Mi padre y mi madre se conocieron en ChĂąteauroux, cerca de la avenida de la Gare, en la cantina que ella frecuentaba; a sus veintisĂ©is años llevaba ya varios trabajando en la Seguridad Social, habĂa empezado a los diecisiete como mecanĂłgrafa en un garaje; en cuanto a Ă©l, tras largos estudios, con treinta años, Ă©se era su primer empleo. Era traductor en la base americana de La Martinerie. Los americanos habĂan construido entre ChĂąteauroux y Levroux un barrio que se extendĂa a lo largo de varias hectĂĄreas, casitas individuales de una sola planta rodeadas de jardines, sin valla, en las que residĂan las familias de los militares. Les habĂan confiado la base en el marco del Plan Marshall, a principios de los años cincuenta. HabĂan plantado algunos ĂĄrboles, pero al pasar por delante, desde la carretera se veĂan multitud de tejados rojos a cuatro aguas, diseminados por una extensa planicie sin obstĂĄculos. En el interior de lo que constituĂa un autĂ©ntico pueblecito, las calles, anchas y asfaltadas, permitĂan a los residentes circular en coche al ralentĂ, entre las casas y la escuela, las oficinas y la pista de aterrizaje. Lo habĂan contratado al terminar el servicio militar, pero no tenĂa intenciĂłn de quedarse allĂ. Estaba de paso. Su padre, que era director en Michelin, querĂa convencerlo de que trabajase para la GuĂa Verde, mientras que Ă©l se veĂa haciendo una carrera de investigador en lingĂŒĂstica, o de profesor universitario. Su familia vivĂa en ParĂs desde hacĂa generaciones, en el distrito diecisiete, cerca del parque Monceau, y procedĂan de NormandĂa. De padres a hijos habĂan abundado los mĂ©dicos, les gustaba ver mundo, sentĂan pasiĂłn por las ostras.
Ăl la invitĂł a tomar un cafĂ©. Y pocos dĂas despuĂ©s a bailar. Aquella noche ella debĂa acudir a un baile «de sociedad» con una amiga. Organizados por un grupo o una asociaciĂłn que alquilaba una orquesta y una gran sala, los bailes de sociedad, a diferencia de las discotecas, frecuentadas por americanos pero tambiĂ©n por prostitutas, atraĂan a los jĂłvenes de ChĂąteauroux. AquĂ©l se celebraba en una gran sala de exposiciones situada en la carretera de DĂ©ols, el parque Hidien. Mi padre no estaba acostumbrado a los sitios como Ă©se.
âOh, nunca voy a ese tipo de cosas... Ya saldremos juntos otra noche. Me quedarĂ© en casa. Tengo trabajo...
Ella fue con su amiga, Nicole, y el primo de Ă©sta. La velada estaba ya bien avanzada cuando lo vio abrirse paso a lo lejos a travĂ©s del gentĂo. Se dirigĂa a su mesa. La sacĂł a bailar, ella se levantĂł, llevaba una falda blanca con un ancho cinturĂłn. Avanzaron en direcciĂłn a la pista, al llegar Ă©l le sonriĂł, ella estaba lista para deslizarse en sus brazos, Ă©l la tomĂł de la mano para guiarla y hacerla moverse entre los que bailaban. En ese momento la orquesta atacĂł los primeros compases de «Nuestra historia es la historia de un amor».
Era una canciĂłn que se oĂa en todas partes. Dalida acababa de crearla. La cantaba con intensidad, mezclando lo trĂĄgico con lo banal. Su acento oriental redondeaba las palabras, estirĂĄndolas al mismo tiempo, su voz grave arropaba los sonidos y los dotaba de una sustancia especial, el conjunto tenĂa algo de hechizante. Y para cautivar mĂĄs al auditorio, la cantante de la orquesta se entregaba a la interpretaciĂłn original.
