Ante el dolor y la muerte
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Ante el dolor y la muerte

José Manuel Caamaño López

  1. 160 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Ante el dolor y la muerte

José Manuel Caamaño López

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Se ha escrito mucho sobre la muerte a lo largo de toda la historia. Ha sido motivo de ensayos y teorías, de leyendas, novelas y poesías. Durante las últimas décadas ha surgido incluso un nuevo fenómeno denominado tanatología y que ha llegado ya a convertirse prácticamente en una disciplina con entidad propia. Los esfuerzos por reflexionar, estudiar y comprender todos aquellos problemas que suscita el proceso de morir en toda su complejidad se han multiplicado de forma considerable. Ciertamente, el último viaje de nuestra vida plantea problemas y preguntas que muchas veces no tendrán respuesta, pero ante las cuales es preciso y urgente que nos situemos de alguna forma, que las tomemos en toda su radicalidad y realismo, sin los adornos de unas palabras bien construidas, pero vacías de significado y sentido. El presente ensayo tiene uncarácter narrativo, pues narrativa es también la configuración de la propia identidad humana en la que se producen tantas alegrías y también tristezas. Es un intento de sondear la intimidad sin tapujos y con claridad. No se pretende elaborar una teoría sobre el dolor y la muerte, tampoco hacer adornos especulativos y academicistas ni embellecer con palabras vacías situaciones que no pueden dejar de conmovernos y hacernos sentir tristes. La única pretensión ha sido la de afrontar la verdad sin perder la esperanza, sabiendo que hay algo que nunca podemos olvidar: memento mori! esa es quizá la verdad más segura de todas aquellas que podamos creer y que siempre debemos tener presente en nuestra mente y en nuestra vida.

