CapiÌtulo XLVII
El «Te-Deum» de la accioÌn de Lens
Todo el movimiento notado por la reina Enriqueta, y cuya causa en vano habiÌa procurado indagar, proveniÌa de la noticia de la victoria de Lens, cuyo mensajero fue el duque de Chatillon, que habiÌa tenido gran parte en ella, y el cual llevaba ademaÌs la misioÌn de colocar en las boÌvedas de Nuestra SenÌora veintidoÌs banderas cogidas a los loreneses y espanÌoles.
La noticia era decisiva y decidiÌa el pleito entablado contra el Parlamento en favor de la corte. Todos los impuestos, a que se oponiÌa el primero, estaban fundados en la necesidad de sostener la honra de Francia y en la azarosa esperanza de batir al enemigo. Y como desde la batalla de Nordlingen soÌlo se habiÌan sufrido reveses, teniÌa el Parlamento ancho campo para interpelar a Mazarino sobre aquellas victorias siempre prometidas y siempre aplazadas; pero por fin se habiÌa llegado a las manos y lograÌndose un triunfo que debiÌa llamarse completo. AsiÌ fue que nadie dejoÌ de ver que la corte habiÌa conseguido dos victorias; una en el exterior y otra en el interior; y hasta el rey exclamoÌ al saber la noticia:
âAhora veremos lo que dicen a eso los senÌores del Parlamento. OiÌdo lo cual, abrazoÌ tiernamente la reina a su hijo, cuyos altivos e impetuosos sentimientos armonizaban tanto con los suyos propios. Aquella misma tarde se celebroÌ un consejo, al cual asistieron el mariscal de la Meilleraie y el senÌor de Villeroy como mazarinos, Chavigny y Seguier como enemigos del Parlamento. Y Guitaut y Comminges como partidarios de la reina.
No supo nada el puÌblico de lo que en aquella junta se dispuso. SuÌpose uÌnicamente que el domingo proÌximo debiÌa cantarse un Te Deum en Nuestra SenÌora de PariÌs, en celebridad de la victoria de Lens.
Los parisienses despertaron el diÌa senÌalado en medio de la mayor alegriÌa; pues un Te Deum era en aquella eÌpoca un negocio grave. AuÌn no se habiÌa abusado de esta ceremonia, y asiÌ es que produciÌa efecto. El sol aparecioÌ radiante como si tomara parte en la festividad, y doraba las sombriÌas torres del templo metropolitano, lleno ya de un inmenso nuÌmero de personas del pueblo, hasta las maÌs solitarias calles de la CiteÌ estaban engalanadas, y en toda la extensioÌn de los muelles se veiÌan largas filas de honrados artesanos, mujeres y ninÌos, yendo hacia Nuestra SenÌora.
Todas las tiendas estaban desiertas y todas las casas cerradas, pues reinaba un deseo general de ver al rey con su madre y al famoso cardenal Mazarino, tan aborrecido que nadie queriÌa privarse de su presencia.
Por lo demaÌs, entre aquel crecido pueblo reinaba la mayor libertad; expresaÌbanse abiertamente toda clase de opiniones, tocando a rebato, en tanto que las mil campanas de las iglesias de PariÌs tocaban a Te-Deum, y como la policiÌa estaba nombrada por la misma ciudad, ninguna demostracioÌn amenazadora turbaba la manifestacioÌn del odio general, ni conteniÌa las palabras en aquellas maldicientes bocas.
A las ocho de la manÌana fue el regimiento de guardias de la reina, al mando de Guitaut, cuyo segundo era Comminges, su sobrino, a escalonarse con sus tambores y cornetas a la cabeza, desde el Palacio Real hasta Nuestra SenÌora; maniobra que vieron tranquilamente los parisienses, siempre aficionados a oiÌr muÌsica militar y a ver uniformes brillantes.
Friquet habiÌase puesto la ropa de los domingos, y a pretexto de una fluxioÌn que fingioÌ momentaÌneamente, introducieÌndose en la boca gran nuÌmero de huesos de cereza, consiguioÌ de su superior Bazin venia para ir de paseo. El bedel se negoÌ al principio a concedeÌrsela, porque estaba de mal humor por dos motivos; primero, por el viaje de Aramis, el cual se habiÌa marchado sin decirle doÌnde iba, y segundo, por tener que ayudar una misa en celebridad de una victoria que no estaba en armoniÌa con sus opiniones. RecordaraÌ el lector que Bazin era frondista, y si hubiese podido el bedel ausentarse en semejante solemnidad como un simple monaguillo, no hubiera dejado de hacer al arzobispo la misma peticioÌn que la que a eÌl le haciÌan. ResistioÌse, por tanto, como hemos dicho a conceder toda licencia; pero tanto se desarrolloÌ la fluxioÌn de Friquet en presencia del mismo Bazin, que eÌste cedioÌ por fin refunfunÌando, por honor del cuerpo de escolanos, a quienes podiÌa comprometer semejante deformidad. A la puerta escupioÌ Friquet su fluxioÌn, acompanÌando este acto con un gesto dirigido al bedel, de esos que eternizaraÌn la superioridad del pilluelo de PariÌs sobre los demaÌs del mundo; en cuanto a la taberna se excusoÌ naturalmente, diciendo que ayudaba a misa en Nuestra SenÌora.
