CapĂtulo 1
Un grito en la noche
Cuando naciste se alinearon las estrellas de la fortuna,
Ellas te llenaron tu alma de saber, valor y rocĂo.
ROBERT BROWNING, Evelyn Hope
(Citado en la introducciĂłn del libro favorito de Nancy,
Ana de la Tejas Verdes, de Lucy Maud Montgomery)
Era el barrio de Roseneath. En aquella habitaciĂłn pequeña y triste situada en la parte trasera de una de esas tĂpicas casas humildes con fachada de listones de madera, el aire estaba empapado de fatiga; las sĂĄbanas y el suelo, ligeramente salpicados de sangre y sudor. En la cama una mujer intentaba recuperarse de las agudas punzadas de dolor que habĂan acompañado el descomunal esfuerzo de dar a luz. Se trataba de su sexta hija, pero la primera tras ocho años, y las cosas no parecĂan ir bien, a la madre ya se le habĂan acabado las fuerzas. Entre las violentas rĂĄfagas de la ventosa Wellington la intemporal acababa de tener lugar la escena de un nacimiento y Ella Wake yacĂa agotada, completamente exhausta. Una mujer no se separaba de su lecho, una «tapuhi», que asĂ es como los maorĂes llaman a la partera; la tapuhi sĂ estaba radiante de felicidad. Meciendo al bebĂ© que acunaba en sus robustos brazos, señalĂł al delgado velo de piel que cubre la cabeza de algunos reciĂ©n nacidos.
«Esto», dijo con voz suave pasando su cariñoso dedo por la membrana sobrante, «es lo que nosotros llamamos kahu y significa que su bebé siempre tendrå suerte. Donde quiera que vaya, haga lo que haga, los dioses la protegerån».
La madre gimiĂł y volviĂł a hundirse en la cama.
Que asĂ sea. En aquellos momentos Ella estaba demasiado cansada como para prestar atenciĂłn y en su cabeza solo cabĂa la sensaciĂłn de alivio porque todo aquel drama hubiera terminado. SĂ es cierto que años mĂĄs tarde contarĂa en numerosas ocasiones a su hija lo que habĂa vaticinado la matrona maorĂ.
Ella Rosieur Wake procedĂa de una interesante mezcla de etnias: por sus venas corrĂa la sangre de los hugonotes, los protestantes franceses que tuvieron que huir de su patria para seguir practicando su religiĂłn libremente, y tambiĂ©n maorĂ, ya que su bisabuela materna habĂa sido una joven doncella nativa de nombre Pourewa. Ella fue la primera de su raza en casarse con un hombre blanco, concretamente el bisabuelo inglĂ©s de Nancy, Charles Cossell. Su matrimonio fue oficiado por el reverendo William Williams en la misiĂłn de Waimate el 26 de octubre de 1836. La leyenda cuenta que el gran jefe maorĂ, Hone Hoke, estaba enamorado de Pourewa y que jurĂł matar a ambos, pero muriĂł en las Guerras MaorĂes antes de poder cumplir su amenaza.
En definitiva, la familia de Ella estaba enraizada en Nueva Zelanda desde hacĂa muchĂsimo tiempo, y ella en concreto era como esa propia tierra, salvajemente bella. Aunque, si hablamos de su personalidad, sin duda no podrĂa decirse que habĂa heredado mucho de la famosa joie de vivre francesa, o quiĂ©n sabe si simplemente la habĂa agotado durante los duros años de su infancia. Ella Wake proyectaba la imagen de esa rectitud y sacrificio propios de una fuerte convicciĂłn religiosa, no prestaba atenciĂłn a su aspecto, entendĂa la vida como una obligaciĂłn, una dura obligaciĂłn. Ella era dura, y sus muchos hijos la hicieron mĂĄs dura aĂșn.
Sin embargo, el padre de la joven Nancy, Charles Wake, era un inglĂ©s de pura cepa y alguien completamente diferente a su esposa. Enormemente atractivo, alto, extrovertido, tremendamente cordial, Charles se ganaba la vida por entonces como periodista y editor en un diario de Wellington. Siempre bien vestido, parecĂa una de esas personas que jamĂĄs ha tenido un problema en su vida. Sin duda que a los ojos de muchos debiĂł de parecer ciertamente extraño que una pareja tan diferente como aquella pensara en casarse y finalmente lo hiciera, aunque la respetable cantidad de hijos que engendraron parece dar testimonio del vĂnculo tan fuerte que los unĂa.
Cierto que Nancy nunca recordarĂa a sus padres mostrando afecto alguno el uno por el otro, pero esto podrĂa deberse a que a la niña solo le importaba el cariño que su padre mostraba hacia ella. Durante su niñez, para Nancy no habĂa nada comparable a sentarse en el regazo de su padre en su enorme y cĂłmoda butaca, escuchĂĄndolo contarle historias, viĂ©ndolo bailar al compĂĄs de la mĂșsica que salĂa de un viejo gramĂłfono, o sentir sus brazos a su alrededor mientras charlaban animadamente. Al menos tal y como ella lo recuerda, los dos reĂan y jugaban sin parar durante horas, y al igual que sentĂa de modo instintivo que era la favorita de su padre, tambiĂ©n tenĂa un vago sentido de que sus otros hermanos y hermanas, por no hablar de su madre, le guardaban cierto rencor por ello. Pero su vida era demasiado bonita como para que aquello le importara.
