Nancy Wake
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Nancy Wake

La espía más buscada de la Segunda Guerra Mundial

Peter FitzSimons, Francisco Campillo

  1. 365 pagine
  2. Spanish
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Nancy Wake

La espía más buscada de la Segunda Guerra Mundial

Peter FitzSimons, Francisco Campillo

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A comienzos de 1930 Nancy Wake disfrutaba la vida bohemia de París. Antes de que finalizara la Segunda Guerra Mundial era la persona más buscada por la Gestapo.Después de ser testigo de la crueldad de la violencia nazi en Viena, Nancy se prometió a sí misma que haría todo lo que estuviera en sus manos para liberar Europa de su presencia. Su primera misión, hacer de correo entre los miembros de la Résistance, la llevó a organizar una eficacísima red de fuga para prisioneros aliados en Francia, tan eficaz que no tuvo más remedio que huir del país al saber que la Gestapo la tenía en su punto de mira. Los alemanes no conocían su identidad, pero la llamaban "Ratón Blanco", por la facilidad con la que se les escapaba de las manos. Comprometida en la lucha contra los nazis, huyó a Londres, donde se alistó en los servicios secretos británicos. Tras un duro entrenamiento fue arrojada en paracaídas de nuevo en Francia, donde ayudó a coordinar la poderosa acción del maquis. Adiestró a los guerrilleros, fue la responsable de organizar el material que los aviones británicos lanzaban en paracaídas, recorrió cuatrocientos kilómetros en bicicleta por caminos de montaña para localizar a un operador de radio: su apasionada entrega a la causa hacía que nada le resultara imposible.

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Informazioni

Anno
2019
ISBN
9788491143086
Capítulo 1

Un grito en la noche

Cuando naciste se alinearon las estrellas de la fortuna,
Ellas te llenaron tu alma de saber, valor y rocío.

ROBERT BROWNING, Evelyn Hope
(Citado en la introducción del libro favorito de Nancy,
Ana de la Tejas Verdes, de Lucy Maud Montgomery)