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2015
ISBN
9788428828154
1

A MODO DE PÓRTICO:
ENTRE EL ESPANTO Y LA TERNURA

 
Me sucedió hace poco tiempo. Sabía que la visita podría ser difícil, como me ocurre siempre que tengo que ir a un hospital y respirar ese olor que luego no consigo retirar de mi nariz o quizá de mi mente. Me pasa desde pequeño y aún hoy me resulta algo enfermizo. A veces intento contener la respiración unos segundos o me pongo la mano delante de la cara para evitar que entre en mi interior y me cree esa sensación de enfermo, pero es un esfuerzo vano. Desde el vestíbulo, la cafetería, los aseos o el ascensor... todo tiene ese temible olor a enfermedad y medicación que luego me acompaña durante días, aunque ya esté muy lejos.
Posiblemente yo no esté acostumbrado a situaciones verdaderamente dramáticas e impactantes, pero esa vez fue distinta y la imagen que una y otra vez me conmovía era más aterradora que el mero olor de un contexto normal. Subí a la cuarta planta –la «planta del cáncer» la llamaban– y empecé a caminar medio temeroso por el pasillo, buscando la habitación de un pariente al que iba a visitar. Había algunas enfermeras y médicos hojeando papeles y hablando en el interior de una estancia cerrada con un mostrador. La gente iba y venía con gesto serio, algunos intentando contener a duras penas unas lágrimas que tarde o temprano tendrían que salir. Mientras caminaba intentaba mirar por la puerta entreabierta de alguna habitación para ver si veía a alguno de los enfermos, quizá por ese deseo morboso de saber en qué posición se encontraban, a qué máquina estarían conectados o, sencillamente, por comprobar que la realidad de los hechos no podía ser tan dura como las ideas de la imaginación. De hecho, algunos de ellos estaban dando paseos por los pasillos agarrados a su inseparable aparato de tres ruedas en el que van colgadas las bolsas de suero o alguna otra medicación. Otros lo hacían en silla de ruedas y hablaban tranquilamente con parientes o conocidos.
Realicé ese corto recorrido hasta la habitación de la persona a la que iba a visitar con total parsimonia, procurando fijarme en todos los detalles, como preparándome para lo que podría encontrarme y retrasando todo lo posible ese fatídico momento en el que nunca se sabe muy bien qué decir ni cómo actuar. Es como una prueba de fuego en donde uno tiene que dar esperanza, pero sin perder el realismo, tragarse el dolor propio para consolar el ajeno, aparentar normalidad en una situación que todos percibimos como excepcional, como el enemigo que deseamos combatir y derrotar. Probablemente no haya en ningún lugar tanta mentira –o quizá aun hipocresía piadosa– como ante el rostro de una persona moribunda. Cuando al fin llegué, abrí la puerta y vi a un señor durmiendo en una cama y a una mujer sentada en un sillón leyendo una revista. Me imaginé que no estaría demasiado grave, pues al fin y al cabo estaba durmiendo tranquilo y sin ninguna máquina a su alrededor. Siempre que pienso en alguien muy enfermo lo hago como si estuviera apresado por una red de tubos y pantallas que van controlando su estado vital. La otra cama estaba vacía, aunque la mesilla estaba llena de cosas y en el sofá correspondiente había un abrigo y una bolsa llena de ropa. «Están en la sala del pasillo», me dijo inmediatamente la señora, adivinando mis intenciones.
Inmediatamente abandoné la habitación y fui hacia la sala de estar situada en medio del pasillo. Había una televisión encendida a la que nadie miraba y alguna mesa con periódicos y revistas encima. La gente estaba en grupos, supongo que hablando de sus cosas y problemas o tal vez de sus miedos y fracasos. Y allí estaban ellos, en la mesa de la esquina y mirando por una cristalera con vistas al bosque que está al otro lado de la carretera general. Estaban en silencio, solo miraban y pensaban. Me fui acercando y muy pronto adivinaron mi presencia. La mujer se levantó y vino a darme dos besos en la mejilla. Estaba tranquila y se mostró muy alegre y agradecida con la visita. Él permaneció sentado y no dijo nada. Sencillamente levantó un poco la mano para saludarme y sonrió con una expresión de emoción contenida, casi con la sensación de tener que pedir perdón por encontrarse en esas condiciones. La última vez que nos habíamos visto había sido hacía ya un par de años y en una situación muy diferente. Ninguno de los dos imaginábamos en ese momento lo que cambiarían las cosas en tan poco tiempo. Apenas podía hablar. Simplemente asentía a algunas preguntas que yo le hacía. A su lado había un trípode metálico del que colgaba una bolsa de líquido transparente que tenía conectada con una vía al brazo.
Su mujer empezó a contarme todo lo que había pasado durante ese tiempo. Me dijo que en las últimas semanas había comido algo de papilla bien desecha, pero que ahora no era capaz de tragar, aunque, a pesar de todo, ya estaba mejorando y confiaban en que no tardaría mucho en tener el alta. Lo cierto es que estaba muy débil y, aunque la visita parecía gustarle, no le apetecía demasiado que le preguntaran cosas y que le hicieran hablar. No quería esfuerzos vanos. Su mujer y yo empezamos a conversar de nuestras cosas, del trabajo, de las vacaciones, algo insignificante, mientras él estaba como un espectador atendiendo a nuestra conversación. Yo le miraba de vez en cuando, aunque procuraba no hacerlo fijamente, para que nuestras miradas no coincidieran más de lo debido. No deseaba que percibiera la sensación de tristeza o quizá de impacto que me estaba invadiendo por dentro.
Sí, esa fue la sensación que tuve: impacto. Sobre todo al ver su boca. Tenía los labios fuertemente hinchados, cortados, y los dientes rodeados de sangre. Creo que su mujer enseguida notó que esa escena me había impactado, porque ella misma, sin preguntárselo, me explicó que la medicación le estaba afectando mucho en la boca, y que esa era una de las razones por las que no podía comer. Últimamente el cáncer se le había extendido –no recuerdo los conceptos médicos– y el tratamiento había sido más agresivo, provocándole secuelas muy visibles. De hecho se le veía mover la boca continuamente, seguramente por las molestias que estaba sintiendo. Pero la sensación que daba era de fatiga, de estar cansado de llevar ya un tiempo luchando sin resultados demasiados positivos. Sin embargo, ella mantenía la esperanza de que saldría adelante y de que muy pronto volvería a su casa, algo que no podía dejar de desprender una agradable sensación de ternura. Después de un tiempo nos despedimos y me fui.
La verdad es que salí de allí convencido de que la cosa no pintaba nada bien. Me dio la impresión de que la lucha ya estaba perdida, de que pronto llegaría el final y que ya poco quedaba por hacer. Telefoneé a mi madre y se lo dije. Ella había estado allí dos días antes y tenía la misma sensación. Ninguno de los dos nos equivocamos. Al poco tiempo se murió. Pero esa imagen de la boca ensangrentada tardó mucho en salir de mi pensamiento. Se me aparecía por las noches y me provocaba una cierta angustia, quizá porque me imaginaba que también me podría pasar a mí. Continuamente oímos noticias de alguien que tiene cáncer y sabemos que en cualquier momento también podemos ser nosotros los pacientes, que esa boca puede ser la nuestra y aquel trípode, el amigo frío y mudo que nos acompaña día y noche. No puedo ocultar esa doble sensación que me hizo sentir aquella visita, la de la ternura que transmitían los ojos de la mujer y el espanto de una enfermedad que ya estaba terminando con la vida de alguien acostumbrado a luchar contra la adversidad y los fuertes temporales en sus muchos años trabajando en el mar.
2

