CapiÌtulo 1
Desafiando las ordenanzas municipales estaba sentado a horcajadas sobre el canÌoÌn Zam-Zammah en su plataforma de ladrillo, frente a la vieja Ajaib- Gher, la Casa de las Maravillas, como los nativos llamaban al Museo de Lahore. Quien posea el Zam-Zammah, «El dragoÌn con aliento de fuego», posee el Punyab, porque la gran pieza de bronce verde es siempre el primer botiÌn del conquistador.
Kim âque habiÌa echado a patadas al chico de Lala Dinananth de los munÌones del canÌoÌnâ teniÌa una cierta justificacioÌn, ya que los ingleses dominaban el Punyab y Kim era ingleÌs. Aunque su piel era de un moreno carboÌn, como la de cualquier nativo; aunque hablaba de preferencia la lengua nativa y se expresaba en su lengua materna con un deje entrecortado e inseguro; aunque estaba en teÌrminos de perfecta igualdad con los ninÌos pequenÌos del bazar; Kim era blanco, un blanco pobre entre los maÌs pobres. La mestiza que lo cuidaba (fumaba opio y aparentaba regentar una tienda de muebles de segunda mano en la plaza donde esperaban los carruajes de alquiler baratos) les contoÌ a los misioneros que ella era hermana de la madre de Kim; pero la madre de este habiÌa sido ninÌera en la familia de un coronel y se habiÌa casado con Kimball OâHara, un joven sargento portaestandarte de los Mavericks, un regimiento irlandeÌs. Tras la boda, OâHara aceptoÌ un puesto en la liÌnea de ferrocarril Sind-Punyab-Delhi y su regimiento regresoÌ a casa sin eÌl. La esposa murioÌ de coÌlera en Ferozepore y OâHara empezoÌ a beber y a vagabundear arriba y abajo de la liÌnea de ferrocarril con el ninÌo de tres anÌos de ojos vivarachos. Preocupados por el ninÌo, las sociedades filantroÌpicas y los capellanes intentaron arrebataÌrselo, pero OâHara se mantuvo a distancia, hasta que se cruzoÌ con la mujer que fumaba opio y, a traveÌs de ella, le cogioÌ el gusto, y murioÌ como los hombres blancos pobres mueren en la India. En el momento de su muerte, sus posesiones consistiÌan en tres papeles. A uno de ellos le llamaba su ne varietur, porque estas palabras estaban escritas en el papel y sobre ellas echoÌ su firma; otro de los papeles era su certificado de exencioÌn. El tercero era el certificado de nacimiento de Kim. En sus gloriosas horas bajo el efecto del opio soliÌa decir que, un diÌa, esos papeles conseguiriÌan hacer del pequenÌo Kimball un hombre. Bajo ninguÌn concepto debiÌa Kim separarse de ellos, ya que eran parte de una gran magia âuna magia como la que los hombres practicaban por alliÌ, tras el museo, en el gran Jadoo-Gher blanquiazul, la Casa MaÌgica, como llamamos a la Logia masoÌnicaâ. Todo acabaraÌ bien alguÌn diÌa, deciÌa el padre, y el cuerno de Kim seriÌa exaltado entre columnas, monstruosas columnas de belleza y fuerza. El mismo coronel, montando a caballo, a la cabeza del mejor regimiento del mundo, se ocupariÌa del chico, del pequenÌo Kim, el cual deberiÌa ser maÌs afortunado que su padre. Novecientos demonios de primera clase, cuyo dios era un toro rojo sobre campo verde, se ocupariÌan del ninÌo, en recuerdo de OâHara, del pobre OâHara, que fue capataz de cuadrilla en la liÌnea ferroviaria de Ferozepore. En ese punto soliÌa llorar amargamente hundido en la silla de junco rota de la veranda. Por ello, tras su muerte, la mujer cosioÌ el pergamino, el papel y el certificado de nacimiento dentro de una pequenÌa funda de cuero a modo de amuleto que atoÌ alrededor del cuello de Kim.
