco. Ray apenas daba más de un paso por cada dos que daba Coleman. Coleman era bajo y tenía una forma de andar rápida y brusca, balanceándose. De vez en cuando el humo del cigarro, amargo y negro, que sujetaba entre los dientes llegaba a las fosas nasales de Ray.
No valía la pena atravesar toda Roma para cenar en el restaurante que Coleman había elegido, pensó Ray. Tal como acordaran, se había encontrado con Coleman a las ocho en el Caffé Greco. Coleman había dicho que tenía que encontrarse con un hombre –¿cómo se llamaba?– en el restaurante, pero el hombre no había llegado. Coleman no lo mencionó durante la cena y ahora Ray se preguntaba si el hombre existía. Coleman era muy extraño. Quizás había cenado o almorzado varias veces con Peggy en aquel restaurante y se sentía unido a él por los recuerdos. En el restaurante, Coleman había hablado de Peggy durante casi toda la cena, aunque no con tanto resentimiento contra Ray como en Mallorca. Incluso había bromeado un poco. Pero la expresión torva, interrogativa, seguía presente en sus ojos: ¿por qué Peggy se había suicidado? Y las explicaciones de su yerno parecían inútiles. Para Ray era otra velada más que lo sumergía como en una ola, una velada idéntica, por su atmósfera, a todas aquellas que había pasado en Mallorca durante los diez días después de la muerte de Peggy: incoloras, aisladas de algún modo del resto del mundo. Veladas en que las cenas eran engullidas –o engullidas a medias– sencillamente porque llegaban a la mesa.
–¿Volverás a Nueva York? –preguntó Coleman.
–Primero pasaré por París.
–¿Asuntos de negocios?
–Pues sí. Pero nada que no pueda hacer en dos días.
Ray tenía que entrevistarse con algunos pintores en Roma, para ver si les interesaba ser representados por su galería de Nueva York. La galería aún no existía. Aquel día no había hecho ninguna llamada telefónica, a pesar de que había llegado a Roma al mediodía. Suspiró; no tenía ánimos para visitar pintores para convencerles de que la Galería Garrett iba a ser un éxito.
Ray leyó el rótulo de una calle: Viale Pola. Ante ellos se extendía una avenida más amplia. Ray pensó que debía de ser la Nomentana.
Vagamente, Ray se dio cuenta de que Coleman se metía una mano en el bolsillo y sacaba algo. De pronto Coleman se volvió de cara a él y entre los dos estalló un disparo que proyectó a Ray de espaldas contra un seto. Los oídos empezaron a zumbarle, de tal forma que durante unos segundos no oyó nada. Luego escuchó unos pies corriendo sobre la calzada. Coleman se perdió de vista. Ray no sabía si una bala le había tumbado de espaldas o si se había caído a causa de la sorpresa.
–¿Che cosa? –chilló una voz de hombre desde una ventana.
Ray boqueó en busca de aire, se dio cuenta de que se le había cortado la respiración, e hizo un esfuerzo por levantarse del seto.
–Niente –respondió mecánicamente.
Aspiró hondo y no notó ningún dolor. Concluyó que el disparo no le había alcanzado. Echó a andar en la misma dirección por la que huyera Coleman, la misma que los dos llevaron momentos antes.
–¡Ese es el hombre!
–¿Qué ha pasado?
Las voces se apagaron cuando Ray entró en la Nomentana.
Por suerte, un taxi se acercaba inmediatamente por la izquierda. Ray lo llamó.
–Albergo Mediterráneo –ordenó, reclinándose en el asiento.
Sintió una punzada, una sensación ardiente en la parte superior del brazo izquierdo. Levantó el brazo. Ciertamente no le había atravesado el hueso. Se tocó la manga del abrigo y encontró un agujero en ella. Siguió explorando y encontró el agujero de salida en el otro lado de la manga. Y ahora sentía que algo mojado y cálido le bañaba el brazo.