La carrera como periodista de Charles Wake iba tan bien que no dejaba de recibir ofertas de empleo incluso de muy lejos, y asĂ fue cĂłmo la familia entera bajĂł desde las alturas de Wellington a la costa norte de SĂdney âNancy era aĂșn una niñaâ para establecerse en una robusta y peculiar casa de ladrillo lo suficientemente grande como para acomodar a la no menos peculiar familia Wake, desde la primogĂ©nita, Gladys, pasando por Charles, Hazel, Stanley y Ruby, hasta llegar a la mĂĄs pequeña, Nancy: diecisĂ©is años entre la mayor y la menor.
SĂdney les gustĂł a todos. La ciudad, una de las joyas del PacĂfico Sur, ciertamente se hallaba en los confines del Imperio britĂĄnico, pero tenĂa 750.000 habitantes ây era tres veces mĂĄs grande que Wellingtonâ, y su descomunal tamaño y el enorme gentĂo que abarrotaba sus calles en un dĂa cualquiera era algo que a ninguno de ellos pasĂł desapercibido. Pudo haber empezado como una colonia de convictos, con hombres y mujeres traĂdos con grilletes contra su voluntad desde la metrĂłpoli, pero desde entonces algo especial no habĂa dejado de atraer hasta allĂ a una gran cantidad de gente.
Los Wake se hicieron a SĂdney rĂĄpidamente, incluso mamĂĄ Ella, quien en principio se habĂa mostrado reluctante a dejar a su enorme familia en Nueva Zelanda. Cada mañana papĂĄ Charles salĂa de casa y tomaba el ferri que partĂa de Milsons Point y atravesaba la bahĂa para llegar al trabajo; cada tarde Nancy âconcretamente Nancyâ estaba allĂ, en la puerta de casa, esperando a que su padre volviera simplemente porque, como ella decĂa, «él era un cielo conmigo y yo lo adorabaâŠ, nos adorĂĄbamos el uno al otro».
Pero una de esas tardes no volviĂł. Ni tampoco esa noche. Tampoco al dĂa siguiente. Ni tampoco al otro. Ya no volviĂł. Se habĂa ido de viaje, le habĂa dicho a Nancy su madre. A AmĂ©rica, le dijo. Estaba intentando poner en marcha algo relacionado con esa cosa nueva que todos llamaban «pelĂculas». Se habĂa ido con la idea de rodar un documental sobre la vida de los maorĂes en su Nueva Zelanda natal y no tardarĂa en volver mĂĄs de tres meses. Nancy esperĂł pacientemente. Y esperĂł aĂșn mĂĄs. Ăl seguĂa sin volver y ademĂĄs tampoco recibĂa ni una sola carta suya, ni una tarjeta postal, nada. ÂżDĂłnde estaba papĂĄ?
Eso es, dĂłnde. Un buen dĂa Nancy se dio cuenta de que la foto de boda de sus padres, que solĂa estar en el tocador de su madre, ya no estaba allĂ. Y eso fue todo. Nadie hablĂł nunca de ello, circunstancia que hizo todavĂa mĂĄs profunda la confusiĂłn en la que se encontraba la mĂĄs pequeña de la casa y la sensaciĂłn de que su padre la habĂa abandonado. Nancy nunca conseguirĂa saber con certeza quĂ© fue de Ă©l, pero en aquel momento tuvo claro que daba igual dĂłnde estuviera, que daba igual lo que estuviera haciendo: papĂĄ nunca volverĂa a atravesar el jardĂn bailando el vals de Mathilda, como solĂa hacer al llegar a casa. Nunca volverĂa a sentarse en su regazo. Ăl nunca volverĂa a leerle cuentos. Era asĂ, no iba a volver. QuizĂĄ su madre sĂ hubiera recibido alguna carta con alguna informaciĂłn o tal vez supiera exactamente lo sucedido, pero mamĂĄ nunca contĂł a sus hijos claramente que su padre los habĂa abandonado ni les dio ningĂșn indicio de que le importara si le habĂa ido bien.
La señal mĂĄs clara de que algo habĂa cambiado definitivamente y de que no iban a regresar a Nueva Zelanda, algo en lo que, si bien por poco tiempo, estuvieron pensando, fue que, unos meses despuĂ©s de que Charles Wake desapareciera, la familia tuvo que mudarse a un barrio cercano en Neutral Bay, a una casa mucho menos confortable. La razĂłn âNancy acabarĂa sabiĂ©ndolo mĂĄs adelanteâ era que su querido padre habĂa vendido âo algo parecidoâ la casa de North SĂdney a espaldas de todos. La «nueva» casa, donde Nancy pasarĂa el resto de su infancia, era la segunda a la izquierda subiendo por la arbolada Holdsworth Street, una calle que corrĂa casi paralela a Ban Boy Road. La parte trasera daba a Spruson Street . Era una vieja casa con fachada de listones de madera situada en un clĂĄsico «quarter-acre block»* australiano, a un tiro de piedra de una de esas lenguas de agua con que el mar que baña la bahĂa de SĂdney se adentra en los suburbios de la ciudad. Era la casa tĂpica de la Ă©poca, con su letrina en un patio trasero que estaba presidido por la cuerda de tender la ropa suspendida de dos postes de madera. Si hablamos de su interior, tenĂa un gran porche, un laberinto de habitaciones mĂĄs parecido a una madriguera de conejos, una estrecha cocina y una triste sala de estar.