âY alguÌn diÌa âdijo la mujer, recordando confusamente las profeciÌas de OâHaraâ, vendraÌ por ti un gran toro rojo sobre campo verde y el coronel montando un gran caballo, siÌ, y âpasando al ingleÌsâ novecientos demonios.
âAh âdijo Kimâ, lo recordareÌ. VendraÌn un toro rojo y un coronel a caballo, pero primero dijo mi padre que vendraÌn los dos hombres que prepararaÌn el terreno para esas cosas. AsiÌ es como mi padre deciÌa que haciÌan siempre; y siempre es asiÌ cuando los hombres hacen magia.
Si la mujer le hubiera enviado al Jadoo-Gher local con esos papeles, la Logia provincial habriÌa acogido sin duda a Kim y lo habriÌa enviado al orfanato masoÌnico en las montanÌas; pero la mujer desconfiaba de lo que habiÌa oiÌdo sobre la magia. Kim tambieÌn teniÌa sus ideas al respecto. Al alcanzar la edad de la indiscrecioÌn, aprendioÌ a evitar a los misioneros y a los hombres blancos de aspecto serio que queriÌan saber quieÌn era y lo que haciÌa. Porque Kim no haciÌa nada, y esto con un eÌxito inaudito. Es cierto que conociÌa la maravillosa ciudad amurallada de Lahore desde la Puerta de Delhi hasta el foso exterior del Fuerte; que estaba a partir un pinÌoÌn con hombres cuyas vidas eran maÌs extranÌas que cualquiera que Haroun al Rachid sonÌara jamaÌs; que viviÌa una vida tan aventurera como la de Las mil y una noches, pero ni los misioneros ni los secretarios de las sociedades filantroÌpicas podiÌan apreciar la belleza en ello. El mote de Kim en los barrios era PequenÌo Amigo de todo el Mundo y, muy a menudo, gracias a su agilidad y a su facilidad para pasar desapercibido, llevaba a cabo encargos nocturnos por las azoteas abarrotadas de gente por cuenta de joÌvenes de moda, refinados y galantes. Se trataba, naturalmente, de intrigas amorosas âestaba tan seguro como de que habiÌa conocido todo lo malo desde que aprendioÌ a hablarâ, pero lo que a eÌl le gustaba era el juego en siÌ: el deslizarse a escondidas a traveÌs de los oscuros canales y las callejuelas, el trepar por una canÌeriÌa, la vista y el ruido del mundo femenino en las terrazas de los tejados y la huida precipitada de azotea en azotea bajo el manto de la caliente oscuridad. Luego estaban los hombres santos, los faquires embadurnados de cenizas junto a sus altares de ladrillo bajo los aÌrboles a la orilla del riÌo, con quienes teniÌa un trato familiar; Kim los saludaba cuando regresaban de una peregrinacioÌn mendicante y, cuando no habiÌa nadie por alliÌ, comiÌa de su mismo cuenco. La mujer que cuidaba de eÌl, le apremiaba, entre laÌgrimas, para que llevara ropas europeas: pantalones, una camisa y un sombrero desgastado. Kim encontraba maÌs faÌcil ponerse la vestimenta hinduÌ o la musulmana cuando se ocupaba de ciertos asuntos. Uno de esos senÌoritos finos âel que fue hallado muerto en el fondo de un pozo la noche del terremotoâ le habiÌa dado una vez una indumentaria hinduÌ completa, la ropa de un chico de la calle de casta baja, y Kim la teniÌa guardada en un lugar secreto bajo algunas vigas en el almaceÌn de madera de Nila Ram, detraÌs de la Corte Suprema del Punyab, donde los troncos del fragante deodar reposan secando despueÌs de haber descendido el curso del Ravi. Cuando habiÌa negocio o jolgorio a la vista, Kim echaba mano de sus pertenencias, regresando al alba a la veranda exhausto de gritar de juÌbilo detraÌs de una procesioÌn de boda o de chillar en un festival hinduÌ. A veces habiÌa comida en la casa, pero lo contrario era lo maÌs frecuente y entonces Kim volviÌa a salir para comer con sus amigos nativos.