«Notrre histoirreu, câest lâhistoirreu dâun ammourr
Ăterrrnell et banal qui apporrrteu, chaqueu jourr
Tout le bien tout le mall...»
Ninguno de los dos hablaba.
«Câest lâhistoirrreu quâon connaĂźt...»
La pista estaba hasta los topes, era una canciĂłn muy conocida.
«Ceux qui sâaimment jouent la mĂȘmme, je le sais
Ma complainneteu câest la plainneteu, de deux cĆurrs
Câest un roman comme tant dâautrres, qui pourrait ĂȘtre le vĂŽtrre
Câest la flamme qui enflamme, sans brrĂ»ler
Câest le rrĂȘve queu lâon rrĂȘve, sans dorrmirr
Monne histoirreu câest lâhistoirreueu... dâun... ammourr.»
Durante toda la canciĂłn guardaron silencio.
«... avec lâheurrre oĂč lâon sâenlasssse, celle oĂč lâon seu ditttadieu
Avec les soirĂ©es dâangoisssse, et les matins... merrrveilleux...
Et trrragique ou bien profonnedeu, câest la seule histoirrre du monnedeu,
Qui ne finirrra jamais
Câest lâhistoirreu dâun ammourrr...»
No se miraban.
«... mais naĂŻve ou bien profonnedeu, câest la seule histoirreu du monnedeu,
Notrre histoirreu câest lâhistoirreueu... dâun ammourrrr1
AcabĂł la canciĂłn. Volvieron a poner distancia entre ellos. Y cruzaron de nuevo la sala en direcciĂłn a la mesa. Ella le presentĂł a Nicole y a su primo.
Empezaron a salir. Iban al cine, al restaurante, a bailar, el fin de semana se iban fuera, Ă©l alquilaba un coche y se echaban a la carretera. Los dĂas entre semana pasaba a recogerla al trabajo, o bien iba a su casa. No tardaron en verse todos los dĂas.
Ella estaba descubriendo todo un mundo.
Un mundo de intimidad, de palabras incesantes, de preguntas, de respuestas, la menor sensaciĂłn era inspeccionada, personalizada y detallada. Los detalles inesperados, las palabras nuevas. Las comparaciones, sorprendentes, inĂ©ditas, a contracorriente, atrevidas. Ideas que ella jamĂĄs habĂa oĂdo expresar. Ăl barrĂa los convencionalismos con naturalidad. Y describĂa cuanto veĂa, los lugares que visitaban, los paisajes por los que caminaban, la gente con la que se cruzaban, con tal precisiĂłn que a ella lo que decĂa se le quedaba grabado. Le contaba que habĂa optado por la libertad, no criticaba la forma de vivir de los demĂĄs, pero se mantenĂa al margen. Algunas cosas lo sacaban de sus casillas, otras, que a ella le chocaban, lo hacĂan reĂr o lo enternecĂan. Dios, al que siempre habĂa considerado por encima de ella, no existĂa para Ă©l, la religiĂłn estaba hecha para los espĂritus dĂ©biles. Por aquel entonces era una cuestiĂłn importante.
Para vivir en paz bastaba con hacer una o dos concesiones a la sociedad. Lo cual tenĂa la doble ventaja de no herir a la gente y, llegado el momento, de cosechar lo que podĂan aportarte. Ella achacaba las palabras que la molestaban a su personalidad nada convencional. Ăl se detenĂa en medio de un sendero, la miraba y subrayaba la singularidad de su inteligencia, como enamorado y como experto, hablaba de ella con la misma pasiĂłn con que lo harĂa de un autor al que admirase. Para Ă©l, la pertinencia de lo que ella decĂa no tenĂa nada que ver con el hecho de que no tuviera estudios. Confeccionaba una lista de personas instruidas que eran unos imbĂ©ciles, pese a su elevada posiciĂłn pĂșblica. Para que aprovechara su experiencia, le explicaba que habĂa que halagarlos, dado que para vivir con libertad era preciso estar solo, y ser el Ășnico en saber que lo estabas.