En el Mediterráneo –un hotel moderno cuyo estilo no atraía a Ray, pero sus hoteles favoritos estaban completos aquel día– recogió la llave y subió con el botones, la mano izquierda hundida en el bolsillo del abrigo para que la sangre no gotease sobre la alfombra. Al cerrarse la puerta de su habitación se sintió a salvo, aunque miró en los rincones después de encender la luz, como si esperase ver a Coleman en uno de ellos.
Entró en el cuarto de baño, se quitó el abrigo y lo arrojó sobre la cama del dormitorio, luego se quitó la chaqueta, dejando al descubierto el reguero de sangre que ensuciaba la manga de su camisa a rayas azules y blancas. Se quitó la camisa.
La herida era minúscula, apenas tendría dos centímetros de longitud, una clásica rozadura. Mojó una toalla y se la lavó. De uno de los bolsillos de la maleta sacó una compresa autoadhesiva y recordó que era la única que quedaba en la cajita de latón al vaciar el botiquín en Mallorca. Luego, utilizando los dientes, se ató un pañuelo alrededor del brazo. Seguidamente llenó el lavabo de agua fría y dejó la camisa en remojo.
Al cabo de cinco minutos, enfundado ya en su pijama, Ray encargó un Dewar’s doble del bar. Dio una buena propina al botones. Luego apagó la luz y se acercó a la ventana con el vaso en la mano. Estaba en un piso bastante alto. Roma parecía ancha y baja con la excepción de la lejana y sólida cúpula de San Pedro y la columna de Santa Trinità en lo alto de la escalinata de la Plaza de España. Ray se dijo que, debido a la forma como cayó sobre el seto, tal vez Coleman le daba por muerto. Coleman había vuelto la cabeza para mirarle. Ray sonrió levemente, aunque tenía el ceño fruncido. ¿Dónde habría adquirido la pistola Coleman? ¿Y cuándo?
Coleman debía tomar el avión de Venecia al mediodía siguiente. Inez y Antonio irían con él. El mismo Coleman se lo había dicho aquella noche, agregando que necesitaba cambiar de aires, ver algún lugar hermoso, y que Venecia era el mejor que se le ocurría. Ray se preguntó si Coleman llamaría al día siguiente para comprobar si había vuelto al hotel o no. Si en el hotel le decían que sí, que el señor Garrett estaba en su habitación, ¿qué haría Coleman? ¿Colgaría el teléfono? Y si Coleman creía haberle matado, ¿qué le diría a Inez? «Dejé a Ray cerca de la Nomentana. Cogimos taxis distintos. No sé quién puede haberlo hecho.» ¿O acaso Coleman no habría dicho a nadie que iba a cenar precisamente con él? ¿Se habría librado del arma inmediatamente, aquella misma noche, arrojándola al Tíber desde algún puente?
Ray bebió un largo trago de whisky. Coleman no llamaría al hotel. No se tomaría la molestia de llamar, sencillamente. Y si le interrogaban, mentiría. Y mentiría bien.
Y Coleman, por supuesto, averiguaría que seguía vivo, sencillamente porque los periódicos no llevarían la noticia de su muerte ni la de que estaba gravemente herido. Y si luego Ray aparecía en París o en Nueva York, Coleman creería que había huido, que se había escapado cobardemente de él antes de que todo pudiera explicarse, etiquetarse, analizarse. Ray sabía que iría a Venecia. Sabía que habría más conversaciones.