MIEDO A LA MUERTE,
MIEDO A LA ENFERMEDAD

La experiencia anterior no es sino una de tantas que cada día podemos encontrar en docenas de familias y personas. Pero, desde que la viví, no dejé de reflexionar sobre los problemas que afectan al final de la vida humana, sobre la enfermedad y el dolor, y sobre el hecho mismo de la muerte. Y lo hice desde diferentes perspectivas y aproximaciones, desde el optimismo y el catastrofismo –pues todo eso confluye en ese tipo de casos–, pero con la intención de buscar respuestas y orientaciones que me ayudaran a afrontar situaciones desesperadas y poder así ayudar también a otras personas a las que les toque enfrentarlas en sus propias vidas. Pero, llegado este momento, estoy convencido de que situaciones así solo se pueden tratar adecuadamente desde el realismo y la honestidad, sin ocultar el dramatismo y la dureza que casi siempre tienen, algo que podemos comprobar cuando le preguntamos a los padres qué sienten al perder a sus hijos o a cualquier persona cuando vive la pérdida de un ser querido. Son situaciones difíciles que, a pesar de todo, tenemos que ser capaces de aceptar e incorporar como parte de una vida que no siempre es agradable, como hechos adversos que irrumpen y trastocan el sueño o ideal que todos tenemos de una existencia feliz y complaciente.
Pero conviene ser honrados desde el principio. Soy una persona creyente y cristiana. Hay quien dice que esto ayuda a vivir de una manera diferente la enfermedad y la muerte. Así lo creo yo también. Pero sería falso que dijera que por ser creyente no temo a la muerte. A mí me ocurre lo contrario. Yo amo la vida y tengo un miedo horrible a morir. Y en el fondo, aunque los respeto, no me acabo de creer a quienes dicen que no lo tienen. Es casi tanto como decir que no se ama, que nadie importa sino uno mismo. Porque morir supone el acto mayor de ruptura personal con la existencia y con los demás. Supone dejar en orfandad a aquellos con los cuales estamos unidos por vínculos de afecto, cariño y amor. Supone aceptar que otros llorarán la ausencia y que vivirán ya para siempre en un vacío difícil de llenar. Quizá por ello es difícil pensar la plenitud sin ellos a nuestro lado. Porque, si lo más importante en la vida es el amor, no hay mayor expresión de su realidad que la proclamación continua del «yo quiero que vivas siempre», «quiero que estés a mi lado y que jamás me abandones», «vive tú, aunque sea yo mismo quien tenga que morir». Como cristiano, pienso que ese es el mensaje de Jesús de Nazaret y el sentido último de la esperanza escatológica: «Ahora vivirás ya para siempre a mi lado». La muerte, aunque inevitable, es el «último enemigo» con el cual tenemos que combatir. Así decían las palabras de Job: «¡Qué breves son los días de mi vida! Aléjate de mí, déjame gozar un poco antes de que me vaya, y ya no vuelva, al país de las tinieblas y de sombras, al país oscuro y en desorden, donde la claridad parece sombra» (Job 10,20-22). Y también Rosalía de Castro escribía en Follas novas:
Quén fora pedra,
quén fora santo
dos que alí hai;
como San Pedro,
nas mans as chaves;
co dedo en alre
como San Xoán,
unhas tras outras
xeneracioes vira pasar,
sin medo á vida,
que dá tormentos;
sin medo á morte,
que espanto dá1.
Pero, aun así, lo que la visita a aquella cuarta planta de un hospital más me ha hecho pensar ha sido sobre la dinámica y el camino en el que la enfermedad frecuentemente nos introduce. He visto enfermos caminando solos por los pasillos, familiares hablando de sus cosas, rostros decrépitos, tristes y llorosos, cuerpos acompañados de medios tecnológicos, personal sanitario conversando sobre cosas insignificantes o triviales... me he visto a mí mismo como un espectador de formas diferentes de combatir el dolor. Y me he asustado. Porque detrás de cada una de las habitaciones que llenaban aquella planta se esconden historias distintas de alegría y de sufrimiento, vidas a las que la grandeza o la miseria de su pasado han dejado de importarle por la preocupación de la incertidumbre de su futuro. Desde aquel entonces he visto gente abandonada en aquellas camas, pero también otra a la que ni el mayor amor del mundo podía ya consolar. He visto familiares discutiendo por herencias y banalidades, ...

