América es un continente plurilingüe. Cuando se lo contempla desde lejos, sobre todo desde Europa, suele dar la imagen simplificada de un continente de grandes zonas exclusivamente monolingües: español desde el Río Grande hasta la Patagonia, portugués en el gran Brasil, inglés en los Estados Unidos y gran parte de Canadá, francés en Quebec, español, francés o inglés en las islas del Caribe. Pero esta es una imagen excesivamente simplista, que en ninguno de los casos responde a la realidad. La realidad es muy otra. Sin tener en cuenta los pequeños núcleos de población indígena, Canadá es un país oficialmente bilingüe. Estados Unidos, que pudiera parecer homogéneamente monolingüe en inglés, de hecho, y bien lo comprueba quien recorre California, Massachusetts, Nueva York, Nuevo México o Florida, es una nación multilingüe que, entre otros, cuenta ya con casi cuarenta millones de hispanohablantes, y no todos, ni mucho menos, procedentes de recientes aluviones inmigratorios. Véase, si no, el caso del escritor Sabine Ulibarri, cuyos antepasados vascos (uli-barri, villa-nueva) emigraron a Nuevo México a principios del siglo XVII, o el caso del también escritor Rolando Hinojosa, cuya familia paterna ya residía en Tejas a mediados del siglo XVIII: “Los primeros Hinojosa —ha escrito Rolando— llegaron al Valle [del Río Grande] en 1748 después de la agrimensura por el ejército español” (García 2002, 11). En la familia de uno y otro, Sabine y Rolando, desde el siglo XVII o desde el XVIII, la lengua “de casa” nunca ha dejado de ser el español. Qué grande fue mi sorpresa cuando hace años asistí en Albuquerque, Nuevo México, a un congreso de la Asociación de Licenciados y Doctores Españoles en Estados Unidos y, en la recepción oficial que nos dio el ayuntamiento, el alcalde de la ciudad, Louis E. Saavedra, se dirigió a nosotros durante varios minutos en un precioso y perfecto español: cuando le preguntamos dónde lo había aprendido, nos dijo que en ningún sitio, que era la lengua que siempre se había hablado en la familia.
Si cruzamos hacia el sur la frontera con México, cualquier observador imparcial comprueba al momento que, a diferencia de lo ocurrido en Estados Unidos, donde la población indígena constituye una minoría, al sur del Río Grande la sangre indígena sigue siendo mayoritaria en buena parte de los países. Son países en los que buena parte de la población continúa hablando idiomas que nada tienen que ver con los llegados del otro lado del Atlántico, inglés, francés, portugués o español.
México cuenta con sesenta y dos idiomas indígenas distintos. Paraguay es un país oficialmente bilingüe, español-guaraní, cosa que frecuentemente se ignora, o se pasa por alto. En Bolivia, se lee en la Enciclopedia Británica, “siguen siendo ampliamente utilizadas las lenguas indias, en particular el aymara y el quechua”. Otro tanto puede decirse de Ecuador. En Guatemala, donde el 80% de la población es india o mestiza, hay unas veinte lenguas aborígenes, la mayoría de origen último maya, entre las que se encuentran el quiché, el cakchiquel, el mam y el kekchí. Perú, a pesar, como en otros países, de la oficialidad del español, es un complejo y variopinto mosaico de cuarenta y dos grupos etnolingüísticos, que ha necesitado en el año 2001 de todo un atlas lingüístico publicado con ayuda de la Unión Europea (Chirinos Rivera 2001). En una reciente página de Internet se lee que “en el caso de Perú, se calcula que unos 4,6 millones de personas […] hablan alguna de las más de 40 lenguas indígenas: la mayoría el quechua […] o el aymara; en el caso de provincias como la de Andahuaylas, más de 120.000 personas hablan quechua, es decir, el 82,5% de la población”.
Así, pues, además del español, inglés, portugués y francés, lenguas sin duda dominantes en América, norte, centro y sur, se siguen hablando más de 500 lenguas de origen indígena. Lenguas que setenta años atrás —y hablo de mediados del siglo XX—, carecían la mayor parte de ellas, no ya de literatura, sino incluso de un sistema alfabético de escritura. Pero desde hace algunos años (en algunos casos, varios decenios) ha comenzado a darse un fenómeno hasta entonces inédito: el denominado resurgimiento de las literaturas en lenguas indígenas americanas, muy en particular las de la América hispana. Es un resurgimiento nacido desde dentro: no ha llegado de fuera, no ha llegado desde los Estados Unidos del norte ni desde la Europa del otro lado del Atlántico, no es una moda ni una influencia. Es un fenómeno innato en el más estricto sentido del término: connatural y como nacido con el propio sujeto, que ha podido observarse casi contemporáneamente en buena parte de los idiomas ancestralmente vernáculos hablados al sur de Río Grande. Tras permanecer latente durante más de quinientos años, en Chile, en México, en Nicaragua, Guatemala, Ecuador, Bolivia o Paraguay se está desarrollando en nuestros mismos días una nueva literatura en lengua indígena, escrita por pueblos nativos que han conservado sus respectivos idiomas —casi siempre de forma oral— a lo largo de cinco siglos y a pesar de las mil y una vicisitudes de la conquista, colonización e independencia de los modernos Estados en que esos pueblos indígenas se hallan ahora ubicados. Hace unos años la profesora Gilda Waldman comentaba, muy acertadamente, que, si bien durante siglos las culturas indígenas han estado prácticamente ausentes del discurso cultural y de la creación artística en las instituciones académicas y culturales de la América hispana, en las últimas fechas “la literatura indígena ha ido encontrando […] un camino propio, creando un espacio discursivo que reposiciona la tradición indígena” en los nuevos escenarios culturales (2005, 64).