Mientras golpeteaba con sus talones contra el flanco del Zam-Zammah, Kim interrumpiÌa de vez en cuando su juego del rey del castillo con el pequenÌo Chota Lal y Abdullah, el hijo del vendedor de dulces, para soltarle alguna insolencia al policiÌa nativo que vigilaba las filas de zapatos a la entrada del museo. El obeso punyabiÌ sonreiÌa con tolerancia: conociÌa a Kim desde haciÌa mucho tiempo. Lo mismo le sucediÌa al aguador, que rociaba con el agua de su odre de piel de cabra la carretera seca. Y otro tanto a Jawahir Singh, el carpintero del museo, inclinado sobre nuevos embalajes. A Kim lo conociÌa todo el mundo de vista, excepto los campesinos de la regioÌn, que se apresuraban camino de la Casa de las Maravillas para contemplar las cosas que la gente fabricaba en su provincia y en las otras. El museo estaba dedicado a las artes y manufacturas indias, y cualquiera que buscara la sabiduriÌa podiÌa pedirle al conservador del museo que le explicara alguÌn detalle.
âÂĄAbajo! ÂĄAbajo! ÂĄDeÌjame subir! âgritaba Abdullah, trepando por la rueda del Zam-Zammah.
âTu padre era un pastelero, tu madre robaba el ghi âcanturreaba Kimâ. ÂĄTodos los musulmanes se cayeron del Zam-Zammah hace mucho tiempo!
âÂĄDeÌjame subir! âchilloÌ el pequenÌo Chota Lal con su casquete bordado en oro. La fortuna de su padre ascendiÌa quizaÌs a medio milloÌn de libras esterlinas, pero la India es el uÌnico paiÌs democraÌtico del mundo.
âLos hinduÌes tambieÌn se cayeron del Zam-Zammah. Los musulmanes los empujaron. Tu padre era un pastelero...
Se quedoÌ quieto porque, doblando la esquina del ruidoso bazar Motee, veniÌa, arrastrando los pies, un hombre como Kim, que creiÌa conocer a todas las castas, no habiÌa visto auÌn. TeniÌa casi seis pies de altura, llevaba una vestimenta de pliegues superpuestos de una tela color marroÌn sucio, parecida a una manta de caballo, y ninguÌn pliegue le daba a Kim una pista sobre un oficio o una profesioÌn conocidos. De su cinto colgaban un gran plumier de hierro calado y un rosario de madera como los que llevan los hombres santos. En su cabeza llevaba una especie de gorro gigante en punta y con orejeras. Su cara era amarilla y arrugada, como la de Fook Shing, el chino que fabricaba botas en el bazar. Los extremos de sus ojos se arqueaban hacia arriba y pareciÌan pequenÌas hendiduras de oÌnice.
âÂżQuieÌn es ese? âpreguntoÌ Kim a sus companÌeros.
âQuizaÌs sea un hombre âdijo Abdullah, miraÌndolo pasmado con el dedo en la boca.
âEso sin duda âreplicoÌ Kimâ, pero no es un hombre de la India que yo ya haya visto.
âUn sacerdote, a lo mejor âdijo Chota Lal, notando el rosarioâ. ÂĄMirad! ÂĄEntra en la Casa de las Maravillas!
âNay, nay âdijo el policiÌa, negando con la cabeza, al hombreâ. No entiendo vuestra lengua. âEl alguacil hablaba en punyabiÌâ. Oh Amigo de todo el Mundo, ÂżqueÌ dice este hombre?
âMaÌndale para aquiÌ âdijo Kim y se bajoÌ del Zam-Zammah, volteando sus talones desnudosâ. EÌl es un extranjero y tuÌ eres un buÌfalo.
El hombre impotente se dio la vuelta y se acercoÌ hacia donde estaban los chicos. Era viejo y su caftaÌn de lana todaviÌa apestaba a la artemisa maloliente de los pasos de montanÌa.
âOh ninÌos, ÂżqueÌ es esta casa grande? âles preguntoÌ en un urdu bastante bueno.
âÂĄEl Ajaib-Gher, la Casa de las Maravillas! âKim no le dio ninguÌn tratamiento, como Lala o Mian. No podiÌa adivinar el credo del hombre.