El padre de Nancy era quien traĂa el dinero a casa, asĂ que sin Ă©l las cosas se hicieron difĂciles en lo econĂłmico para los Wake, aunque con la ayuda de los hermanos mayores, que ahora ganaban un sueldo, y el alquiler que les pagaba por alojarse en la casa un inquilino procedente de Tasmania la familia conseguĂa llegar a fin de mes. De acuerdo, nunca se podĂa repetir tarta de manzana, pero al menos siempre habĂa patatas de sobra; ni hablar de vestidos nuevos para Nancy, pero los que iba heredando hacĂan su papel; nada de una habitaciĂłn propia, pero cada uno tenĂa su cama, mejor o peor, y Nancy pronto ocupĂł el lugar que dejara vacĂo su padre en la cama de matrimonio: allĂ dormirĂa durante los siguientes diez años de su vida. Este aumento de la cercanĂa fĂsica con su madre no supuso en absoluto que aumentara la cercanĂa emocional. «Apenas un beso de buenas noches», confiesa Nancy sin ambages, «aunque sĂ recuerdo que por alguna razĂłn le gustaba leerme libros en la cama, y eso me encantaba».
De los hermanos, el que con mucha diferencia contribuĂa en mayor manera a la economĂa de la casa era Stanley, ÂĄel bueno de Stanley! Esa parte del alma de la joven Nancy que necesitaba una figura lo mĂĄs parecida a un padre para amarlo y admirarlo habĂa trasladado sin lugar a dudas su cariño a este hombre generoso y cĂĄlido. Ella lo amaba como a ningĂșn otro; Stanley siempre serĂa en el recuerdo de Nancy lo mĂĄs parecido a un santo sin iglesia.
«Charles», dice Nancy de su hermano mayor, «era un autĂ©ntico canalla que seguro acabarĂa mal; tampoco me llevaba bien con el resto de mis hermanos; sin embargo, Stanley siempre se mostrĂł cariñoso conmigo. Se alistĂł en la marinaâŠÂ».
Estos años finales de la dĂ©cada de 1910 a 1920 fueron buenos tiempos para quienes prestaban servicio en el ejĂ©rcito, o al menos para quienes lograron sobrevivir a la Gran Guerra, como fue el caso de Stanley. Aunque no puede decirse que hubiera entrado demasiado en acciĂłn, la familia estaba muy orgullosa de lo que habĂa hecho, ademĂĄs de constituir uno de los primeros recuerdos que permanecerĂan para siempre en la memoria de Nancy: tenĂa seis años y llevaba puesto el mejor de los vestidos que habĂa heredado; aunque apenas acababa de amanecer, ya habĂa mucha gente reunida en la Martin Place de SĂdney, todos con la cabeza inclinada, una enorme cantidad de soldados sujetando con firmeza las bayonetas con la culata de sus relucientes rifles en el suelo junto a sus brillantes botas, y ante ellos un ministro de la iglesia pronunciando un largo sermĂłn en el que hablaba de algo referente a⊠Gallipoli âŠ; de algo referente a todos esos hombres que habĂan entregado sus vidas para que nosotros vivamos en libertad âŠ, de algo referente a que nunca los olvidaremos. Y ahora recemos, hermanosâŠ
Hubo mĂĄs rezos y plegarias, y se cantaron himnos, y de vez en cuando alguien situado frente a los soldados comenzaba a dar gritos, y entonces todos aquellos hombres de uniforme comenzaban a hacer piruetas con sus rifles al unĂsono antes de clavarlos en el suelo con un ruido sordo; luego, aquel hombre volvĂa a gritar y ellos repetĂan sus movimientosâŠ, ÂĄnunca habĂa visto nada tan emocionante!
Y la tristeza. Y es que, a pesar de todo aquel emocionante espectĂĄculo de colores y gestos solemnes, ella ya sabĂa lo suficiente como para darse cuenta de que algo terrible acababa de suceder muy poco antes, no sabĂa bien quĂ© acontecimiento en la guerra habĂa causado la muerte de unos diez mil soldados australianos y neozelandeses en algĂșn lugar llamado «Glipy» o algo por el estilo. Se sentĂa tan australiana como neozelandesa, asĂ que aquello cobrĂł doble importancia. Aquellos hombres habĂan sacrificado sus vidas en nombre de otras naciones, asĂ que todos los que aĂșn quedaban vivos debĂan estarles agradecidos por ello. La familia...