Gozaba, pues, Friquet de completa libertad, y como hemos dicho se habiÌa vestido su maÌs escogido traje, llevando principalmente por notable adorno uno de esos indescriptibles gorros que forman el punto de transaccioÌn entre el birrete de la Edad Media y el sombrero de Luis XIII. Le habiÌa fabricado su madre aquel curioso gorro, y fuese por capricho o por falta de tela uniforme, no demostroÌ el mayor esmero en combinar los colores; de suerte que la obra maestra del arte gorreril en el siglo xvii era amarilla y verde por un lado, y blanca y colorada por el otro. Pero Friquet, que siempre habiÌa sido aficionado a la diversidad de tonos, no se manifestaba por eso menos triunfante y orgulloso.
Cuando salioÌ de casa de Bazin se dirigioÌ el monaguillo a todo correr hacia el Palacio Real, al cual llegoÌ precisamente en el instante en que saliÌa el regimiento de guardias, y como no deseaba otra cosa que disfrutar de su vista y aprovecharse de su muÌsica, se colocoÌ a la cabeza tocando el tambor con dos pizarras, y pasando de este ejercicio al de corneta, que remedaba con la boca con tal perfeccioÌn, que merecioÌ maÌs de una vez los elogios de los amantes de la armoniÌa imitativa.
DuroÌ esta diversioÌn desde la barrera de Sergents hasta la plaza de Nuestra SenÌora, produciendo no poca satisfaccioÌn a Friquet; pero cuando hizo alto el regimiento y penetraron las companÌiÌas hasta el centro de la CiteÌ, situaÌndose en la extremidad de la calle de San CristoÌbal, cerca de la Casatrix, en que viviÌa Broussel, recordoÌ el escolano que no habiÌa almorzado, y calculando hacia queÌ parte podriÌa dirigir sus pasos para realizar este importante acto, resolvioÌ despueÌs de una madura deliberacioÌn, que el consejero Broussel hiciese el gasto.
En consecuencia, se plantoÌ de una raÌpida carrera en casa del consejero, y llamoÌ con fuerza a la puerta.
SalioÌ a abrirle su madre, la vieja criada de Broussel.
â ÂżA queÌ vienes, tunante? âle dijoâ. ÂżPor queÌ no estaÌs en la iglesia?
âAlliÌ estaba madre ârespondioÌ Friquet â; pero he visto que pasan algunas cosas que debe saber el senÌor Broussel, y he venido a hablarle con el permiso del senÌor Bazin; ya sabeÌis quieÌn es, madre, el senÌor Bazin, el bedel.
âEstaÌ bien, pero ÂżqueÌ tienes tuÌ que decir al senÌor Broussel, buena pieza?
âQuiero hablarle en persona.
âNo puede ser, estaÌ trabajando.
âEntonces, aguardareÌ âcontestoÌ Friquet, a quien conveniÌa aquella espera, durante la cual se proponiÌa no perder el tiempo.
Y subioÌ raÌpidamente la escalera seguido con maÌs lentitud por la buena Nanette.
âPero por fin, ÂżqueÌ es lo que quieres del senÌor Broussel?
âDecirle âcontestoÌ Friquet gritando con todas sus fuerzasâ que el regimiento de guardias viene hacia este lado, y como se suena que en la corte reinan prevenciones malignas contra el senÌor consejero, se lo aviso para que esteÌ alerta.
Broussel escuchoÌ las palabras del solapado muchacho, y agradeciendo su excesivo celo bajoÌ al primer piso; porque en efecto, se hallaba trabajando en su gabinete; sito en el segundo.
â ÂĄEh, amigo! âle dijoâ. ÂżQueÌ nos importa el regimiento de guardias? ÂżEstaÌs loco para armar semejante estreÌpito? ÂżNo sabes que es costumbre de esos senÌores hacer lo que han hecho, y que este regimiento forma siempre en batalla por donde pasa el rey?
FingioÌ el escolano grande admiracioÌn, y dijo dando vueltas entre las manos a su gorro nuevo:
âNo es extranÌo que vos sepaÌis eso, senÌor Broussel, porque vos lo sabeÌis todo; pero confieso francamente que lo ignoraba, y creiÌa haceros un favor avisaÌndoos. No os enfadeÌis, senÌor Broussel.
âAl contrario, hijo miÌo, al contrario; tu celo me es grato. SenÌora Nanette, a ver si andan por ahiÌ esos albaricoques que ayer me envioÌ de Noisy la senÌora de Longueville; dad media docena al muchacho con un pedazo de pan tierno.
âGracias, senÌor Broussel, muchas gracias âcontestoÌ Friquet; justamente me gustan en extremo los albaricoques.