El whisky le ayudó. De repente Ray se sintió relajado y cansado. Miró fijamente su maleta grande y abierta, colocada a los pies de la cama. En Mallorca la había hecho de forma inteligente, sin olvidarse de los gemelos para la camisa, el bloc de dibujo, el rotulador, las libretas de direcciones. El resto de sus cosas, dos baúles y varias cajas de cartón, lo había facturado a París. No sabía por qué a París y no a Nueva York, ya que en París tendría que enviarlas a Nueva York. No había sido una medida eficiente, pero, dadas las circunstancias en que hiciera las maletas en Mallorca, lo que le sorprendía era haberlas hecho tan bien. Coleman había llegado de Roma el día antes del entierro y se había quedado otros tres días después del mismo; y durante aquellos días Ray había empaquetado sus cosas y las de Peggy, abonado las cuentas de los comerciantes, escrito varias cartas, cancelado el arrendamiento con Dekkard, su casero, que a la sazón estaba en Madrid, por lo que había tenido que hacerlo por teléfono. Y todo ello mientras Coleman merodeaba por la casa, aturdido, muy silencioso; sin embargo, Ray había visto cómo la boca de Coleman se endurecía a medida que su ira contra Ray iba en aumento. Recordó que una vez, al entrar en la sala de estar para preguntarle algo a Coleman (que dormía en el sofá porque no había querido hacerlo en el cuarto de huéspedes), le había encontrado sosteniendo con las dos manos una lámpara de terracota en forma de calabaza; y durante unos segundos Ray había creído que Coleman iba a arrojársela, pero este había vuelto a dejarla sobre la mesita. Ray le había preguntado a Coleman si quería ir con él en coche a Palma, que estaba a cuarenta kilómetros, donde tenía que ir para ocuparse del envío de sus cosas. Coleman había dicho que no. Al día siguiente Coleman había cogido el avión de Palma para regresar a Roma, donde le esperaba Inez, la mujer con la que vivía entonces. Ray no la conocía. Inez había telefoneado un par de veces a Coleman durante la estancia de este en Mallorca. Coleman había tenido que contestar las llamadas desde la estafeta de correos, ya que en la casa no había teléfono. Coleman siempre tenía mujeres en su vida, aunque Ray no comprendía el atractivo que ellas podían encontrarle.
Ray se metió cuidadosamente en la cama, para evitar que el brazo sangrara más. Era un fastidio que a Coleman le acompañaran Inez y el italiano Antonio. Ray nunca había visto a Antonio, pero se imaginaba qué tipo de hombre sería: débil, bien parecido y joven, pulcramente vestido, sin blanca, ahora debía aferrarse a Inez como un parásito, pero probablemente antes había sido su amante. E Inez tendría unos cuarenta años y pico, tal vez era viuda, adinerada, quizá también pintora, una mala pintora. Pero tal vez en Venecia, si volvía a ver a Coleman solo, aunque fuese una sola vez, podría explicárselo todo con palabras, decirle sencillamente que no sabía por qué Peggy se había matado, que, honradamente, no podía explicárselo. Si ignoraba que Coleman le creyera, en vez de creer que él, Ray, le ocultaba algún hecho de importancia vital o algún secreto, entonces... ¿Entonces qué? La mente de Ray se negó a seguir ocupándose del problema. Se durmió.
Al día siguiente reservó plaza en un vuelo nocturno a Venecia, envió un telegrama reservando habitación en la Pensione Seguso del muelle de Zattere, e hizo cuatro llamadas telefónicas a pintores y galerías de arte de Roma, mediante las cuales pudo concertar dos entrevistas. En una de estas se aseguró un pintor para la futura Galería Garrett, un tal Guglielmo Guardini, que pintaba paisajes fantásticos, detalladísimos, utilizando pinceles finos. El acuerdo fue verbal, sin firmar nada, pero Ray se sintió muy animado. Quizás, después de todo, él y Bruce no se vieran obligados a inaugurar la Galería del Arte Malo en Nueva York. Esta había sido una idea de Ray, como último recurso. En el caso de no encontrar pintores buenos, buscarían pintores malos y la gente acudiría a reírse y se quedarían y comprarían, con el fin de tener algo distinto de los que coleccionaban solo «lo mejor».
–Lo único que tendremos que hacer es sentarnos y esperar – había dicho Bruce–. Acepta solo lo peor y no expliques lo que estás haciendo. No es obligatorio que la llamemos la Galería del Arte Malo. Podríamos llamarla Galería Cero, por ejemplo. El público no tardará en captar la idea.