Era el barrio de Roseneath. En aquella habitación pequeña y triste situada en la parte trasera de una de esas típicas casas humildes con fachada de listones de madera, el aire estaba empapado de fatiga; las sábanas y el suelo, ligeramente salpicados de sangre y sudor. En la cama una mujer intentaba recuperarse de las agudas punzadas de dolor que habían acompañado el descomunal esfuerzo de dar a luz. Se trataba de su sexta hija, pero la primera tras ocho años, y las cosas no parecían ir bien, a la madre ya se le habían acabado las fuerzas. Entre las violentas ráfagas de la ventosa Wellington la intemporal acababa de tener lugar la escena de un nacimiento y Ella Wake yacía agotada, completamente exhausta. Una mujer no se separaba de su lecho, una «tapuhi», que así es como los maoríes llaman a la partera; la tapuhi sí estaba radiante de felicidad. Meciendo al bebé que acunaba en sus robustos brazos, señaló al delgado velo de piel que cubre la cabeza de algunos recién nacidos.
«Esto», dijo con voz suave pasando su cariñoso dedo por la membrana sobrante, «es lo que nosotros llamamos kahu y significa que su bebé siempre tendrá suerte. Donde quiera que vaya, haga lo que haga, los dioses la protegerán».
La madre gimió y volvió a hundirse en la cama.
Que así sea. En aquellos momentos Ella estaba demasiado cansada como para prestar atención y en su cabeza solo cabía la sensación de alivio porque todo aquel drama hubiera terminado. Sí es cierto que años más tarde contaría en numerosas ocasiones a su hija lo que había vaticinado la matrona maorí.
Ella Rosieur Wake procedía de una interesante mezcla de etnias: por sus venas corría la sangre de los hugonotes, los protestantes franceses que tuvieron que huir de su patria para seguir practicando su religión libremente, y también maorí, ya que su bisabuela materna había sido una joven doncella nativa de nombre Pourewa. Ella fue la primera de su raza en casarse con un hombre blanco, concretamente el bisabuelo inglés de Nancy, Charles Cossell. Su matrimonio fue oficiado por el reverendo William Williams en la misión de Waimate el 26 de octubre de 1836. La leyenda cuenta que el gran jefe maorí, Hone Hoke, estaba enamorado de Pourewa y que juró matar a ambos, pero murió en las Guerras Maoríes antes de poder cumplir su amenaza.
En definitiva, la familia de Ella estaba enraizada en Nueva Zelanda desde hacía muchísimo tiempo, y ella en concreto era como esa propia tierra, salvajemente bella. Aunque, si hablamos de su personalidad, sin duda no podría decirse que había heredado mucho de la famosa joie de vivre francesa, o quién sabe si simplemente la había agotado durante los duros años de su infancia. Ella Wake proyectaba la imagen de esa rectitud y sacrificio propios de una fuerte convicción religiosa, no prestaba atención a su aspecto, entendía la vida como una obligación, una dura obligación. Ella era dura, y sus muchos hijos la hicieron más dura aún.
Sin embargo, el padre de la joven Nancy, Charles Wake, era un inglés de pura cepa y alguien completamente diferente a su esposa. Enormemente atractivo, alto, extrovertido, tremendamente cordial, Charles se ganaba la vida por entonces como periodista y editor en un diario de Wellington. Siempre bien vestido, parecía una de esas personas que jamás ha tenido un problema en su vida. Sin duda que a los ojos de muchos debió de parecer ciertamente extraño que una pareja tan diferente como aquella pensara en casarse y finalmente lo hiciera, aunque la respetable cantidad de hijos que engendraron parece dar testimonio del vínculo tan fuerte que los unía.
Cierto que Nancy nunca recordaría a sus padres mostrando afecto alguno el uno por el otro, pero esto podría deberse a que a la niña solo le importaba el cariño que su padre mostraba hacia ella. Durante su niñez, para Nancy no había nada comparable a sentarse en el regazo de su padre en su enorme y cómoda butaca, escuchándolo contarle historias, viéndolo bailar al compás de la música que salía de un viejo gramófono, o sentir sus brazos a su alrededor mientras charlaban animadamente. Al menos tal y como ella lo recuerda, los dos reían y jugaban sin parar durante horas, y al igual que sentía de modo instintivo que era la favorita de su padre, también tenía un vago sentido de que sus otros hermanos y hermanas, por no hablar de su madre, le guardaban cierto rencor por ello. Pero su vida era demasiado bonita como para que aquello le importara.
La carrera como periodista de Charles Wake iba tan bien que no dejaba de recibir ofertas de empleo incluso de muy lejos, y así fue cómo la familia entera bajó desde las alturas de Wellington a la costa norte de Sídney –Nancy era aún una niña– para establecerse en una robusta y peculiar casa de ladrillo lo suficientemente grande como para acomodar a la no menos peculiar familia Wake, desde la primogénita, Gladys, pasando por Charles, Hazel, Stanley y Ruby, hasta llegar a la más pequeña, Nancy: dieciséis años entre la mayor y la menor.
Sídney les gustó a todos. La ciudad, una de las joyas del Pacífico Sur, ciertamente se hallaba en los confines del Imperio británico, pero tenía 750.000 habitantes –y era tres veces más grande que Wellington–, y su descomunal tamaño y el enorme gentío que abarrotaba sus calles en un día cualquiera era algo que a ninguno de ellos pasó desapercibido. Pudo haber empezado como una colonia de convictos, con hombres y mujeres traídos con grilletes contra su voluntad desde la metrópoli, pero desde entonces algo especial no había dejado de atraer hasta allí a una gran cantidad de gente.
Los Wake se hicieron a Sídney rápidamente, incluso mamá Ella, quien en principio se había mostrado reluctante a dejar a su enorme familia en Nueva Zelanda. Cada mañana papá Charles salía de casa y tomaba el ferri que partía de Milsons Point y atravesaba la bahía para llegar al trabajo; cada tarde Nancy –concretamente Nancy– estaba allí, en la puerta de casa, esperando a que su padre volviera simplemente porque, como ella decía, «él era un cielo conmigo y yo lo adoraba…, nos adorábamos el uno al otro».
Pero una de esas tardes no volvió. Ni tampoco esa noche. Tampoco al día siguiente. Ni tampoco al otro. Ya no volvió. Se había ido de viaje, le había dicho a Nancy su madre. A América, le dijo. Estaba intentando poner en marcha algo relacionado con esa cosa nueva que todos llamaban «películas». Se había ido con la idea de rodar un documental sobre la vida de los maoríes en su Nueva Zelanda natal y no tardaría en volver más de tres meses. Nancy esperó pacientemente. Y esperó aún más. Él seguía sin volver y además tampoco recibía ni una sola carta suya, ni una tarjeta postal, nada. ¿Dónde estaba papá?