Índice

  1. Portadilla
  2. El motivo
  3. 1. A modo de pórtico: entre el espanto y la ternura
  4. 2. Miedo a la muerte, miedo a la enfermedad
  5. 3. Y sin embargo... La muerte como hecho
  6. 4. La contemporaneidad del Iván Illich, de León Tolstoi
  7. 5. Un camino hacia el Calvario
  8. 6. La desesperación ante la muerte biográfica
  9. 7. Al borde de un abismo
  10. 8. La revelación de la enfermedad
  11. 9. El combate espiritual contra fuerzas misteriosas
  12. 10. La vejez: entre el mito y la realidad
  13. 11. Algo incomprensible: Stefan Zweig como símbolo
  14. 12. Lo conocía de oídas, ahora me ha tocado
  15. 13. La trivialidad de una situación especial
  16. 14. El símbolo de la barbarie
  17. 15. Matar a un ser humano
  18. 16. Un final en soledad y miseria
  19. 17. La buena muerte
  20. 18. El ars moriendi
  21. 19. La ley del machete
  22. 20. La conversión de la muerte en un tabú infantil
  23. 21. De visita en el tanatorio
  24. 22. El silencio, la duda y la mentira
  25. 23. Aprender a despedirse
  26. 24. La saudade del más allá
  27. 25. El humor y el dolor
  28. 26. La fragilidad del amor
  29. 27. La perspectiva religiosa en el sufrimiento y la muerte
  30. 28. El cierre
  31. Notas
  32. Contenido
  33. Créditos
Estilos de citas para Ante el dolor y la muerte

APA 6 Citation

López, J. M. C. (2015). Ante el dolor y la muerte ([edition unavailable]). PPC Editorial. Retrieved from https://www.perlego.com/book/1911410/ante-el-dolor-y-la-muerte-pdf (Original work published 2015)

Chicago Citation

López, José Manuel Caamaño. (2015) 2015. Ante El Dolor y La Muerte. [Edition unavailable]. PPC Editorial. https://www.perlego.com/book/1911410/ante-el-dolor-y-la-muerte-pdf.

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López, J. M. C. (2015) Ante el dolor y la muerte. [edition unavailable]. PPC Editorial. Available at: https://www.perlego.com/book/1911410/ante-el-dolor-y-la-muerte-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

López, José Manuel Caamaño. Ante El Dolor y La Muerte. [edition unavailable]. PPC Editorial, 2015. Web. 15 Oct. 2022.