âÂĄAh! ÂĄLa Casa de las Maravillas! ÂżPuedo entrar?
âEstaÌ escrito sobre la puerta. Todos pueden entrar.
âÂżSin pagar?
âYo entro y salgo. Y no soy ninguÌn banquero âse rio Kim.
âÂĄVaya! Soy un hombre viejo. No lo sabiÌa. âEntonces, pasando su rosario entre los dedos, se volvioÌ de lado hacia el museo.
âÂżCuaÌl es tu casta? ÂżDoÌnde estaÌ tu casa? ÂżVienes de lejos? âpreguntoÌ Kim.
âVine por Kulu, maÌs allaÌ del Kailas, pero ÂżqueÌ sabeÌis vosotros? Vengo de las montanÌas, donde âsuspiroÌâ el aire y el agua son puros y frescos.
âÂĄAha! Khitai (un chino) âdijo Abdullah con orgullo. Una vez Fook Sing le habiÌa echado de su tienda por escupir a un iÌdolo chino colocado sobre las botas.
âPahari (un montanÌeÌs) âdijo el pequenÌo Chota Lal.
âSiÌ, ninÌo; un montanÌeÌs de unas montanÌas que nunca veraÌs. ÂżHas oiÌdo alguna vez hablar de Bhotiyal (TiÌbet)? No soy un khitai, sino un bhotiya (un tibetano), si quereÌis saberlo, un lama, o, digamos, un guruÌ en vuestra lengua.
âUn guruÌ del TiÌbet âdijo Kim. No habiÌa visto todaviÌa un hombre asiÌâ. ÂżHay entonces hinduÌes en el TiÌbet?
âNosotros somos seguidores de la Senda Media, vivimos en paz en nuestras lamaseriÌas, y yo voy a visitar los cuatro lugares sagrados antes de morir. Ahora sabeÌis vosotros, que sois unos ninÌos, tanto como yo, que soy viejo. âY les sonrioÌ con benevolencia.
âÂżHas comido?
El lama revolvioÌ entre los pliegues alrededor de su pecho y extrajo una escudilla de madera desgastada para mendigar. Los ninÌos asintieron. Todos los sacerdotes que conociÌan mendigaban.
âNo quiero comer todaviÌa. âGiroÌ su cabeza como una tortuga vieja al solâ. ÂżEs cierto que hay muchas imaÌgenes en la Casa de las Maravillas de Lahore? âRepitioÌ las uÌltimas palabras como quien quiere asegurarse de una direccioÌn.
âEs verdad âdijo Abdullahâ. EstaÌ lleno de buts paganos. TuÌ tambieÌn eres un idoÌlatra.
âNo le hagas caso a este âdijo Kimâ. Esa es la casa del Gobierno y no hay idolatriÌa en ella, sino soÌlo un sahib de barba blanca. Ven conmigo y te lo ensenÌo.
âLos sacerdotes forasteros comen a los ninÌos âle susurroÌ Chota Lalâ. Y eÌl es un forastero y un but-parast (idoÌlatra) âdijo Abdullah, el musulmaÌn.
Kim se echoÌ a reiÌr.
âEs alguien nuevo. Corred al regazo de vuestras mamas y poneos a salvo.
ÂĄVamos!
