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A MODO DE PĂRTICO:
ENTRE EL ESPANTO Y LA TERNURA
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Me sucediĂł hace poco tiempo. SabĂa que la visita podrĂa ser difĂcil, como me ocurre siempre que tengo que ir a un hospital y respirar ese olor que luego no consigo retirar de mi nariz o quizĂĄ de mi mente. Me pasa desde pequeño y aĂșn hoy me resulta algo enfermizo. A veces intento contener la respiraciĂłn unos segundos o me pongo la mano delante de la cara para evitar que entre en mi interior y me cree esa sensaciĂłn de enfermo, pero es un esfuerzo vano. Desde el vestĂbulo, la cafeterĂa, los aseos o el ascensor... todo tiene ese temible olor a enfermedad y medicaciĂłn que luego me acompaña durante dĂas, aunque ya estĂ© muy lejos.
Posiblemente yo no estĂ© acostumbrado a situaciones verdaderamente dramĂĄticas e impactantes, pero esa vez fue distinta y la imagen que una y otra vez me conmovĂa era mĂĄs aterradora que el mero olor de un contexto normal. SubĂ a la cuarta planta âla «planta del cĂĄncer» la llamabanâ y empecĂ© a caminar medio temeroso por el pasillo, buscando la habitaciĂłn de un pariente al que iba a visitar. HabĂa algunas enfermeras y mĂ©dicos hojeando papeles y hablando en el interior de una estancia cerrada con un mostrador. La gente iba y venĂa con gesto serio, algunos intentando contener a duras penas unas lĂĄgrimas que tarde o temprano tendrĂan que salir. Mientras caminaba intentaba mirar por la puerta entreabierta de alguna habitaciĂłn para ver si veĂa a alguno de los enfermos, quizĂĄ por ese deseo morboso de saber en quĂ© posiciĂłn se encontraban, a quĂ© mĂĄquina estarĂan conectados o, sencillamente, por comprobar que la realidad de los hechos no podĂa ser tan dura como las ideas de la imaginaciĂłn. De hecho, algunos de ellos estaban dando paseos por los pasillos agarrados a su inseparable aparato de tres ruedas en el que van colgadas las bolsas de suero o alguna otra medicaciĂłn. Otros lo hacĂan en silla de ruedas y hablaban tranquilamente con parientes o conocidos.
RealicĂ© ese corto recorrido hasta la habitaciĂłn de la persona a la que iba a visitar con total parsimonia, procurando fijarme en todos los detalles, como preparĂĄndome para lo que podrĂa encontrarme y retrasando todo lo posible ese fatĂdico momento en el que nunca se sabe muy bien quĂ© decir ni cĂłmo actuar. Es como una prueba de fuego en donde uno tiene que dar esperanza, pero sin perder el realismo, tragarse el dolor propio para consolar el ajeno, aparentar normalidad en una situaciĂłn que todos percibimos como excepcional, como el enemigo que deseamos combatir y derrotar. Probablemente no haya en ningĂșn lugar tanta mentira âo quizĂĄ aun hipocresĂa piadosaâ como ante el rostro de una persona moribunda. Cuando al fin lleguĂ©, abrĂ la puerta y vi a un señor durmiendo en una cama y a una mujer sentada en un sillĂłn leyendo una revista. Me imaginĂ© que no estarĂa demasiado grave, pues al fin y al cabo estaba durmiendo tranquilo y sin ninguna mĂĄquina a su alrededor. Siempre que pienso en alguien muy enfermo lo hago como si estuviera apresado por una red de tubos y pantallas que van controlando su estado vital. La otra cama estaba vacĂa, aunque la mesilla estaba llena de cosas y en el sofĂĄ correspondiente habĂa un abrigo y una bolsa llena de ropa. «EstĂĄn en la sala del pasillo», me dijo inmediatamente la señora, adivinando mis intenciones.