Es este un “camino propio” que cuenta, de modo general, con una muy especial particularidad: es muy frecuente que los creadores literarios en esas lenguas indígenas escriban sus obras, sean poemas, narraciones breves o hasta novelas, en dos idiomas: por regla general, primero en su lengua nativa, para después —ellos mismos— traducirlas al español. Waldman lo considera un “rasgo común a la mayor parte de la literatura indígena” (2005, 70). Son autores convertidos en traductores de sus propias obras, autotraductores. Y el hecho de que se traduzcan a sí mismos tiene tres motivos o razones que resultan bastante obvios: en primer lugar, porque se trata de autores bilingües que, además de su lengua nativa, conocen también el español, la lengua mayoritaria y oficial, o co-oficial, en el país en que residen; en segundo lugar, porque, al escribir en lenguas minoritarias, no es nada fácil hallar traductores ajenos que trabajen por escaso estipendio (dado lo reducido de las tiradas); y en tercer lugar, porque traducirse al español, la lengua dominante, la de la mayoría de los hablantes, es salir del limitado círculo de lectores de lengua indígena y abrirse a un público lector mucho más numeroso, es darse a conocer como autores. “El escritor indígena hace suya la lengua española, lo cual le permite ampliar la difusión de su obra” (Waldman 2005, 80).
Son tres razones muy comunes todo a lo largo y ancho de la ya larga historia de la autotraducción. Véase, si no, en un alejado ámbito geográfico, el caso de uno de los escritores actuales más conocidos, Chingiz Aitmatov, fallecido en 2008. Aitmatov era bilingüe en kirguís (su lengua materna, la lengua de la república asiática de Kirguistán) y en ruso; escribía en kirguís y, debido a que no se encuentran fácilmente traductores de esta lengua, él mismo se traducía al ruso para abrirse a un público lector infinitamente más numeroso que el de los cinco millones de su tierra natal. Y todas las traducciones que luego se han hecho de sus obras, al italiano, alemán, español, inglés o francés, se han hecho ya desde el ruso, texto traducido, y no desde el kirguís, texto original.
Un panorama histórico de la autotraducción
Como ya he comentado en otras ocasiones, no es la autotraducción ningún fenómeno nuevo en el panorama literario universal, por mucho que Richard S. Sylvester, de la Universidad de Yale, dijera que “[n]o es nada frecuente que un autor escriba una obra en un idioma y luego él mismo la traduzca a otro” (1963), o Antoine Berman, que “las autotraducciones son excepciones” (1984, 14), o Grady Miller, que “[a] lo largo de la historia pocos son los autores que se han atrevido a traducir su propia obra” (1999, 11). ¿“Pocos”? ¿“nada frecuente”? ¿“excepciones”? Es justamente todo lo contrario. De hecho, la figura del autor traductor de su propia obra ha estado presente en la historia al menos desde los tiempos del historiador judío Flavio Josefo, quien a finales del siglo I de nuestra era escribió en su lengua materna, arameo, los siete libros de su primera obra, La guerra de los judíos, y luego, años después, él mismo los revisó y tradujo al griego. La Edad Media bulle en Europa de autotraductores entre el latín y otras lenguas, y otro tanto cabe decir de los siglos XVI y XVII, en los que el viejo continente se cubrió de textos especulares, obras únicas en dos lenguas distintas. Autotraductores fueron, en Francia, Étienne Dolet (el conocido teórico de la traducción), el poeta Joachim du Bellay y hasta el reformador protestante Juan Calvino, traductor al francés de sucesivas ediciones de sus Christianae religionis Institutiones; autotraductor fue, en Italia, el cardenal Pietro Bembo, que compuso primero en latín, luego en vulgar, los doce libros de una Historia de Venecia; en Inglaterra, Tomás Moro, que tradujo al inglés el texto latino de su Historia de Ricardo III, y el poeta John Donne, que en 1611 escribió en latín una sátira cont...