Eso es, dónde. Un buen día Nancy se dio cuenta de que la foto de boda de sus padres, que solía estar en el tocador de su madre, ya no estaba allí. Y eso fue todo. Nadie habló nunca de ello, circunstancia que hizo todavía más profunda la confusión en la que se encontraba la más pequeña de la casa y la sensación de que su padre la había abandonado. Nancy nunca conseguiría saber con certeza qué fue de él, pero en aquel momento tuvo claro que daba igual dónde estuviera, que daba igual lo que estuviera haciendo: papá nunca volvería a atravesar el jardín bailando el vals de Mathilda, como solía hacer al llegar a casa. Nunca volvería a sentarse en su regazo. Él nunca volvería a leerle cuentos. Era así, no iba a volver. Quizá su madre sí hubiera recibido alguna carta con alguna información o tal vez supiera exactamente lo sucedido, pero mamá nunca contó a sus hijos claramente que su padre los había abandonado ni les dio ningún indicio de que le importara si le había ido bien.
La señal más clara de que algo había cambiado definitivamente y de que no iban a regresar a Nueva Zelanda, algo en lo que, si bien por poco tiempo, estuvieron pensando, fue que, unos meses después de que Charles Wake desapareciera, la familia tuvo que mudarse a un barrio cercano en Neutral Bay, a una casa mucho menos confortable. La razón –Nancy acabaría sabiéndolo más adelante– era que su querido padre había vendido –o algo parecido– la casa de North Sídney a espaldas de todos. La «nueva» casa, donde Nancy pasaría el resto de su infancia, era la segunda a la izquierda subiendo por la arbolada Holdsworth Street, una calle que corría casi paralela a Ban Boy Road. La parte trasera daba a Spruson Street . Era una vieja casa con fachada de listones de madera situada en un clásico «quarter-acre block»* australiano, a un tiro de piedra de una de esas lenguas de agua con que el mar que baña la bahía de Sídney se adentra en los suburbios de la ciudad. Era la casa típica de la época, con su letrina en un patio trasero que estaba presidido por la cuerda de tender la ropa suspendida de dos postes de madera. Si hablamos de su interior, tenía un gran porche, un laberinto de habitaciones más parecido a una madriguera de conejos, una estrecha cocina y una triste sala de estar.
El padre de Nancy era quien traía el dinero a casa, así que sin él las cosas se hicieron difíciles en lo económico para los Wake, aunque con la ayuda de los hermanos mayores, que ahora ganaban un sueldo, y el alquiler que les pagaba por alojarse en la casa un inquilino procedente de Tasmania la familia conseguía llegar a fin de mes. De acuerdo, nunca se podía repetir tarta de manzana, pero al menos siempre había patatas de sobra; ni hablar de vestidos nuevos para Nancy, pero los que iba heredando hacían su papel; nada de una habitación propia, pero cada uno tenía su cama, mejor o peor, y Nancy pronto ocupó el lugar que dejara vacío su padre en la cama de matrimonio: allí dormiría durante los siguientes diez años de su vida. Este aumento de la cercanía física con su madre no supuso en absoluto que aumentara la cercanía emocional. «Apenas un beso de buenas noches», confiesa Nancy sin ambages, «aunque sí recuerdo que por alguna razón le gustaba leerme libros en la cama, y eso me encantaba».
De los hermanos, el que con mucha diferencia contribuía en mayor manera a la economía de la casa era Stanley, ¡el bueno de Stanley! Esa parte del alma de la joven Nancy que necesitaba una figura lo más parecida a un padre para amarlo y admirarlo había trasladado sin lugar a dudas su cariño a este hombre generoso y cálido. Ella lo amaba como a ningún otro; Stanley siempre sería en el recuerdo de Nancy lo más parecido a un santo sin iglesia.
«Charles», dice Nancy de su hermano mayor, «era un auténtico canalla que seguro acabaría mal; tampoco me llevaba bien con el resto de mis hermanos; sin embargo, Stanley siempre se mostró cariñoso conmigo. Se alistó en la marina…».
Estos años finales de la década de 1910 a 1920 fueron buenos tiempos para quienes prestaban servicio en el ejército, o al menos para quienes lograron sobrevivir a la Gran Guerra, como fue el caso de Stanley. Aunque no puede decirse que hubiera entrado demasiado en acción, la familia estaba muy orgullosa de lo que había hecho, además de constituir uno de los primeros recuerdos que permanecerían para siempre en la memoria de Nancy: tenía seis años y llevaba puesto el mejor de los vestidos que había heredado; aunque apenas acababa de amanecer, ya había mucha gente reunida en la Martin Place de Sídney, todos con la cabeza inclinada, una enorme cantidad de soldados sujetando con firmeza las bayonetas con la culata de sus relucientes rifles en el suelo junto a sus brillantes botas, y ante ellos un ministro de la iglesia pronunciando un largo sermón en el que hablaba de algo referente a… Gallipoli …; de algo referente a todos esos hombres que habían entregado sus vidas para que nosotros vivamos en libertad …, de algo referente a que nunca los olvidaremos. Y ahora recemos, hermanos…
Hubo más rezos y plegarias, y se cantaron himnos, y de vez en cuando alguien situado frente a los soldados comenzaba a dar gritos, y entonces todos aquellos hombres de uniforme comenzaban a hacer piruetas con sus rifles al unísono antes de clavarlos en el suelo con un ruido sordo; luego, aquel hombre volvía a gritar y ellos repetían sus movimientos…, ¡nunca había visto nada tan emocionante!
Y la tristeza. Y es que, a pesar de todo aquel emocionante espectáculo de colores y gestos solemnes, ella ya sabía lo suficiente como para darse cuenta de que algo terrible acababa de suceder muy poco antes, no sabía bien qué acontecimiento en la guerra había causado la muerte de unos diez mil soldados australianos y neozelandeses en algún lugar llamado «Glipy» o algo por el estilo. Se sentía tan australiana como neozelandesa, así que aquello cobró doble importancia. Aquellos hombres habían sacrificado sus vidas en nombre de otras naciones, así que todos los que aún quedaban vivos debían estarles agradecidos por ello. La familia...