Inmediatamente abandonĂ© la habitaciĂłn y fui hacia la sala de estar situada en medio del pasillo. HabĂa una televisiĂłn encendida a la que nadie miraba y alguna mesa con periĂłdicos y revistas encima. La gente estaba en grupos, supongo que hablando de sus cosas y problemas o tal vez de sus miedos y fracasos. Y allĂ estaban ellos, en la mesa de la esquina y mirando por una cristalera con vistas al bosque que estĂĄ al otro lado de la carretera general. Estaban en silencio, solo miraban y pensaban. Me fui acercando y muy pronto adivinaron mi presencia. La mujer se levantĂł y vino a darme dos besos en la mejilla. Estaba tranquila y se mostrĂł muy alegre y agradecida con la visita. Ăl permaneciĂł sentado y no dijo nada. Sencillamente levantĂł un poco la mano para saludarme y sonriĂł con una expresiĂłn de emociĂłn contenida, casi con la sensaciĂłn de tener que pedir perdĂłn por encontrarse en esas condiciones. La Ășltima vez que nos habĂamos visto habĂa sido hacĂa ya un par de años y en una situaciĂłn muy diferente. Ninguno de los dos imaginĂĄbamos en ese momento lo que cambiarĂan las cosas en tan poco tiempo. Apenas podĂa hablar. Simplemente asentĂa a algunas preguntas que yo le hacĂa. A su lado habĂa un trĂpode metĂĄlico del que colgaba una bolsa de lĂquido transparente que tenĂa conectada con una vĂa al brazo.
Su mujer empezĂł a contarme todo lo que habĂa pasado durante ese tiempo. Me dijo que en las Ășltimas semanas habĂa comido algo de papilla bien desecha, pero que ahora no era capaz de tragar, aunque, a pesar de todo, ya estaba mejorando y confiaban en que no tardarĂa mucho en tener el alta. Lo cierto es que estaba muy dĂ©bil y, aunque la visita parecĂa gustarle, no le apetecĂa demasiado que le preguntaran cosas y que le hicieran hablar. No querĂa esfuerzos vanos. Su mujer y yo empezamos a conversar de nuestras cosas, del trabajo, de las vacaciones, algo insignificante, mientras Ă©l estaba como un espectador atendiendo a nuestra conversaciĂłn. Yo le miraba de vez en cuando, aunque procuraba no hacerlo fijamente, para que nuestras miradas no coincidieran mĂĄs de lo debido. No deseaba que percibiera la sensaciĂłn de tristeza o quizĂĄ de impacto que me estaba invadiendo por dentro.
SĂ, esa fue la sensaciĂłn que tuve: impacto. Sobre todo al ver su boca. TenĂa los labios fuertemente hinchados, cortados, y los dientes rodeados de sangre. Creo que su mujer enseguida notĂł que esa escena me habĂa impactado, porque ella misma, sin preguntĂĄrselo, me explicĂł que la medicaciĂłn le estaba afectando mucho en la boca, y que esa era una de las razones por las que no podĂa comer. Ăltimamente el cĂĄncer se le habĂa extendido âno recuerdo los conceptos mĂ©dicosâ y el tratamiento habĂa sido mĂĄs agresivo, provocĂĄndole secuelas muy visibles. De hecho se le veĂa mover la boca continuamente, seguramente por las molestias que estaba sintiendo. Pero la sensaciĂłn que daba era de fatiga, de estar cansado de llevar ya un tiempo luchando sin resultados demasiados positivos. Sin embargo, ella mantenĂa la esperanza de que saldrĂa adelante y de que muy pronto volverĂa a su casa, algo que no podĂa dejar de desprender una agradable sensaciĂłn de ternura. DespuĂ©s de un tiempo nos despedimos y me fui.
La verdad es que salĂ de allĂ convencido de que la cosa no pintaba nada bien. Me dio la impresiĂłn de que la lucha ya estaba perdida, de que pronto llegarĂa el final y que ya poco quedaba por hacer. TelefoneĂ© a mi madre y se lo dije. Ella habĂa estado allĂ dos dĂas antes y tenĂa la misma sensaciĂłn. Ninguno de los dos nos equivocamos. Al poco tiempo se muriĂł. Pero esa imagen de la boca ensangrentada tardĂł mucho en salir de mi pensamiento. Se me aparecĂa por las noches y me provocaba una cierta angustia, quizĂĄ porque me imaginaba que tambiĂ©n me podrĂa pasar a mĂ. Continuamente oĂmos noticias de alguien que tiene cĂĄncer y sabemos que en cualquier momento tambiĂ©n podemos ser nosotros los pacientes, que esa boca puede ser la nuestra y aquel trĂpode, el amigo frĂo y mudo que nos acompaña dĂa y noche. No puedo ocultar esa doble sensaciĂłn que me hizo sentir aquella visita, la de la ternura que transmitĂan los ojos de la mujer y el espanto de una enfermedad que ya estaba terminando con la vida de alguien acostumbrado a luchar contra la adversidad y los fuertes temporales en sus muchos años trabajando en el mar.