La radio estaba encendida, de pronto se ponĂa furioso. Criticaba las frases que pronunciaban, despreciaba a los rehenes, que vertĂan amargas lĂĄgrimas pidiendo a su paĂs de origen que los salvara, por anteponer el interĂ©s personal al interĂ©s pĂșblico. Por lo general, los sentimientos colectivos lo dejaban frĂo, las erupciones volcĂĄnicas, los terremotos que causaban miles de pĂ©rdidas humanas, todo eso ya se reflejaba en las estadĂsticas, no contaba a tĂtulo de informaciĂłn. Era la primera vez que ella oĂa algo semejante.
La miraba de hito en hito sin pestañear, hasta que, llevado de la emociĂłn, se veĂa obligado a entornar los ojos, conmocionado por su sonrisa. TenĂa una sonrisa dulce. Pero nunca ingenua. Su rostro era radiante, pero reservado. Sus ojos eran vivos, verdes, chispeantes, movedizos, pero tambiĂ©n frĂĄgiles, pequeños, quebrados. Le hablaba de la altura de sus pĂłmulos, de la franqueza de sus rasgos, de la elegancia de sus labios, de aquella sonrisa que lo transformaba todo, y de su cuello, sus hombros, su vientre, sus piernas, de la suavidad de su piel, buscando la palabra que mĂĄs se ajustara a lo que veĂa. Se concentraba en la sensaciĂłn que sus manos experimentaban cuando la acariciaba. Sus dedos se demoraban en una zona precisa, con el fin de descubrir quĂ© materia exacta evocaba la textura de ese pequeño espacio.
âLa seda. Tu piel es de seda.
La lectura de Nietzsche habĂa trastornado su vida. DespuĂ©s de hacer el amor, le leĂa aĂșn echado varias pĂĄginas, ella apoyaba la cabeza en el hueco de su hombro y, con la mejilla posada en su torso, escuchaba. Luego salĂan, iban al bosque de Le Poinçonnet, caminaban por los senderos cogidos de la mano. Se habĂan conocido a finales del verano.
âQuĂ© suaves son tus manos, Rachel, es maravilloso. No sĂłlo son bonitas, sino de terciopelo. Tienes autĂ©ntico fluido.
âAh, ÂżtĂș crees?
âNunca habĂa conocido esto. No se trata sĂłlo de la suavidad de tu piel, que es extraordinaria, sino de que tienes fluido, Rachel, te lo aseguro. Como Isolda. TambiĂ©n tĂș das a beber un filtro a tu amante. En el hueco de tus manos.
Deslizaba los dedos entre los suyos como las alas en reposo de un pajarillo, al abrigo en un estuche. Luego:
âEspera, Rachel.
Los retiraba y los agitaba en el aire, a fin de hacerles olvidar la sensaciĂłn de terciopelo que acababan de abandonar. Caminaba unos minutos con las manos en los bolsillos, o colgando a lo largo del cuerpo, a su lado, sin tocarla. DespuĂ©s volvĂa a poner la mano en la suya, suavemente, la deslizaba de nuevo en la sedosa palma, que se cerraba sobre ella sin apretarla.
âEste momento en que te doy la mano. Este momento preciso, el momento en sĂ. En que deslizo mi mano en la tuya. Este instante. Supone tal placer... Estos breves segundos. Ahhhh... Es maravilloso.
Cerraba los ojos para sentir mejor, ella reĂa.
âMmm, estĂĄn calientes.
Ella se limaba las uñas en Ăłvalo, se las pintaba con un esmalte anaranjado, tenĂa los dedos largos, blancos, las manos grandes y finas, la piel tenĂa el color del tĂ© claro, se veĂan las venas por transparencia.
En ocasiones, lo Ășnico que parecĂa preocuparlo era la pareja que formaban. Ăl la hacĂa ser consciente de su rareza, y de ...