Broussel marchoÌ al cuarto de su mujer y pidioÌ el almuerzo. Eran las nueve y media. El consejero asomoÌse al balcoÌn. La calle estaba enteramente desierta; pero a lo lejos se oiÌa, como el ruido de la marea creciente, el inmenso mugido de las olas populares que se iban aglomerando en derredor de Nuestra SenÌora.
Este ruido se aumentoÌ cuando DâArtagnan fue a situarse con una companÌiÌa de mosqueteros a las puertas del templo para que se llevase a teÌrmino debidamente el servicio divino. HabiÌa aconsejado a Porthos que aprovechase la ocasioÌn de ver la ceremonia, y eÌste iba montado en su mejor caballo y vestido de gala, haciendo de mosquetero honorario como tantas veces lo habiÌa hecho DâArtagnan en otro tiempo. El sargento de la companÌiÌa, veterano de las guerras de EspanÌa, reconocioÌ a Porthos por antiguo camarada y no tardoÌ en poner al corriente a cuantos serviÌan bajo sus oÌrdenes de las hazanÌas de aquel gigante, honor de los antiguos mosqueteros de TreÌville.
No soÌlo fue bien recibido Porthos en la companÌiÌa, sino que hasta produjo una especie de admiracioÌn.
A las diez anunciaron los canÌones del Louvre la salida del rey. Un movimiento igual al de los aÌrboles, cuyas copas encorva y sacude el viento de la tempestad, circuloÌ por entre la multitud, la cual se agitoÌ por detraÌs de los mosquetes de los guardias. Por fin aparecioÌ el rey con su madre en una carroza enteramente dorada. SeguiÌanle otros dos carruajes, en que iban las damas de honor, los dignatarios de la casa real y toda la corte.
â ÂĄViva el rey! âprorrumpioÌ la multitud.
El joven monarca asomoÌ gravemente la cabeza por la portezuela, hizo un gesto de agradecimiento, y aun saludoÌ ligeramente, con lo cual redoblaron los vivan de los circunstantes.
AvanzoÌ la comitiva lentamente, y empleoÌ cerca de media hora en atravesar el espacio que separa al Louvre de la plaza de Nuestra SenÌora. Luego que llegoÌ a ella, dirigioÌse poco a poco a la inmensa boÌveda de la sombriÌa metroÌpoli, y empezoÌ el servicio divino.
Al tomar sitio la corte salioÌ un carruaje con las armas de Comminges de la fila de coches, y se colocoÌ lentamente en la extremidad de la calle de San CristoÌbal, completamente desierta. Cuatro guardias y un oficial que le escoltaban subieron entonces a la pesada maÌquina, cerraron las portezuelas, y recataÌndose para no ser visto el oficial, se puso en acecho mirando hacia la calle Cocatrix como si aguardase a alguien.
Entretenida la gente con la ceremonia, no reparoÌ en el carruaje ni en las precauciones de que se rodeaban los que le ocupaban. Friquet, cuya vigilante vista era la uÌnica que podiÌa observarlos, habiÌase marchado a saborear sus albaricoques sobre la cornisa de una casa del atrio de Nuestra SenÌora, desde donde veiÌa al rey, a la reina y a Mazarino, y oiÌa misa como si la ayudara.
Al terminar el divino oficio, viendo la reina que Comminges esperaba en pie a su lado la confirmacioÌn de una orden que le habiÌa dado antes de salir del Louvre, le dijo a media voz:
âId, Comminges, y el Cielo os deÌ su ayuda.
Comminges partioÌ al instante, salioÌ de la iglesia y entroÌ en la calle de San CristoÌbal.
Friquet, que vio a aquel apuesto jefe marchar seguido de dos guardias, se entretuvo en seguirle, con tanto maÌs motivo, cuanto que habiÌa acabado la ceremonia y el rey estaba subiendo otra vez al coche. Apenas divisoÌ el oficial a Comminges en la esquina de la calle de Cocatrix, dijo una palabra al cochero, el cual puso inmediatamente en movimiento su maÌquina y la condujo a la puerta de Broussel.
Comminges llamaba a esta puerta cuando llegoÌ el carruaje. Friquet esperaba a que abriesen detraÌs de Comminges.
â ÂżQueÌ haces ahiÌ, pilluelo? âle preguntoÌ eÌste.
âEstoy esperando para entrar en casa de maese Broussel, senÌor militar â dijo Friquet con el zalamero tono que tan bien sabe adoptar el pilluelo de PariÌs cuando le place.
â ÂżConque eÌsta es efectivamente su casa? âSiÌ, senÌor.
â ÂżEn queÌ piso vive?
âLa casa es suya y la ocupa toda.
â ÂżPero doÌnde estaÌ generalmente?
âPara trabajar en el piso segundo, y para comer en el principal; como ahora son las doce, debe estar en eÌste.
âBien âcontestoÌ Comminges.
En aquel momento se abrioÌ la puerta. El oficial interrogoÌ al lacayo y supo que Brous...