Los dos se habían reído hablando de ello en Mallorca durante la estancia de Bruce allí, el verano pasado. Y quizás la idea no era del todo irrealizable. Pero aquella noche, en Roma, Ray se alegró de pisar un terreno más firme gracias al acuerdo con el pintor Guardini.
Cuando fue a recoger su maleta al hotel, después de cenar en solitario, le dijeron que no se había recibido ninguna llamada para él.

2

Los otros habían llegado primero, al menos diez horas antes que él. El avión descargó sus pasajeros a las tres y media de una madrugada oscura y fría, y Ray comprobó que a aquella hora no había autobuses; solo motoras.
La motora era una lancha bastante grande y se llenó rápidamente de ingleses silenciosos y solemnes, y escandinavos rubios que ya estaban esperándola al aterrizar el avión de Ray. La lancha se apartó del embarcadero, dio media vuelta, dejó caer la popa como un caballo de batalla y salió disparada a toda velocidad. Del altavoz salía una alegre musiquilla interpretada por un piano, como la que uno espera oír en una coctelería, pero no pareció animar a ninguno de los pasajeros. Mudos, blanca la faz, todos miraban al frente como si la motora los llevase al lugar donde iban a ser ejecutados. La lancha los depositó en la terminal de Alitalia, cerca de la parada de San Marco, donde Ray esperaba coger un vaporetto –su destino era la parada de la Accademia–, pero, antes de que pudiera darse cuenta de lo que ocurría, su maleta fue colocada en un carrito con ruedas y transportada al interior del edificio de Alitalia. Ray echó a correr tras ella, se vio detenido por un grupo de personas que se apelotonaban ante la puerta, y cuando consiguió entrar no vio ni rastro de su maleta. Tuvo que esperar en un mostrador mientras un par de empleados se afanaban tratando de obedecer los gritos de cincuenta viajeros que reclamaban su equipaje. Cuando por fin recuperó el suyo y salió de la terminal, vio que un vaporetto empezaba a alejarse de la parada de San Marco.
Probablemente tendría que esperar mucho rato, pero no le importaba demasiado.
–¿Adónde va usted, señor? Yo se la llevaré –dijo un mozo fornido que vestía un uniforme azul y descolorido, agachándose para coger la maleta.
–Accademia.
–Ah, se le acaba de escapar el vaporetto –sonrió–. Otros cuarenta y cinco minutos. ¿Pensione Seguso?
–Sí –dijo Ray.
–Le acompañaré. Mille lire.
Grazie. No queda muy lejos de Accademia.
–Diez minutos andando.
Desde luego no era así, pero Ray le despidió con un gesto de la mano y una sonrisa. Anduvo hasta el embarcadero de San Marco, subió a la plataforma crujiente y oscilante, y encendió un cigarrillo. En aquel momento sobre el agua no había nada que se moviese. La gran iglesia de Santa Maria della Salute, en la orilla opuesta del canal, solo estaba iluminada pálidamente, de forma tan somera como parecían estarlo los faroles callejeros. Ray se dijo que sería porque noviembre no era temporada turística. El agua, aun dando una sensación de fuerza, acariciaba dulcemente los puntales del embarcadero. Ray pensó que en aquel instante Coleman, Inez y Antonio estarían durmiendo en alguna parte de Venecia. Seguramente Coleman e Inez estarían en la misma cama, quizás en el Gritti o en el Danieli, toda vez que la factura la pagaría Inez. (Coleman le había hecho saber que Inez era rica.) Antonio estaría en un lugar más barato, aunque probablemente su viaje también lo financiaba Inez.
Dos italianos bien vestidos, acarreando senda...

Table of contents

  1. Portada
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  18. 17
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  20. 19
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  22. 21
  23. Notas
  24. Créditos