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MIEDO A LA MUERTE,
MIEDO A LA ENFERMEDAD
La experiencia anterior no es sino una de tantas que cada dĂa podemos encontrar en docenas de familias y personas. Pero, desde que la vivĂ, no dejĂ© de reflexionar sobre los problemas que afectan al final de la vida humana, sobre la enfermedad y el dolor, y sobre el hecho mismo de la muerte. Y lo hice desde diferentes perspectivas y aproximaciones, desde el optimismo y el catastrofismo âpues todo eso confluye en ese tipo de casosâ, pero con la intenciĂłn de buscar respuestas y orientaciones que me ayudaran a afrontar situaciones desesperadas y poder asĂ ayudar tambiĂ©n a otras personas a las que les toque enfrentarlas en sus propias vidas. Pero, llegado este momento, estoy convencido de que situaciones asĂ solo se pueden tratar adecuadamente desde el realismo y la honestidad, sin ocultar el dramatismo y la dureza que casi siempre tienen, algo que podemos comprobar cuando le preguntamos a los padres quĂ© sienten al perder a sus hijos o a cualquier persona cuando vive la pĂ©rdida de un ser querido. Son situaciones difĂciles que, a pesar de todo, tenemos que ser capaces de aceptar e incorporar como parte de una vida que no siempre es agradable, como hechos adversos que irrumpen y trastocan el sueño o ideal que todos tenemos de una existencia feliz y complaciente.
Pero conviene ser honrados desde el principio. Soy una persona creyente y cristiana. Hay quien dice que esto ayuda a vivir de una manera diferente la enfermedad y la muerte. AsĂ lo creo yo tambiĂ©n. Pero serĂa falso que dijera que por ser creyente no temo a la muerte. A mĂ me ocurre lo contrario. Yo amo la vida y tengo un miedo horrible a morir. Y en el fondo, aunque los respeto, no me acabo de creer a quienes dicen que no lo tienen. Es casi tanto como decir que no se ama, que nadie importa sino uno mismo. Porque morir supone el acto mayor de ruptura personal con la existencia y con los demĂĄs. Supone dejar en orfandad a aquellos con los cuales estamos unidos por vĂnculos de afecto, cariño y amor. Supone aceptar que otros llorarĂĄn la ausencia y que vivirĂĄn ya para siempre en un vacĂo difĂcil de llenar. QuizĂĄ por ello es difĂcil pensar la plenitud sin ellos a nuestro lado. Porque, si lo mĂĄs importante en la vida es el amor, no hay mayor expresiĂłn de su realidad que la proclamaciĂłn continua del «yo quiero que vivas siempre», «quiero que estĂ©s a mi lado y que jamĂĄs me abandones», «vive tĂș, aunque sea yo mismo quien tenga que morir». Como cristiano, pienso que ese es el mensaje de JesĂșs de Nazaret y el sentido Ășltimo de la esperanza escatolĂłgica: «Ahora vivirĂĄs ya para siempre a mi lado». La muerte, aunque inevitable, es el «Ășltimo enemigo» con el cual tenemos que combatir. AsĂ decĂan las palabras de Job: «¥QuĂ© breves son los dĂas de mi vida! AlĂ©jate de mĂ, dĂ©jame gozar un poco antes de que me vaya, y ya no vuelva, al paĂs de las tinieblas y de sombras, al paĂs oscuro y en desorden, donde la claridad parece sombra» (Job 10,20-22). Y tambiĂ©n RosalĂa de Castro escribĂa en Follas novas:
Quén fora pedra,
quén fora santo
dos que alĂ hai;
como San Pedro,
nas mans as chaves;
co dedo en alre
como San XoĂĄn,
unhas tras outras
xeneracioes vira pasar,
sin medo ĂĄ vida,
que dĂĄ tormentos;
sin medo ĂĄ morte,
que espanto dĂĄ1.
Pero, aun asĂ, lo que la visita a aquella cuarta planta de un hospital mĂĄs me ha hecho pensar ha sido sobre la dinĂĄmica y el camino en el que la enfermedad frecuentemente nos introduce. He visto enfermos caminando solos por los pasillos, familiares hablando de sus cosas, rostros decrĂ©pitos, tristes y llorosos, cuerpos acompañados de medios tecnolĂłgicos, personal sanitario conversando sobre cosas insignificantes o triviales... me he visto a mĂ mismo como un espectador de formas diferentes de combatir el dolor. Y me he asustado. Porque detrĂĄs de cada una de las habitaciones que llenaban aquella planta se esconden historias distintas de alegrĂa y de sufrimiento, vidas a las que la grandeza o la miseria de su pasado han dejado de importarle por la preocupaciĂłn de la incertidumbre de su futuro. Desde aquel entonces he visto gente abandonada en aquellas camas, pero tambiĂ©n otra a la que ni el mayor amor del mundo podĂa ya consolar. He visto familiares discutiendo por herencias y banalidades, ...