Kim giroÌ el torniquete del registro automaÌtico; el anciano le siguioÌ y se paroÌ asombrado. En el vestiÌbulo de entrada estaban las figuras maÌs grandes entre las esculturas greco-budistas esculpidas, soÌlo los sabios saben cuaÌndo, por artesanos olvidados cuyas manos habiÌan intentado representar, y no sin talento, el toque griego que les habiÌa sido misteriosamente transmitido. HabiÌa cientos de piezas, frisos de figuras en relieve, fragmentos de estatuas y losas llenas de figuras que una vez recubrieron las paredes de ladrillo de los stupas y los viharas budistas de la regioÌn del norte y que ahora, desenterradas y etiquetadas, constituiÌan el orgullo del museo. Con la boca abierta en eÌxtasis, el lama se volviÌa haciÌa una cosa y la otra, y finalmente se detuvo absorto frente a un altorrelieve que representaba la coronacioÌn o la apoteosis del Gran Buda. El Maestro apareciÌa sentado sobre un loto cuyos peÌtalos estaban cincelados tan profundamente que pareciÌan casi desprendidos de la base. A su alrededor habiÌa una jerarquiÌa de reyes, ancianos y antiguos Budas adoraÌndole. Debajo habiÌa aguas cubiertas de lotos, con peces y paÌjaros acuaÌticos. Dos dewas con alas de mariposa sosteniÌan una guirnalda sobre su cabeza; sobre ellas, otro par sosteniÌa una sombrilla, sobre la cual despuntaba la diadema enjoyada del Bodhisattva.
âÂĄEl SenÌor! ÂĄEl SenÌor! Es el Sakya Muni mismo âcasi gemiÌa el lama y en voz baja empezoÌ la maravillosa invocacioÌn budista:
A eÌl la Senda, la Ley, solo
A quien Maya sostiene bajo su corazoÌn,
El SenÌor de Ananda, el Bodhisattva
âÂĄY estaÌ aquiÌ! La Ley maÌs Excelsa estaÌ aquiÌ tambieÌn. Mi peregrinacioÌn ha comenzado bien. ÂĄY queÌ obra de arte! ÂĄQueÌ obra de arte!
âPor alliÌ estaÌ el sahib âdijo Kim, y se deslizoÌ de lado entre las vitrinas del ala de artes y oficios. Un ingleÌs de barba blanca estaba mirando al lama; este se volvioÌ hacia eÌl con gravedad, lo saludoÌ y, tras revolver un poco, sacoÌ un cuaderno de notas y un trozo de papel.
âSiÌ, este es mi nombre âdijo el ingleÌs sonriendo ante los caracteres infantiles y torpes.
âUno de nosotros, que hizo una peregrinacioÌn a los lugares santos y es ahora abad del monasterio Lung-Cho, me lo dio âbalbuceoÌ el lamaâ. EÌl me habloÌ de estos. Su mano delgada se moviÌa temblorosamente senÌalando alrededor.
âBienvenido entonces, oh lama del TiÌbet. AquiÌ estaÌn las imaÌgenes y aquiÌ estoy yo âel ingleÌs contemploÌ el rostro del lamaâ para recoger el saber. Ven a mi oficina un momento. âEl anciano temblaba de excitacioÌn.
La oficina no era maÌs que un pequenÌo cubiÌculo de tabiques de madera, separado de la galeriÌa llena de esculturas. Kim se tumboÌ en el suelo con la oreja pegada a una rendija de la puerta en madera de cedro agrietada por el calor y, siguiendo su instinto, se estiroÌ para escuchar y atisbar.
Gran parte de la charla escapaba a su comprensioÌn. El lama, vacilando al principio, le habloÌ al conservador de su propia lamaseriÌa, el Such-zen, frente a las Rocas Pintadas, a una distancia de cuatro meses de marcha. El conservador del museo sacoÌ un gran libro de fotos y le mostroÌ el monasterio encaramado en un penÌasco, por encima del enorme valle con muchos estratos de tonalidades diversas.
âÂĄSiÌ, siÌ! âEl lama se ajustoÌ un par de anteojos de cuerno fabricados en Chinaâ. AquiÌ estaÌ la pequenÌa puerta a traveÌs de la cual traemos la madera antes del invierno. Y tuÌ... Âżlos ingleses saben de estas cosas? El que ahora es abad de Lung-Cho me lo dijo, pero no lo creiÌ. El SenÌor, el Excelso, Âżrecibe honores aquiÌ tambieÌn? ÂżSe conoce su vida?
âEstaÌ todo grabado en las piedras. Ven a verlo si estaÌs descansado.
Arrastrando los pies el lama fue hacia la sala principal y, con el conservador del museo a su lado, examinoÌ toda la coleccioÌn con la reverencia de un devoto y el instinto apreciativo de un entendido en arte.
IdentificoÌ un episod...