Indice dei contenuti

  1. Índice
  2. El autor
  3. Agradecimientos
  4. Prefacio
  5. Capítulo 1. Un grito en la noche
  6. Capítulo 2. Bon voyage!
  7. Capítulo 3. Un «angelito» anda suelto por el mundo
  8. Capítulo 4. París
  9. Capítulo 5. Viena, Berlín, Marsella
  10. Capítulo 6. «Con regio acento gritará: “matanza” Los perros de la guerra desatando»
  11. Capítulo 7. La clandestinidad
  12. Capítulo 8. Cruzando los Pirineos
  13. Capítulo 9. Una auténtica espía
  14. Capítulo 10. En Francia de nuevo
  15. Capítulo 11. Maquisard
  16. Capítulo 12. «Le jour de gloire est arrivé»
  17. Epílogo
  18. Apéndice 1
  19. Apéndice 2
  20. Bibliografía
Stili delle citazioni per Nancy Wake

APA 6 Citation

FitzSimons, P. (2019). Nancy Wake ([edition unavailable]). Antonio Machado Libros. Retrieved from https://www.perlego.com/book/1918807/nancy-wake-la-espa-ms-buscada-de-la-segunda-guerra-mundial-pdf (Original work published 2019)

Chicago Citation

FitzSimons, Peter. (2019) 2019. Nancy Wake. [Edition unavailable]. Antonio Machado Libros. https://www.perlego.com/book/1918807/nancy-wake-la-espa-ms-buscada-de-la-segunda-guerra-mundial-pdf.

Harvard Citation

FitzSimons, P. (2019) Nancy Wake. [edition unavailable]. Antonio Machado Libros. Available at: https://www.perlego.com/book/1918807/nancy-wake-la-espa-ms-buscada-de-la-segunda-guerra-mundial-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

FitzSimons, Peter. Nancy Wake. [edition unavailable]. Antonio Machado Libros, 2019. Web. 15 Oct. 2022.